1. La visión
Soy un hombre gordo. Y no me engaño al respecto.
Un momento, parece que no me ha entendido bien. Antes
de que siga mirándome así, se lo explico. No insinúo que el dato de mi
gordura pudiera llegar a cuestionarse. Cuando tu perímetro abdominal
supera en treinta centímetros a tu perímetro torácico, hace falta estar
muy atontado para poder sustraerse a la evidencia. Y me he acusado de
ser gordo, no imbécil.
A lo que me refiero es a que nunca me he engañado
respecto de la clase de gordo que soy. Quizá no se haya parado a
pensarlo, pero hay varias clases de gordos. Está, por ejemplo, el
gordito feliz, ese que anda siempre con un trotecillo ligero, el culo
respingón y la barbilla adelantada, como si la panza tirara de él hacia
algún sitio. Está el gordo bondadoso, ese que sonríe a todo el mundo y
deja que los niños se suban a él, para disfrutar de la cálida envoltura
de su cuerpo mullido y acaso mearle encima. Está el gordo atribulado,
ese que camina despacio, bamboleándose de un lado a otro, siempre
resoplando y con cara de conflicto interior. Pero yo no soy ninguno de
ésos. De todos los gordos posibles, yo encajo en el prototipo que menos
adhesión suscita. Soy sin duda alguna, y lo admito sin tapujos, un gordo
repugnante.
Creo que en esto de los gordos (y disculpe si le
aburro, pero es un asunto sobre el que he reflexionado mucho, por serme
de tan directa incumbencia) el quid de una correcta clasificación no
está, por cierto, en el calibre corporal ni en el aspecto del individuo.
El calibre puede variarse en poco tiempo con una dieta drástica, y el
aspecto depende mucho de la indumentaria, el corte de pelo y otros
detalles puramente contingentes. Uno no es, por tanto, un gordo
repugnante en función de su tamaño o de su circunstancial falta de
lustre. Observe que yo visto bien y estoy bastante aseado. Tampoco se
trata de una cuestión de actitud, es decir, que no por ser más simpático
se pasa a ser una especie menos abominable de gordo. Todo el mundo es
alguna vez simpático, siempre que se relacione con alguien de quien
espere algún beneficio. En mi opinión, la clave del tipo de gordo ante
el que nos hallamos está, por encima de otros factores, en el origen de
su gordura.
Yo soy un gordo repugnante, ante todo, porque el origen
de mi gordura es repugnante. Y eso no puedo cambiarlo haciéndome los
trajes a medida en Londres, a trescientas mil la pieza, ni observando un
comportamiento exquisito, ni siquiera encontrando entre los endocrinos
de esta ciudad a algún taumaturgo que me ayude a bajar cuarenta kilos y
veinte centímetros de tripa. Mi gordura es el fruto de mis pecados, y
los pecados, aunque uno sea capaz de creer en un Dios que se los
perdone, dejan en la memoria de quien los cometió una huella
irreversible. Sobre todo si son tantos, tan sórdidos y tan reiterados
como los que yo he cometido. Ahora sé, o sé desde hace tiempo, que estoy
condenado a morir siendo un gordo repugnante, y que cada día que me
levante y me ponga desnudo ante el espejo miraré y veré en él,
chorreando de mis michelines, la repulsiva sustancia de mi gordura.
Veré los kilos y kilos de foie que pasaron por
mi estómago; los cabritos, los cochinillos, los chuletones de buey
semicrudos que fueron trizados por mis mandíbulas; los litros y litros
de coñac francés, whisky escocés y vino de Ribera que obligué a filtrar
a mi hígado; las tartas, las trufas, las frambuesas y la nata con que me
relamí, tras arrancarlas de cucharillas de plata, en el sopor de tantas
sobremesas sobre manteles de hilo blanco.
Su cara resulta muy elocuente. Viene a decir: "Son las
tres, no he comido, ¿a qué me tortura ahora con este repertorio de
delicias culinarias?". O quizá algo más simple: "¿Y qué tiene todo eso
de repulsivo?" Elijo la segunda pregunta, y le contesto: lo repulsivo es
la complacencia con que llegué a comer todo eso, y el tamaño que dejé
que alcanzara esa complacencia frente al resto de mi vida. Lo peor de
todo, a fin de cuentas, no es que me haya convertido en un gordo
repugnante. Hasta cierto punto, eso sólo es un síntoma. Lo peor es la
degradación en que dejé que cayera y se aniquilara todo lo que alguna
vez pudo inducirme a respetarme como ser humano. O como ser vivo,
simplemente.
