Creo que no hay duda posible: el peor verano de mi
vida fue el de 1984, porque cuando empezó yo era un gozador
irresponsable, con dieciocho años cumplidos y la cabeza llena de
pájaros, y a mediados de julio me raparon la cabeza, me vistieron con
un uniforme azul y me pusieron a marcar el paso diez horas al día bajo
el inclemente sol de la meseta. No he sufrido un cataclismo estival
comparable a aquél. De la más absoluta libertad, pasé a una reclusión
que duraba de lunes a viernes y que fácilmente podía extenderse al
sábado y al domingo: bastaba con que en alguna revista matinal el
instructor apreciase que tus botas no estaban bien lustradas. Además,
tenías que llevar la mayor parte del día un fusil encima, ir siempre
corriendo de un sitio a otro y limpiar hasta la extenuación cualquier
cosa que pudiera limpiarse: suelos, retretes, perolas, hebillas,
rastrojos. Yo, que a la sazón me creía un joven ingenioso, ilustrado y
prometedor, me vi de pronto reducido a algo cuyo valor era bastante
inferior al de la mierda: un recluta.
Para empezar, los reclutas ni siquiera teníamos
nombre. Nos asignaban un número, por el que, persuadidos de nuestra
insignificancia, llegábamos a llamarnos nosotros mismos. De modo que
yo pasé a ser el número 48, encima par, con la tirria que siempre les
he tenido a los pares. Por ese número se nos pasaba lista, se nos
imponían tareas y principalmente se nos abroncaba. Cuanto más sonaba
tu número, peor. Lo más pernicioso era que se quedaran con él los
veteranos o los desalmados de tu propio reemplazo, que nunca faltaban.
Eso le pasó, entre los del mío, al número 17, a la sazón ostentado por
un recluta especialmente tardo de reflejos. En poco tiempo, ese número
se convirtió en sinónimo de patoso, desgraciado, cabeza de turco.
Al pobre 17 se le ponía la zancadilla durante la
instrucción, se le robaba el gorro, se le hostiaba bajo cualquier
pretexto y se le otorgaba la muy dudosa distinción de ser el primero
en experimentar las novatadas con las que se amenizaban las aburridas
noches en el calor pegajoso de la escuadrilla (que es como en aviación
se llama al dormitorio comunal). Notoriamente se trataba de un chaval
apocado e hipersensible, lo que no era más que un estímulo para darle
más y más caña. Alguno salía a veces en su defensa, pero sin mucha
convicción, porque se le hacía ver al instante, y con toda
contundencia, que no podía lucharse contra la ley de la jauría. Como
tampoco era solución convertirse en un chivato (el pecado máximo entre
la tropa), al final todo se dejaba correr y el 17 seguía recibiendo.
En definitiva, terminaban pensando muchos, las putadas que él
acumulaba eran putadas que nos ahorrábamos de sufrir los demás.
Todavía me pregunto cómo el 17 sobrevivió a aquel verano, pero el caso
es que lo hizo. En rigor, él es quien debería escribir estas líneas.
Sus recuerdos serían auténtico heavy metal.
Pero bueno, los demás también llevábamos nuestra
ración. A la falta de libertad y los trabajos forzados, entre los que
destacaba la instrucción, la mejor y más meticulosa máquina de
despersonalizar al personal jamás inventada, se sumaba esa terrible
sensación de tener que hacer cualquier cosa que cualquiera te mandase.
No ya los instructores, sino cualquier tarado con dos meses de mili
más que tú. Todas las mañanas, después de la lista y del desayuno, los
veteranos se complacían en acuciarnos con la misma consigna: "Recluta,
a pilotar." O sea, a limpiar la porquería de todos. Era un chiste mil
veces sobado, pero seguían riéndose como si acabaran de descubrirlo.
"Esto es aviación, recluta", decían, "aquí se pilota que te cagas."
Otra delicia de la vida del recluta era la menguada
compasión que en general encontraban sus errores. Los menos dotados
para el aprendizaje carecían del apoyo psicológico personalizado que
recomienda la moderna pedagogía. Como sustitutivo, se les ridiculizaba
en público, lo que a veces, porque Dios gusta de escribir recto con
renglones torcidos, podía constituir una forma de justicia. Me estoy
acordando del día en que el 45, el más constante y entusiasta
torturador del 17, fue obligado por un instructor a demostrar ante
todos los demás sus lamentables dificultades para leer en voz alta.
Advertida la debilidad del sujeto, el instructor le hizo leer dos
páginas, que acabó sudoroso y con el rostro convertido en un pimiento
morrón. El auditorio, como un solo hombre, reprimía apenas la
carcajada.
En suma, aquel verano azul me sirvió para convivir
intensamente con sádicos, ignorantes, gente a la que le olía el
aliento, gente a la que le olían los pies, lanzapedos, roncadores,
camorristas y hasta delincuentes reincidentes y politoxicómanos, que
de todo había en aquella bendita escuadrilla. Allí era donde cada
noche me abandonaba en los brazos de Morfeo, sin saber si de ellos me
arrancaría la corneta que tocaba diana a las seis y media o un balde
de agua helada a las tres de la mañana.
Y sin embargo, y aquí es donde vuelvo a lo que
decía al comienzo, con la perspectiva del tiempo transcurrido me
siento incapaz de afirmar que lamento haber tenido aquella
involuntaria experiencia. Lo cierto es que aquel verano, mientras
corría, fregaba y daba panzazos como un gilipollas, conocí a mucha
gente que ni siquiera sabía que existía; gente que no pertenecía a mi
mundo y cuyo trato me ayudó a descabalgarme de la nube en que había
flotado hasta entonces. Muchos eran tipos sin suerte, semianalfabetos,
casi sin esperanza. Tipos que no habían tenido ni tendrían nunca las
mismas oportunidades que yo, que ni era rico ni me sobraba nada, pero
podía plantearme ir el año siguiente a la universidad en lugar de
tener que ganarme la vida. Había gente que no era buena, incluso gente
mala de cojones, para qué vamos a engañarnos. Pero la mayoría era
gente como cualquier otra, mezquina y generosa a partes iguales, o
según las circunstancias. Por ejemplo el 31, un pastelero de 130
kilos, tirador infalible, mafioso y traficante de hachís, que tenía la
taquilla llena de libros y me los prestaba cuando yo me acababa los
míos. Los que me gustaban, me obligaba a quedármelos. Gracias a él
leí, entre otros, Rebelión en la granja.
Aviación, por otra parte, no era la Legión. Los
instructores nos daban tralla, sí, pero nunca o muy pocas veces nos
llevaban al límite. El sargento, cuando se le trataba, era un
individuo bastante humano y bondadoso. Por todo ello, tiendo a creer
que mi interludio militar fue una forma llevadera de mejorar mi
deficiente y parcial visión del género humano, que siempre resulta
útil, y de aprender a vivir siendo el último mono, que en mi humilde
opinión lo es aún más. A todo el mundo debería dispensársele alguna
dosis de esa medicina. Ayudaría a muchos imbéciles a controlar el
impulso de darse importancia.