Cualquier persona medianamente sensata aprende pronto a no hacer excesiva ostentación de los títulos y galardones que se le concede acumular en el camino de la vida. Si uno ha hecho el esfuerzo de conocerse algo y practica en alguna medida la sinceridad consigo mismo, cada vez que reciba un reconocimiento o alguna clase de honor se verá impelido a temer que detrás de esa distinción hay alguna clase de malentendido y, en consecuencia, a adoptar el perfil más bajo posible a la hora de mostrarla.
Si esto es así para las credenciales ganadas en buena lid o, por simplificar mucho, con arreglo a las costumbres y los valores del lugar, qué podemos decir cuando se trata de una certificación alcanzada por caminos tortuosos y fraudulentos. Quiere sin embargo la extraña y asombrosa naturaleza humana que esos diplomas amañados y en el fondo ficticios, cosechados sin la siembra del esfuerzo debido ni la sazón del conocimiento, sean los que con más aparato e inmodestia se enseñan. Quizá porque aquellos que logran atribuírselos, tan donosamente, padecen en mayor medida la necesidad de hacerse valer y reverenciar por sus semejantes, revestidos de una autoridad postiza a la que no se habrían hecho jamás acreedores por sus merecimientos.
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