Te acaban de llamar. Te dicen que te han propuesto para la presidencia de un ente público y que, si lo aceptas, el puesto muy probablemente será tuyo. Te lo piensas, haces el análisis de pros y contras, desde el cochazo con chófer hasta la pleitesía más o menos debida al dedo que te unge, y llegas para ti a la clara conclusión de que tu nombre, precedido por el vocablo ‘presidente’, suena demasiado bien como para declinar la oferta. Y tras un momento o periodo de reflexión, o no, le haces saber a tu comunicante que siempre te motivó el servicio público.
Ábrese entonces un ínterin en el que han de terminar de ajustarse las tuercas políticas y administrativas necesarias para acabar depositando tus posaderas sobre el suave cuero del asiento del vehículo oficial. Un ínterin en el que aprovechas, por tu parte, para realizar la adaptación mental a la nueva situación, que incluye, entre otras cosas, pensar bien lo que vas a decirle a tu familia, a tus actuales jefes, en fin, a toda esa gente a la que de entrada no va a entusiasmar que tu vocación de sacrificarte por la comunidad lleve a que sus cosas se desatiendan.
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