Eso quiere recordar, una vez más. Y para ello, en
lugar de cualquier otra forma de homenaje, se le ocurre que lo mejor es
hacer lo que hizo en tantas ocasiones, reproducir esa rutina cotidiana
del ciudadano de la periferia que es, como ellos lo eran: el rito
populoso y somnoliento del viaje en tren de cercanías, que para ellos,
un día que comenzaba como otro cualquiera, se trocó en algo que apenas
si podemos encerrar bajo un nombre y que sería una frivolidad etiquetar
con adjetivos. En aquello.
En la estación de Las Margaritas, la suya, el tren ya
va lleno y no puede sentarse. Se trata de uno de los convoyes nuevos,
diáfanos en toda su longitud, un modelo diferente de los que todo el
mundo pudo ver destripados por las bombas y que simbolizarán para
siempre en Madrid la memoria del dolor. Pero doce meses después, la
atmósfera en los trenes de cercanías madrileños sigue siendo
circunspecta y sombría. A lo largo de los poco más de quince minutos de
recorrido, el viajero sólo sorprenderá tres conversaciones a su
alrededor: un par de rumanos que comentan algo a media voz, una pareja
de ancianos españoles a los que su presumible dureza de oído incita a
alzar algo más el tono, dos muchachas colombianas que deslizan en el
ambiente grave del tren la melodía caribeña de sus palabras. Los demás
van callados, a lo suyo, ojeando los periódicos gratuitos los más,
leyendo algún libro gordo los menos. El paisaje humano es variopinto.
Gentes de diversas procedencias y razas, de todas las edades, entre los
quince y los setenta y tantos, y de diversa condición y diferentes
oficios. El viajero no puede resumirlos (como hiciera años atrás, en un
desdichado artículo, un reportero seguramente poco habituado a recorrer
según qué zonas y a tomar según qué medios de transporte) como una
mezcla de chachas y albañiles. Hay, sí, mujeres que van a trabajar en
casas, y no poca gente que sigue aportando su sudor al enladrillamiento
imparable de la superficie madrileña. Pero también hay estudiantes,
funcionarios, empleados de banca, de comercio, algún que otro ejecutivo
encorbatado. No se ve ningún millonario, desde luego; pero el resto del
país está ahí, bostezando sobre su periódico o su libro o mirando
ausente las pantallas sin sonido que reproducen una y otra vez la
publicidad de Cercanías RENFE.
Una publicidad digna de comentario, por cierto. En
uno de los anuncios, varios niños pijos, todos vestiditos a la moda o
con uniforme de colegio chic, recorren en fila el círculo rojo
que forma la C del logotipo de Cercanías. En el otro, una mujer que
viaja en tren adelanta a un hombre que decide recorrer en coche la
distancia que separa el centro de la ciudad del barrio suburbial en el
que los dos viven. El objetivo común de ambos: alquilar un ático con
vistas al Retiro que han encontrado en la sección de anuncios del
periódico, y que por supuesto se lleva la chica. Habría que analizar qué
tienen en la cabeza el creativo publicitario y el que aprobó la campaña
para decidir que lo mejor que se les puede mostrar a los viajeros de los
trenes de cercanías, con fines persuasivos, son personajes ajenos a su
modo de vida (los niñitos bien) o que tienen como ideal abandonar esa
existencia que subliminalmente se presenta como indeseable (la mujer que
consigue alquilar un ático céntrico). El viajero, que no es de esos
maniqueos que creen con facilidad en el sadismo gratuito, sospecha que
una vez más se trata de una simple torpeza, fruto de la ignorancia. Para
el creativo y quien lo contrató: algunos vivimos en la periferia porque
queremos, y nuestra existencia, que les invitamos a conocer antes de
hacer la próxima campaña, es, como cualquier otra, una suma de ventajas
e inconvenientes que hemos elegido como seres conscientes y en función
de nuestras posibilidades, igual que ustedes eligieron la suya.
El viaje transcurre con rapidez, ante la mirada ávida
del viajero que desearía registrarlo todo, absorber esa monotonía
archiconocida con la limpieza del que la contemplase por primera vez.
Junto a él, una mujer de mediana edad y aspecto fatigado lee un libro
resobado de páginas amarillentas. Podría ser de una biblioteca pública o
un ejemplar leído varias veces por ella misma. Pasa las páginas sin
mucha convicción, y eso no hace sino excitar la curiosidad de quien la
observa por averiguar qué es lo que está leyendo. Al final conseguirá
ver la cubierta: Lo es, de Frank McCourt. Un par de metros más
allá, un estudiante (lo acreditan su carpeta y su indumentaria) lee otro
libro más pequeño y nuevo: El arte de la novela, de Milan Kundera.
