13 de abril – Jenofonte y el liderazgo
Leo en los periódicos que los griegos, esos europeos a los que hace unos pocos años todos los demás dieron en mirar por encima del hombro, amén de obligarlos a jibarizar sus prestaciones y servicios públicos, han tenido un éxito notable en la contención del coronavirus, entre otras razones porque tienen un sistema sanitario tan endeble y debilitado —los recortes para contentar a los «hombres de negro» lo redujeron a un tercio de su capacidad anterior— que no podían permitirse la avalancha de enfermos que otros hemos sufrido. Para ello, se adelantaron a tomar medidas y las adoptaron con absoluta determinación.
Es, qué duda cabe, un ejemplo de liderazgo, en una circunstancia en la que, lo queramos o no, todos nos preguntamos si los líderes a cuyas decisiones se encomienda nuestra salud y en última instancia nuestra supervivencia, física y económica, están a la altura. Como madrileño, español y europeo, me fijo en los que a mí me tocan —Ayuso, Sánchez y nadie— y mentiría si dijera que en todo momento estoy tranquilo y confiado en tener mi futuro en buenas manos.
En estos días termino de releer la Anábasis de Jenofonte, que saboreo en esta ocasión en la traducción relativamente reciente (2006) de Óscar Martínez. Qué historia tan inspiradora, y qué bien contada está. Como señala con inteligencia su traductor, Jenofonte, compensando sus carencias como historiador y filósofo, que lo colocan en desventaja frente a Tucídides o su condiscípulo Platón, tenía esa rara virtud que denomina el «pequeño gran estilo», conforme a la expresión que utiliza Claudio Magris respecto de la escritura de Emilio Salgari. Sin pretensiones de elevación, Jenofonte logra pasajes de profundidad verdadera y perdurable. A lo que hay que añadir su condición de testigo en primera fila y protagonista de la aventura que está contando, que no es, por otra parte, una aventura cualquiera.
La historia es bien sabida por los conocedores de la antigüedad clásica. Allá por finales del siglo V a. C. un contingente de algo más de diez mil mercenarios griegos acompaña al príncipe persa Ciro en su expedición contra su hermano, el rey Artajerjes, al que pretende destronar. Los dos ejércitos traban batalla en Cunaxa, a unos 70 kilómetros de Babilonia, en lo que hoy es Irak. Los griegos, cuya infantería pesada, los hoplitas, era la más formidable del mundo, ponen en fuga a los persas que se les enfrentan en su sector, pero Ciro sucumbe con los suyos en la parte del frente que asume personalmente, lo que significa su derrota y el fin de su vida y de sus pretensiones. Los griegos se quedan aislados en un reino hostil, a más de 3.000 kilómetros de su hogar. Intentan pactar con Artajerjes para que los deje marchar, y en principio el persa accede, temeroso del poderío del contingente, inferior en número pero muy superior en capacidad bélica a sus tropas. Sin embargo, poco después de iniciar la retirada, uno de los tributarios de Artajerjes, Tisafernes, les tiende a los estrategos o generales griegos una trampa que le sirve para desembarazarse de ellos. Descabezados, los griegos eligen a nuevos jefes, entre ellos Jenofonte, para continuar la retirada y abrirse camino por la fuerza, cosa que finalmente logran, llegando hasta las orillas del Mar Negro y de ahí a Grecia.
Hay un pasaje de la Anábasis en el que Jenofonte nos ofrece, quizá sin querer, pero no de manera completamente inadvertida, un breve tratado sobre los distintos tipos de liderazgo. Se trata del perfil que hace de los tres principales estrategos que caen en la trampa de Tisafernes, después de narrar su infortunio.
El primero de los tres era Clearco de Esparta, al que retrata así:
Es fama que decía que un soldado debía temer más a su jefe que al enemigo, si se quería que respetase el turno de guardia, que no acarrease daño a los pueblos amigos o que marchase contra el enemigo sin buscarse pretextos. Así es, en los momentos críticos los soldados estaban dispuestos a obedecerle incondicionalmente y le preferían a cualquier otro. En tales situaciones, decían, su semblante sombrío irradiaba serenidad, y su severidad parecía tornar en determinación frente al enemigo, de modo que lo que antes era brusquedad se transformaba en seguridad. Pero cuando se encontraban fuera de peligro y podían pasarse a las órdenes de otro, lo abandonaban: lo cierto es que no era un tipo amable, sino duro y despiadado.
El segundo, y además el jefe a cuyas órdenes se había incorporado Jenofonte a la expedición, se llamaba Próxeno de Beocia, cuyo carácter describe de este modo:
Sabía manejarse con las personas de bien, pero no era capaz de infundir en sus soldados ni respeto ni miedo, sino que, por el contrario, se sentía más cohibido ante sus soldados que sus subordinados ante él. Además era evidente que tenía más miedo de atraerse la enemistad de sus hombres que el que tenían ellos de desobedecerle. Creía que para ser y parecer un verdadero jefe bastaba con elogiar al que actuaba bien y no alabar al que hacía mal; razón por la que las personas honestas de su entorno le eran adictos, mientras que la gente sin principios actuaba a sus espaldas al creer que era fácil de manejar.