Quiero contarle algo. Anteayer tuve una visión. Fue tan
clara que por poco me deja ciego. Ocurrió en la inauguración de la
exposición, un acto minuciosamente organizado para que tuviera la
dimensión y el esplendor deseables. No me había encargado yo de
prepararlo, pero sé cómo y dónde escoger lacayos y no abrigaba la menor
inquietud sobre el particular. Para que tenga toda la información, le
diré que se trataba de una exposición de fotografía, y que el fotógrafo
era alguien de quien el catálogo afirmaba que poseía un ojo especial
para captar la esencia de los paisajes naturales, el pulso febril de la
ciudad y el alma profunda de los hombres y mujeres sobre los que
apuntaba su objetivo. Con algo más de conocimiento de causa que el
gilipollas muerto de hambre que escribió el catálogo, yo puedo decirle
que las fotografías eran una birria, chapuzas hechas al azar o al paso
en vacaciones apresuradas, sin arte ni intención. Puedo juzgarlo porque
en mi juventud fui muy aficionado a la fotografía, y hasta llegué a
hacer algo interesante. Puedo certificárselo porque el desaprensivo que
hizo las fotografías de la exposición fui yo mismo.
Allí estaban todos. Me refiero a todos los que esa
noche habían calculado que era una buena ocasión para lamerme el culo.
Llegué con mi mujer, una persona siempre malencarada y áspera (aunque
hace treinta años era una jovencita deliciosa), y apenas entramos todos
empezaron a ponderar sin pudor lo guapa que iba. Ella se dejó hacer,
mientras me vigilaba con el rabillo del ojo. Yo me puse a departir con
los que anduvieron más diligentes, Honrubia y Sáez-Torres, dos tipos
listos e ingeniosos que saben cómo adularte sin que resulte demasiado
burdo. Me apetecía.
Fue muy poco después, mientras oía el laudatorio
discurso del profesor de la facultad de Bellas Artes comprado para la
ocasión, cuando tuve la visión que le digo. Vi el desaliño, la torpeza
de aquellas fotos, y de repente, no sé por qué, me acordé de otra: de
una que había hecho de joven en Lisboa, frente al Tajo, una tarde de
tormenta. Aquélla sí que era una obra de arte, y nunca se había
expuesto. Ahora tenía el poder de conseguir que todos se inclinaran ante
mi basura, pero no el de hacer aquella fotografía. Como podía
cepillarme, y me cepillaba, a las modelos más macizas y apetecibles,
pero tampoco podía ya enamorar a una mujer. Me faltó el aire, sentí un
vacío en el corazón. Aunque nadie lo notó, ahí fue donde supe que me
había convertido en un desecho. Y desde entonces, esa conciencia es la
que guía mis pasos.
Soy un gordo repugnante, sí, porque he comido como un
cerdo, pero también porque para conseguirlo he obrado en contra de mis
convicciones, he subsistido sin coraje, he rehuido el sacrificio y he
dejado que mi existencia fuera todo lo que no había planeado el muchacho
libre y generoso que algún día fui.
Ya está. Ya lo he dicho. Esto es lo importante, lo más
importante de toda mi vida. Lo que nunca me había oído decir así, en voz
alta, aunque lo había pensado tantas veces. Lo he dicho. Y es un alivio
inconmensurable, la madre de todos los alivios. Moriré siendo un gordo
repugnante, sí, pero no un impostor.
Ya, ya, comprendo su disgusto. No es esto lo que usted
quiere oír. No es para esto para lo que sigue aquí, sin comer, y tiene
también sin comer a la chica. Lo sé. De lo que tengo que hablar es de lo
otro, del incidente. Muy bien, Señoría, acepto la carga que me
corresponde. Lo mejor será empezar por el principio.
