Los líderes independentistas desplazados a Madrid para el inicio del juicio del 1-O nos han facilitado, seguramente sin querer, una pista clave para interpretar el penoso embrollo que ha terminado fracturando Cataluña, debilitando al conjunto de España y sometiendo a un grupo de personas a la acción de la justicia, con privación de libertad para parte de ellos. Ha venido a resumirse en esa pancarta tras la que se han fotografiado en las inmediaciones del Tribunal Supremo, con una leyenda que presenta firme candidatura a incorporarse a la historia universal de las perturbaciones cognitivas: «Decidir no es delito».
Vamos a ver: pues claro que decidir puede ser delito. Hay decisiones que lo son en todo caso, por ejemplo la de separarle violentamente la cabeza del tronco a una persona. Otras que lo son en función del contexto, por ejemplo, la de ir a un cajero a sacar dinero con una tarjeta: despenalizada si la tarjeta es la de uno, pero penada con prisión si la tarjeta es de otro y el código secreto lo hemos obtenido poniéndole una navaja en el gaznate. Es incluso difícil imaginar decisiones que nunca van a implicar delinquir, porque hasta la más inofensiva puede revestir carácter criminal si se toma con el afán de dañar o coaccionar a otro. El olvido por parte del independentismo embriagado por su propia propaganda de la transitividad de ese verbo que repite como un mantra está en la raíz de muchos de sus males y desatinos.
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