El tercero, Menón de Tesalia, es sin duda el que sale peor parado:
Pensaba que el camino más corto para lograr lo que deseaba era el perjurio, la mentira y el engaño, y que la sencillez y la verdad eran sinónimos de estupidez. Era evidente que no sentía afecto por nadie, y si se declaraba amigo de alguien estaba claro que tramaba su ruina. Jamás se burlaba de un enemigo, pero en sus conversaciones siempre ridiculizaba a cuantos le rodeaban. Nunca ponía sus miras sobre las posesiones de sus rivales, pues pensaba que era difícil apoderarse de los bienes de quien está en guardia; por el contrario, creía que era el único que sabía lo fácil que era hacerse con los de los amigos por el hecho de que no estaban vigilados. Para ganarse a los soldados se las ingeniaba participando en sus fechorías.
De su propio estilo de liderazgo Jenofonte deja múltiples indicios a lo largo del relato. No le tiembla el pulso a la hora de forzar a los remisos, pero tampoco a la de dar él mismo ejemplo: cuando un infante le afea en una cuesta arriba que él va a caballo, se baja de él y toma el pesado escudo del otro para subir el primero aun yendo cargado. Sin embargo no tiene un comportamiento individualista, opaco o autoritario: las decisiones graves las somete con transparencia a la asamblea de la tropa, para que entre todos decidan lo que más beneficia al conjunto. Expone con convicción y capacidad de persuadir sus propias razones, como buen discípulo de Sócrates, pero deja que los afectados sopesen y decidan por sí lo que les conviene. Y cuando al final de la marcha se plantea otorgarle el mando único, demuestra su falta de ambición y lo rechaza alegando que es ateniense, no espartano, y siente que no puede encabezar un contingente donde los espartanos son muchos y tienen un prestigio militar superior. En su fuero interno hay sin embargo una razón aún de más peso, y que no deja de confiarle al lector de su relato: «Cada vez que daba en pensar que el futuro de todo hombre es incierto y que, por tanto, existía el riesgo de perder el prestigio, le embargaba la duda.»
Es de imaginar que más de un líder en ejercicio de su cargo, en estos días, agradecería haber tenido la prudencia y la capacidad de anticipación de Jenofonte para prever esos reveses de la fortuna que pueden dar al traste con el más sólido de los prestigios y no haber aspirado a liderar nada. También es de imaginar, respecto de todos los líderes, los que tenemos más cerca y más lejos, que quienes los enjuician verán en ellos más a un Clearco, un Próxeno, un Menón o un Jenofonte en función de sus simpatías y antipatías, sus afinidades y enemistades. Y quizá no sea posible hallar un líder en el que no se mezclen los rasgos de algunos o de todos.
En todo caso, se me ocurre que lo que importa es que el líder en cuestión acierte a tener claro lo que tuvieron todos ellos —salvo Menón, que intrigó con el persa—. Es difícil expresarlo mejor que Jenofonte, a quien vuelvo a ceder la palabra:
Mientras seáis muchos y estéis unidos, como ahora, estoy convencido de que os guardarán respeto y tendréis lo necesario. Pero si os dispersáis, si dejáis que vuestra fuerza se segmente en distintos pedazos, no tendréis alimento que llevaros a la boca ni posibilidad de salir indemnes.
Conviene destacar que el contingente griego era cualquier cosa menos homogéneo: había espartanos, arcadios, aqueos, beocios, cretenses… Fue la determinación de sus sucesivos jefes de mantenerlos unidos, pese a los intentos de fragmentación que no dejó de haber a lo largo de la marcha, lo que permitió que se salvaran.
También tuvieron claro, en especial Jenofonte, la actitud que debían preocuparse de mantener entre quienes estaban a sus órdenes:
Si alguien les hace cambiar de actitud de modo que dejen de pensar únicamente en lo que les puede pasar y piensen también en lo que pueden hacer, se encontrarán mucho más animosos, porque sabéis perfectamente que no es el número ni la fuerza lo que consigue las victorias en la guerra: sólo a aquellos que con la ayuda de los dioses se lanzan con ánimo resuelto contra los enemigos, la mayoría de las veces, su oponente no logra contenerlos. Quienes en la guerra ansían a toda costa salvar el pellejo, por regla general acaban muriendo de la peor manera y cobardemente, mientras que quienes han entendido que la muerte es común a todos e ineluctable, de uno u otro modo, mientras viven, llevan una existencia feliz.
En estos días ha sido muy criticado el recurso del presidente Sánchez a la metáfora bélica. Incluso se ha mostrado contrario a su empleo el presidente alemán, Steinmeier, que dice, y no le falta razón, que la pandemia es más bien un test de humanidad. A los varios líderes que entre nosotros preferirían no tener la nacionalidad española también les irrita especialmente ver a militares españoles en las ruedas de prensa, y no dejan de señalarlos como una presencia infamante. Para unos y otros, tómese aquí la guerra como alusión, en general, a cualquier clase de desafío a la supervivencia en el que es necesario salir victorioso, y en el que, como no puede ser de otro modo, se pone a prueba nuestra humanidad.
Hoy cumplimos treinta días, el primer mes del estado de alarma y reclusión. El pronóstico del tiempo daba lluvia intensa para toda la jornada. Ha fallado y a mediodía hemos tenido bastante sol. He salido al jardín con Núria y hemos estado un rato jugando a la pelota. Le ha servido a ella para correr y ejercitarse, algo que con siete años necesita más de lo que las circunstancias permiten. A mí, para tomar el sol y pescar algo de esa vitamina D de la que andamos tan faltos todos. Ha sido nuestra pequeña victoria de hoy contra el confinamiento. Lo que hemos podido hacer, olvidándonos por un momento de lo que nos puede pasar.
Por cierto, Anábasis significa en griego subida o ascensión. El relato de Jenofonte podría tomarse, pues, como una aproximación al arte de ir cuesta arriba. Una lectura más que recomendable, para todo el mundo, en estos tiempos.