2. La idea
No sé, Señoría, si usted valora en mucho o en poco la
eficacia terapéutica del sueño nocturno. A mí siempre me pareció
inmensa, insustituible, sobre todo en el orden moral. Tras una jornada
desalentadora o aciaga, mi único remedio solía ser derrumbarme sobre la
cama y dejar que el sueño borrara las nubes del horizonte. Nunca he
creído que uno pueda encontrar ayuda en los demás, porque los demás
nunca aciertan a entender debidamente nuestros problemas ni, en el
fondo, tienen otra aspiración que mantener indemne su propia vida. Quizá
por eso preferí confiar siempre en ese tipo que llevamos dentro y que
toma el mando durante las horas de inconsciencia. A él me encomendé, con
una vieja cobardía, cuando llegué a casa tras la inauguración de la
exposición. Pero por alguna razón infausta mi salvador habitual estaba
aquella noche abocado a fallarme, o acaso había sido él mismo, y ésta es
una hipótesis que he considerado con aprensión, quien harto ya de
socorrerme había decidido enviarme una señal de asco ante la ostentosa
exhibición de mis bodrios. En cualquier caso, lo cierto es que el sueño
no reparó en absoluto mis heridas. Al revés.
A la mañana siguiente llegué a mi despacho con el
cerebro embotado, los ojos escocidos y un humor de perros. Lydia, mi
suntuosa secretaria, se olió la tostada al instante y procuró reducir al
mínimo el contacto. Me trajo la carpeta de las firmas, los diarios de la
mañana ya explorados y la agenda de la jornada en un pulcro folio
impreso en color. Acto seguido desapareció, dejándome envuelto en un
jirón del costosísimo aroma francés que le sufrago, como sufrago su ropa
de alta costura y sus productos hidratantes. La presencia de Lydia es un
elemento cuidadosamente calculado para proporcionarme confort. Pero
aquella mañana su mirada ausente me produjo un violento acceso de
acidez.
Mientras devanaba el vago pensamiento de ponerla en la
puta calle, porque a fin de cuentas Lydia ya ha cumplido los treinta y
comprarme otra más joven que estuviera igual de buena supondría un gasto
irrisorio, aparté la carpeta de las firmas y manoseé mecánicamente los
diarios. Mis dedos toparon con uno en el que había una página marcada
con una pestaña adhesiva de color rosa. Tiré de ella y apareció ante mis
ojos algo que me puso el estómago del revés. Bajo una inmensa
reproducción de la más tosca de las fotografías de mi exposición, podía
leerse a cuatro columnas una reseña del magno acontecimiento. Conocía a
quien la firmaba, por supuesto. Uno de esos vagos inmundos que no saben
hacer nada útil y que con tal de no trabajar maniobran como anguilas,
bajo coartada de sus presuntos saberes, para acumular canonjías
confortables. El individuo en cuestión hoza a mis expensas como director
de una de las fundaciones culturales que instituí para disfrazar gastos
y ahorrar impuestos. Yo no le había pedido que escribiera aquello, pero
él sabía que acaso lo esperaba y se había apresurado a alumbrarlo y
hacerlo publicar.
Me precio de tener buena memoria, y no es vana
presunción. A esa facultad debo mi brillante expediente académico y no
pocas de las ventajas de las que he disfrutado en la vida. En este caso,
me vale para algo mucho menos provechoso: para acordarme palabra por
palabra de lo que escribía, con la más jabonosa de las intenciones,
aquel docto soplapollas. Le citaré el comienzo.
Para quienes ya conocíamos a Roberto Viana como
poeta (recordemos su celebrado Las aristas de la esfera),
ensayista (de obligada cita su crucial El mono perplejo - Sobre la
trascendencia en la sociedad postmoderna), dramaturgo (con aquella
pieza memorable, La claudicación de Angus) y artista plástico
polifacético (con numerosas y variadas exposiciones en su haber), no
constituye en el fondo una sorpresa asistir al sutil despliegue de
talento y observación de la realidad que representa la exposición
fotográfica retrospectiva (1980-2000) inaugurada ayer en la sala de la
Fundación Marga Sarabia de Viana. Aproximándose al ideal de hombre total
de Leonardo, este notable artista e intelectual, a la vez que conspicuo
empresario, nos muestra en el centenar de fotografías que reúne la
exposición que, al margen del medio elegido, la única sustancia
artística de primer orden es la mirada que hay detrás de la obra. No
carece desde luego Viana de la pericia técnica que inexcusablemente
exige la empresa de convertir en instantánea el objeto de su
observación; pero por encima de todo impresiona y conmueve…
Para qué seguir. El resto puede imaginarlo, supongo. Lo
que quizá no imagina es el sentimiento que me produjo su lectura. Se lo
diré: furia. Una furia encendida, enorme, ominosa.
