A veces, para ganar algo, es necesario perderlo antes todo. A veces, para acabar dando con el camino que lleva a la meta, hay que pasar antes por caminos que no llevan a ninguna parte. Quien hoy se sienta en la silla del vencedor es el hombre al que hicieron morder el polvo y despacharon al ostracismo y a la nada más ignominiosa. Quien ha encontrado la entrada del laberinto es el mismo que antes se estrelló contra sus recios muros.
Y puede que esas dos experiencias fallidas sean no sólo las que le han permitido alcanzar sus objetivos, ante el pasmo de propios y extraños -qué bien suena ese silencio atronador en los oídos de quien se habituó a verse reconvenido, amonestado y menospreciado casi por cualquiera que tenía un altavoz-, sino las que le han llevado a redondear unas cualidades que cuesta no pensar que en cierto modo eran innatas. «Se reconoce a los ganadores en la línea de salida», le dice un viejo y desengañado Noodles a su amigo Fat Moe en cierta escena de la obra maestra de Sergio Leone, Érase una vez en América. Algo tenía desde el principio este hombre, y quienes tras señalarlo se las hubieron de ver una y otra vez con la incredulidad condescendiente de los sabihondos paladean el instante con incontenible placer.
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