
Hace ahora treinta años, una arrogancia algo ilusa nos hizo concebir la esperanza de ser capaces de acabar con la guerra. Por lo menos, en el mundo desarrollado y en la porción que más directamente nos incumbe, el viejo y envejecido continente que llamamos Europa. El colapso de la URSS bajo el peso de sus mentiras —como tan bien nos ha narrado Svetlana Alexiévich, a propósito de Afganistán y de Chernóbil—, el éxito económico y político de la UE, así como el acceso de millones de personas a las delicias de la sociedad de consumo, parecían abrir la senda de una coexistencia civilizada entre las naciones que componen este abigarrado tapiz entre el Atlántico y el Mediterráneo.
Tres décadas después, y tras consumir dos de este siglo XXI que ha sido de guerra continua en suelo ajeno —desde el Sahel hasta las montañas afganas, pasando por Siria o Irak—, el jinete armado del Apocalipsis se complace, para nuestro estupor, en reducir a escombros urbes europeas del porte de Kiev o Járkov. Podemos pensar que ha sido una cuestión de mala suerte: que cuando todo iba tan bien se nos cruzó ese psicópata autoritario de Putin, montó una mafia que se adueñó de Rusia y al llegar a la vejez se le fue la pinza y le metió fuego al continente por la parte de Ucrania, que era la que le pillaba más a mano.
Sin embargo, una lectura atenta de la Historia invita a darle otra vuelta al asunto. Una vuelta que no impide que juzguemos a Putin como un déspota desalmado, porque pruebas ha dado de serlo incluso con sus más cercanos colaboradores y en público, pero nos invita a meditar si en su día no pecamos de ingenuos y aun de imprudentes creyendo que con el desplome de la URSS ya estaba todo resuelto. Erramos al pensar que la guerra pasaba a ser algo que sólo podía llevarse por delante la vida de otros, de piel más marrón que la nuestra, o como mucho de esos soldados profesionales que enviamos a las escabechinas lejanas.
En su libro La guerra: cómo nos han marcado los conflictos, la historiadora Margaret MacMillan traza un certero recorrido por la Historia en el que constata que el homo sapiens sapiens tiende a moldear y transformar su realidad arremetiendo contra sus congéneres. Queriéndolo o no, Vladimir Putin ha abierto con su agresión a Ucrania la puerta a un cambio histórico. Quizá de él salga una Europa que de veras se una en torno a la defensa de la dignidad humana frente a quienes la desprecian. O quizá nos quedemos otra vez a medias y ayudemos a incubar el huevo de la nueva serpiente que volverá a incendiarnos la casa.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 15 de marzo de 2022).