Los elogios que acabo de recordar, y los que venían
después, al extender su desmesura no sólo a mis horrores fotográficos,
sino a todos los demás abortos que en mi condición de hombre importante
y caudaloso subvencionador de parásitos he podido hacer que me toleren y
me aplaudan en los últimos años, me sonaron a lo que en el fondo eran:
un sarcasmo descomunal. Como si aquel pelotillero, en primer término, y
con él muchos más, encontrasen una secreta diversión a costa de que el
infeliz de Roberto Viana practicara el vicio patético de darse
importancia, en todos y cada uno de los campos en los que había aspirado
alguna vez a ser algo y había terminado siendo un mediocre digno de
conmiseración. Era como el sesentón estúpido que descubre de pronto que
la chica de veinticinco años que consiente en yacer con él y llamarle
cariño, en realidad lo desprecia y aprovecha cuando sale de
compras con sus amigas para burlarse de los cómicos esfuerzos del
decrépito tigre por parecer un amante volcánico. No me dolía ni me
humillaba que se riera de mí un gusano como aquél. Lo que me daba por
culo, sobre todo, era haberme colocado yo, al amparo y con el concurso
de mi poder, en la situación de ser compadecido por cualquier
mamarracho. Nada de eso habría sucedido si hubiera pagado a un negro
para que escribiera mis poemas o le arreara al mármol. Habría sido un
antojo nimio, como ir de putas o comprar un Jaguar. Lo bochornoso,
Señoría, era que lo había hecho yo, y que lo había hecho con la ilusión
(espuria, insostenible, grotesca) de estar cumpliendo viejas
aspiraciones.
En condiciones normales, habría dado salida a mi ira
aplastando como una cucaracha a quien la había desatado, con culpa o sin
ella. Pero el hecho de que el firmante de aquel artículo siga siendo
todavía hoy el director de la Fundación Educativa Viana, acredita que lo
que me estaba sucediendo no era normal. Lo que resolví, al cabo de media
hora de concienzuda meditación, fue también algo insólito; algo que
tenía que ver con lo poco valioso que había poseído y extraviado por el
camino. Así fue como surgió, Señoría, la idea que al final había de
conducirme hasta aquí.
Llamé a Lydia y le di dos órdenes. Una, que cancelara
toda aquella mierda de colores que se leía sobre el folio impoluto que
me había pasado al principio de la mañana. Dos, que me localizara a
Bernabé Timón y Alfonso Inurria y me pusiera a la mayor brevedad con
ellos. Lydia apuntó sin pestañear el primer nombre, pero el segundo hizo
que sus bien delineadas cejas se alzaran medio centímetro. Dejó pasar
unos segundos y con su voz cristalina murmuró: El señor Inurria, ¿de
dónde? De otro mundo, le contesté, y dejé que se jodiera. Si no era
capaz de encontrarlo con esa pista, aceleraría su reemplazo por una
ninfa de última generación. Ya estaba bien de darle carrete a aquella
sabihonda.
3. Aquellos que fuimos
¿No ha querido nunca retroceder en el tiempo, Señoría?
Yo sí. Hasta los treinta o los treinta y cinco lo deseaba
constantemente. Oía una música de antaño, pasaba por un paraje de mi
adolescencia, veía a una chica que se daba un aire a otra chica de
entonces, y me entraba un ansia irrefrenable de acariciarla y de sentir
la dulce impunidad de aquellos años más jóvenes. Entre los treinta y
tantos y los cincuenta, dejé de sentir esta pulsión retrospectiva.
Muchas cosas requerían mi atención en el presente, y muchas apetencias
de juventud parecían ser realidades en mis manos. Tenía éxito, conducía
buenos coches, usaba buenas mujeres. Ahora que voy a cumplir cincuenta y
uno, regreso al principio. Me dejaría cortar cualquier cosa, con tal de
volver a tener dieciocho años e intentarlo otra vez. Con menos suerte,
con más verdad.
