Esta semana ha tocado aprender, gracias al muy didáctico juicio que se viene celebrando en la plaza de la Villa de París, algunas nociones básicas de economía y contratación, y más en particular en lo que toca a las administraciones públicas. Frente a la pretensión de las defensas de que no hay malversación en el zafarrancho publicitario y logístico que se montó con motivo del referéndum ilegal del 1-O, porque nadie pasó al cobro ninguna factura, han comparecido ante la sala cuatro probas y sensatas funcionarias para dejar sentadas algunas ideas relevantes.
La primera de todas es que la administración no incurre en un gasto por el hecho de que alguien decida o no facturarle lo que sus representantes le encargaron hacer o suministrar, sino por el hecho, independiente y anterior, de realizarse el servicio o suministro correspondiente. Esto, en relación con cualquier bien o servicio entre dos partes, lo sabe o lo debería saber cualquier estudiante de contabilidad de nivel básico, pero se nos trata de convencer de que lo ignoraban quienes tenían a su cargo, entre otras, la conselleria de Economía de la Generalitat. También lo puede razonar cualquiera que preste una mínima atención a la naturaleza de las cosas: si quien por lo común representa a la administración —y en esa calidad— me pide que haga algo, y la empresa a la que yo represento lo hace, eso genera una deuda a cargo de la administración y un crédito para mi empresa. Deuda y crédito que subsistirán hasta que se satisfagan, aunque yo hoy no me atreva a facturar, no quiera hacerlo o haya pactado bajo mano que me harán en el futuro más pedidos para compensarlo. Basta con que mañana me reemplace otro que sí lo facture.
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