Parece hacerlo con más empeño, sin llegar al entusiasmo: probablemente
sea una lectura obligada. En cuanto a la mujer, ha levantado la mirada
del libro y espía a hurtadillas el diario gratuito de su vecina, abierto
por una página en la que se informa de la Semana de Moda de Beirut en un
recuadro presidido por la estilizada figura de una modelo desfilando con
vestido de seda.
En Villaverde Alto y Villaverde Bajo sube aún más
gente. A partir de esta última estación, en el tren casi no se cabe y
para el viajero prácticamente desaparece toda perspectiva. Uno sólo
puede ver las cabezas de quienes tiene más cerca, y entre ellas, si
acaso y con suerte, un atisbo de ventana. Pasa el tren sobre la doble
serpiente (amarilla a la izquierda, roja a la derecha) de la M-30, que
repta por el puente de Vallecas tan lentamente como de costumbre. Luego
se interna en la zona ferroviaria, donde convergen todas las vías de la
periferia Sur y Este de la capital. Ahora ni siquiera se oyen las
conversaciones de antes, la apretura del vagón las dificulta. De pronto,
en el denso silencio, se dispara la melodía polifónica de un teléfono
móvil, interrumpida en seguida por una voz masculina que grita en alguna
lengua eslava, probablemente polaco (al menos, el viajero cree cazar un
par de vocablos de ese idioma). Con la torpe estridencia propia de
muchos usuarios de teléfono móvil, el hombre sigue vociferando hasta que
se le impone la grabación que por los altavoces anuncia la llegada a
Atocha y el fin de trayecto. Como si todos tuvieran un resorte bajo las
posaderas, los viajeros que gozaban de asiento se ponen súbitamente en
pie. Ahora se trata de tomar buenas posiciones para el transbordo, y no
es fácil.
Cuando el tren se detiene y se abren las puertas, se
comprueba lo que el viajero, sobre su experiencia de otras veces, ya
preveía. La mayoría de la gente se abalanza hacia las escaleras para
cambiar a los andenes 1 y 2, por donde entran los trenes del corredor
del Henares, los que llevan desde Atocha a Chamartín y que el 11 de
marzo de 2004 traían las mochilas mortíferas. Quienes nunca lo han
vivido en carne propia (y en particular quienes nunca lo han vivido
porque van en coche oficial blindado), deberían experimentar alguna vez
lo que significa hacer en hora punta ese transbordo a las vías 1 y 2 de
la estación de Atocha. Hay que ver y sentir la masa humana que se
comprime en las estrechas e insuficientes escaleras ascendentes, en el
poco más ancho espacio de la pasarela, apenas apto para procesar la
riada de personas, de quince o veinte en fondo, que por ella transita
hasta desembocar en el nuevo embudo de las escaleras descendentes; hay
que meterse en la aglomeración que se produce sobre el andén que da a
ambas vías, y que impide ver desde la pasarela un solo milímetro del
pavimento sepultado bajo la compacta nube de cabezas y hombros. Frente a
la multitud bracean como pueden los empleados de seguridad, con sus
chalecos verdes fluorescentes, para impedir que se apelotone
peligrosamente en las puertas de los trenes una vez que éstos llegan.
Hay que estar ahí, para percibir la vulnerabilidad que los terroristas
aprovecharon para multiplicar sin esfuerzo la destrucción.
Pero el viajero no hará, como ha hecho tantos otros
días, el transbordo hacia Chamartín. Se limitará a permanecer en el
andén de las vías 1 y 2 durante varios minutos, viendo los trenes que
llegan, cargan y se van; mirando cómo el andén se llena, se desahoga
momentáneamente (nunca se vacía) y vuelve a llenarse otra vez;
observando los rostros de los viajeros en las ventanillas de los
convoyes: más relajados en los trenes de un solo piso, pero acogotados y
tristes, todavía un año después tristes, en los de dos niveles, donde la
devastación fue doble aquel día.
Después, vuelve a subir a la pasarela para contemplar
el ir y venir de trenes sobre las diez vías. Repara entonces en el
espacio mal iluminado, frío y poco acogedor que es la estación de
Atocha. O mejor dicho, esta estación de Atocha, la de la tragedia.