Bernabé Timón y Alfonso Inurria, los dos fantasmas que
le había pedido a Lydia que convocara a mi teléfono, eran mis camaradas
de entonces. Con ellos había ocupado un banco en la facultad, había
rodado por mil tugurios, había compartido chicas estrechas y esquivado
gozosamente las largas porras de los grises a caballo. Con ellos había
hecho todos los planes después incumplidos, y también los que en
apariencia habíamos logrado sacar adelante. A los tres nos gustaba
escribir poemas, hacer teatro y ver películas francesas. Los tres
creíamos en la redención de los humildes, el desmantelamiento del poder
inicuo y la evaporación de las aguas heladas del cálculo egoísta, en las
que según Engels y Marx el capitalismo había sumergido a Europa y a
Occidente. Y los tres lo habíamos traicionado todo luego, cada uno a su
manera.
Para Lydia lo más fácil era pasarme a Bernabé. Lo logró
a los dos minutos escasos. Con él hablaba a menudo, porque teníamos
algunos asuntos a medias, y también nos veíamos ocasionalmente. A
Bernabé le había ido casi tan bien como a mí. La única diferencia era
que él no estaba gordo, porque siempre había sido un maniático del
deporte y del cuidado corporal, pero tampoco era ése un matiz demasiado
significativo. Gordo o flaco, Bernabé también se había convertido en un
miserable. Como yo mismo, era un individuo ególatra, adocenado y
satisfecho. Cuando oí su voz en el auricular, tuve que hacer un esfuerzo
para saludarle como siempre, quiero decir como siempre en los últimos
tiempos, porque no estaba pensando en él, en el correoso y monótono
tiburón la construcción que ahora era, sino en aquel insensato
irresistible que con veinte años me había contagiado, entre otros, el
gusto por mear contra todo lo que simbolizaba autoridad, desde el
pedestal de la estatua de Franco en Nuevos Ministerios hasta la pared de
la Real Academia Española de la Lengua.
Pese a todo, me sobrepuse y conduje en seguida la
conversación, porque todavía hay mañas en las que soy diestro, hasta el
extraño punto que me interesaba. Cuando le hice mi proposición, Bernabé
se quedó completamente descolocado. No esperaba menos. Era una
extravagancia absoluta, algo que casi podía hacerle recelar de mi salud
mental. Así pareció considerarlo durante unos segundos, pero no permití
que se recreara en ello. Le ataqué con una de nuestras consignas de
entonces, una que todavía, aunque quizá por razones distintas de las
originarias, podía seguir teniendo sentido para él. Frente a sus dudas,
alegué el viejo conjuro: ¿Qué te lo impide? Y añadí: ¿O es que
acaso te da miedo?
Aunque no demasiado convencido, Bernabé sucumbió a
aquel astuto planteamiento de la cuestión. Quedamos a las seis. Sólo me
faltaba que Lydia encontrara al tercer mosquetero.
Lo consiguió a los quince minutos. La verdad es que no
era del todo difícil, aunque Lydia no tuviera ni la más remota idea de
quién era Alfonso Inurria. Aparte de ostentar un apellido infrecuente,
poseía un número de teléfono que constaba en los repertorios de acceso
público y que no habría podido dejar de constar. Era el número de su
despacho de abogado laboralista.
Ese título, "abogado laboralista", era la coartada de
Alfonso para seguir creyendo en su romanticismo. Estaba en magníficas
relaciones con la cúpula de un sindicato, para el que defendía
personalmente las grandes cuestiones, conflictos colectivos de postín y
negociaciones con la patronal. Pero su despacho, una máquina potente y
bien engrasada, ventilaba todo tipo de asuntos individuales, siempre que
fueran lucrativos. Y solían serlo, porque para eso tenía a varios
pasantes con sueldos de miseria, que eran los que se encargaban de los
despidos de pringados, y a tres o cuatro ayudantes mejor pagados y más
curtidos, especialistas en los rentables despidos de pudientes o la no
menos rentable representación de los intereses de las empresas. Lo
gracioso del caso no era que el despacho de Alfonso defendiera a unos y
a otros, a los que despedían y a los que eran despedidos. Ambas eran
actividades lícitas, y ambos tenían derecho a un abogado. Lo hilarante
era que siguiera yendo de Robin Hood, y que las cuatro o cinco veces que
habíamos hablado en los últimos diez años se hubiera empeñado en
mantener orgullosamente esa pose frente a mí.
