No faltarán quienes desearían ostentar la condición de rey, en su más terrena y convencional acepción. Disponer de servicio para cualquier necesidad, llevar un tren de vida confortable en residencias de lujo y disfrutar de la prerrogativa de marcharse de largas vacaciones a lugares secretos, entre otros privilegios, son alicientes capaces de despertar la envidia y la codicia de quienes cifren su felicidad en recibir mucho de la vida. Hay sin embargo quienes prefieren buscar la gratificación de sus días en lo contrario: acertar a darle a la vida tanto como sea posible.
Desear ser rey tiene, en el fondo, algo de vulgar, además de tratarse de una pulsión sujeta a controversia. A no ser que uno aspire a representar el papel de los únicos monarcas que gozan incluso de la simpatía de los republicanos: esos Reyes a los que los niños piden con la esperanza de que sus peticiones sean atendidas; esos que nunca defraudan y que otorgando lo que otros anhelan dan sentido a la vez al existir y al querer. Quizá no haya, si se piensa, deseo más alto y admirable que el deseo de ser Rey Mago: uno que no busca ni espera ni necesita la pleitesía de nadie y tiene por única misión aventar la tristeza ajena.
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Precioso.