Porque está la vieja estación de Atocha, la que recuerda de su niñez,
convertida en coqueto jardín tropical, o la novísima del AVE, toda
despejada y deslumbrante para subrayar con el debido lustre el trasiego
de los viajeros de la larga distancia, los de la velocidad y el confort.
Pero ésta, la de estación de Cercanías, con sus trenes rojiblancos que
van y vienen apesadumbrados (aunque la mayoría sean también modernos, y
silenciosos, y limpios), nunca fue y nunca podrá ser ya un lugar alegre.
Siente el viajero, de pronto, algo que ya sintió, en un paraje muy
distinto, de campo abierto y lleno de luz, pero que tiene en común con
éste el eco de una ausencia producida casi por la misma insensatez y la
misma barbarie. Resulta pavoroso pensarlo. Lo que recuerda ahora el
viajero es la primera vez que contempló la llanura de Annual, en el Rif,
donde en el verano de 1921 los marroquíes masacraron a miles de
españoles a los que odiaban como invasores. Al mirar aquel lugar tuvo la
sensación de que lo impregnaban para siempre las almas de aquellos
hombres, caídos por la sinrazón y el desprecio recíproco entre
semejantes. Como impregnan este espacio las almas de los hombres,
mujeres y niños, también españoles (de nacimiento o adopción) muertos a
manos de otros marroquíes cegados por el odio, ochenta años después,
como si de nada hubiera servido el camino recorrido entre tanto. Sólo
algo puede confortarnos: que los españoles de 2004, a diferencia de los
de 1921, no sintieran el impulso unánime de vengar contra todo un pueblo
el crimen de algunos. Que supieran ver que el común de los marroquíes y
el común de los españoles somos víctimas del mismo horror, alentado por
quienes anteponen a la humanidad sus intereses y sus creencias.
Después de experimentar esta incómoda conexión con el
pasado, el viajero sale al vestíbulo y sube hasta el llamado Espacio de
Palabras, el lugar donde los madrileños acumularon velas y testimonios
de dolor durante aquellos días de marzo, y que ahora ocupan dos
asépticas consolas con un escáner adosado y unas pantallas que proyectan
vídeos de recuerdo. Si uno pone su mano en la pantalla del escáner,
queda registrada y se le invita a que escriba algún pensamiento en
memoria de las víctimas. Según informa el monitor (en el que aparece un
inoportuno globo de Windows, el que advierte "Hay iconos sin usar en su
escritorio") ya lo han hecho 56.224 personas. A ellas hay que sumar las
frases que algunos han preferido escribir a mano (y sin la censura del
sistema electrónico, que criba los mensajes) en las columnas que rodean
los aparatos. Hay en esas anotaciones manuscritas espacio para los más
destemplados ("Aznar, tus manos están llenas de sangre"; "200 hermanos
murieron por culpa de una religión absurda y un Dios que no existe"),
para los disparates ("Para apoyar la barbarie que nos rodea"), para las
citas de cantautores ("¿Cuánto tienes que vivir/ para ver la libertad,
/cuántos tienen que morir/ para ver la libertad? -Víctor Jara-") o para
la simple solidaridad ("Familia Etxeberria, Donostia, nuestro apoyo,
handia bat"). En el monitor se suceden las manos blancas y los mensajes
en letras negras: "No tememos, somos más fuertes". "Ojo por ojo y el
mundo acabará ciego". En la pantalla de vídeo aparece en una pancarta
una frase de Gandhi: "No hay caminos para la paz, la paz es el camino".
El viajero permanece ante una de las consolas durante
cerca de un cuarto de hora, inmóvil. En todo ese tiempo, sólo acuden dos
chicas que escriben algo entre risas en la otra consola y una mujer
taciturna que se detiene un rato a curiosear y le observa (al viajero)
como si estuviera haciendo algo raro.
No podemos creer que esto es cuanto queda, como no
podemos creer que la memoria fuera ese bosque postizo ante el que no se
detuvo una principesca comitiva, ni que lo vaya a ser el monumento que
pronto inaugurarán. No, la cicatriz no se puede ver, nunca se verá más
que dentro de los corazones recogidos hacia dentro. Vendrán, en el
futuro, hombres y mujeres que no podrán verla, y para ellos hemos de
testificarla. El viajero sabe que es una tontería, pero pone la mano en
el escáner y forma unas palabras con el teclado de la consola: "Siempre
caen los nuestros. Todos eran nosotros. No los olvidemos. No los
olvidamos". Tan sólo palabras. Desearía tener algo más. Algo.