Esta vez no hizo una excepción. Su saludo, una vez que
Lydia se las arregló para ponerme con él, fue escueto e inequívoco:
¿Qué coño quieres, Roberto? Pero no dejé que su dureza me
impresionara. Nunca le había reconocido el derecho a tratarme con esa
displicencia. Me había hecho rico, sí, pero él también, aunque no lo
fuera tanto y prefiriera conducir él mismo su Mercedes. No era porque no
pudiera pagarse un chófer. Él seguía siendo rojo, juraba. Y qué. Yo
también seguía jurando lo mismo, y hasta creyéndomelo. Jurar y creerse
cosas lo puede hacer cualquiera. Si alguien me hubiera dicho que mis
empleados no tenían unas condiciones laborales dignas, habría respondido
con convicción lo mismo que él: que daba empleo en las condiciones que
el mercado me imponía, porque no se puede ir más allá sin comprometer el
futuro del negocio, que también es el futuro de los puestos de trabajo.
En suma, que lo último que estaba dispuesto a aceptar eran lecciones
morales de mi ex amigo y compañero Alfonso Inurria.
Pero de nuevo, como unos minutos antes con Bernabé, no
era aquel Alfonso Inurria, próspero abogado entregado a conciliar en una
benigna imagen de sí mismo sus disyuntivos intereses, a quien tenía en
la mente. Ni siquiera juzgaba esa actitud suya con gran severidad,
porque en el fondo cualquiera, y especialmente cualquiera que haya
cumplido cincuenta años, intenta salvar la cara ante sí mismo y encubrir
sus contradicciones. A quien yo recordaba, a quien yo quería hablar, era
a otro Alfonso Inurria. Al que siempre proponía con una gravedad
enternecedora que teníamos el deber de dejar un mundo menos nauseabundo
que el que nos habíamos encontrado. Al que se sabía de memoria todos los
poemas de Cavafis, y al final de cualquier borrachera recitaba, cómo no,
el que lleva por título Termópilas. Al que le temblaban las
piernas, la voz y todo lo temblable cuando Bernabé le ponía en suerte a
alguna de las turbadoras amigas de su hermana.
A ése le hablé, a ése busqué tras el parapeto de
alambre de espino que tenía levantado el abogado. Alfonso primero se
asombró, luego se burló, después me dijo que no tenía tiempo para darles
caprichos a un par de ricachones. Encajé todos sus sarcasmos, con
paciencia, hasta que le oí decir lo que me interesaba: Está bien, me
lo tomaré como una experiencia surrealista. Colgué con un
irreprimible placer. Lo sabía. Sabía que ninguno, por mucho que se
hiciera de rogar, podría resistirse a la llamada de la selva.
4. ¿Cuánto vale un billete de metro?
La cita era a las seis y la había sometido a una serie
de reglas. Primera y más obvia: venir solo. Segunda: llegar a pie. No
podía impedir que alguno de ellos trajera el coche hasta las
inmediaciones, pero allí donde lo aparcaran se quedaría hasta el día
siguiente. Durante el resto de la tarde y la noche prescindiríamos de
utilizar otro medio de locomoción que las piernas y el transporte
público. Tercera condición: nada de corbata, ni traje, ni cualquier
prenda que se le pareciera. Había que vestir de la forma que cada uno
considerara más informal. Cuarta y última condición: abandonar en casa
las tarjetas de crédito, dejar junto a ellas toda otra documentación
salvo el DNI y abstenerse de transportar dinero en metálico en exceso de
cinco mil pesetas. La suma la había calculado detenidamente, pero
mientras esperaba a mis compadres, bajo el inclemente sol de aquella
tarde de junio, me pareció que les había abierto demasiado la mano. En
realidad debía haberlo limitado a tres o cuatro mil. En fin, ya no tenía
remedio.
