Parece haberse abierto la veda, dentro y fuera de nuestras fronteras. La hispanidad -mejor en minúscula-, ese insólito producto de la Historia que ha dado lugar, entre otras minucias, a la segunda lengua con más hablantes nativos del mundo -con muchísima mayor diversidad cultural que la primera, el chino mandarín-, es una pieza que muchos parecen querer cobrarse, un edificio que urge derribar y enterrar en el descrédito. A los febriles esfuerzos hechos entre nosotros por los paladines de las identidades telúricas excluyentes, que casi han proscrito el uso de la palabra España y el adjetivo ‘español’, se suman aquellos que desde fuera, y alentados por intereses diversos, se afanan en negar cualquier traza y extirpar cualquier vestigio de aquello que de la empresa hispánica pudiera afectar a su territorio.
Lo más reciente ha sido deponer al marino Cristóbal Colón del pedestal estatuario que tenía en la ciudad de Los Ángeles, cuyo nombre denota a las claras que nada tiene que ver con lo que los españoles hicieron por el mundo. Como precursor del más grande genocidio, dicen, atribuyéndole al pobre hombre, que sus claroscuros tenía, como cualquiera, una clarividencia de la que en cambio jamás fue poseedor. No sólo no pudo nunca contar con poder para exterminar a tanta gente como le achacan, y que vivía en tierras de las que ni siquiera llegó a tener noticia, sino que él creía haber llegado a las Indias Orientales, por culpa de uno de los más colosales y disruptivos errores de cálculo -de la circunferencia terrestre- de los que se tiene memoria.
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Querido Lorenzo, nuestra falta de relato nos está pasando factura, y muy cara. Quisoera pensar que despertamos y nos damos cuenta de este déficit, pero nobrs así. Pinta mal.
Un abrazo
Pues sí, Jaime, algo de eso hay. Entre quienes no quieren armar ese relato y quienes sólo saben armarlo excluyendo a los que consideran como réprobos, la casa sin barrer. Abrazo de vuelta.