El primero en acudir fue, cómo no, Alfonso. Llegó a la
hora en punto. Traía unos pantalones Levi’s descoloridos y enfundaba su
torso, precariamente contenida la barriga, en un polo amarillo
Burberrys. Ah, el campeón proletario. Estaba muy bronceado y lucía en la
muñeca un Lotus de unas cuarenta mil. Pasable, para un resistente de la
utopía marxista-leninista. No salió de las escaleras del metro de Sol
junto a las que habíamos quedado. Vino desde la calle de Alcalá, lo que
apuntaba que había dejado el coche en el párking de Sevilla. Otra
debilidad burguesa.
Alfonso me tendió la mano y se me quedó mirando con
cara de franco estupor. Yo vestía unos pantalones de algodón viejos y
bastante arrugados y una camisa roja de cuadros, sin marca; ésta última
era una prenda amplia y la llevaba con los faldones por fuera. Alfonso
no pudo reprimir el comentario:
-Hostia, Roberto. Pareces un pobre. ¿Es para
despistar?
-Dije que lo más informal posible –respondí-. Lo que yo intento es no
parecer nada. Veo que tú sí tratas de parecer algo.
-¿Ah sí, y qué es lo que parezco? –dijo.
-Mejor lo dejamos correr –dije yo.
Alfonso iba a replicarme, pero en ese momento, justo
por donde él había venido (otro que había usado el párking, deduje)
apareció Bernabé Timón. Su aspecto era digno del meticuloso cuidador de
sí mismo que siempre había sido. Pantalón azul marino de raya impecable,
mocasines color Burdeos relucientes y camisa Polo Ralph Lauren en tono
tostado. Más las gafas de sol graduadas con montura de Armani y el Rolex
de acero inoxidable, ahí estaba, incorregible: un auténtico pimpollo
cincuentón.
-Hola Roberto. Hola Alfonso, cuánto tiempo –dijo, con
una sonrisa perfectamente alineada, nívea y postiza.
-Estás realmente irresistible, Bernabé –reconocí-. Pero
nadie dijo que fuéramos a salir de caza.
-¿Ah, no? –preguntó Bernabé, con aire decepcionado.
Aunque el cabello hubiera huido de su frente y su cara empezase a
deformarse en una caricatura siniestra de su rostro juvenil, todavía no
se resignaba a dejar de ser el terror de las muchachas.
-Está bien –tomé el control de la situación-. Ahora que
estamos todos. ¿Habéis cumplido las condiciones?
-Ya puestos a hacer el chorra, sí -dijo Alfonso, y
exhibió, desafiante, el DNI solitario y un billete de mil duros.
-Sí –aseguró también Bernabé, sin mostrar nada.
Por un momento pensé en registrar a Bernabé, pero me
pareció un acto excesivamente dramático. Creí en su palabra, y de paso
impedí que se planteara la posibilidad de registrarme a mí. Tenía buenas
razones para preferir que no lo hicieran.
-Bueno, ¿y ahora qué? –consultó Alfonso, sin
desprenderse de aquel aire provocador.
Esperaba que se comportara así, por lo menos al
principio, y me había hecho el firme propósito de no irritarme por sus
posibles desplantes. Con toda tranquilidad, expliqué:
-Para que tenga sentido, el ejercicio tiene que ser lo
más fiel posible. Tiene que parecerse, aunque nosotros ya no nos
parezcamos a nosotros, sino a tres dinosaurios engreídos.
-Eh, para –protestó Bernabé-. No hables por los
demás.
-Hablo sobre todo por ti –aclaré, con ironía.
-Un momento, Roberto –se picó-. Hemos venido a
divertirnos, como dijiste. No a que te diviertas tú a nuestra costa.
-Perdona, hombre –traté de amansarle-. Tampoco te
pongas tan susceptible. En los viejos tiempos no lo eras. Volviendo al
asunto. Tiene que ser como entonces. Así que iremos en metro.
Ninguno dijo nada, aunque se miraron de una forma
bastante elocuente. Eché a andar escaleras abajo y los dos me siguieron,
sin mucho entusiasmo. La escena que tuvo lugar poco después, Señoría,
fue de veras memorable. Los tres nos quedamos parados en el vestíbulo de
la estación, entre las máquinas expendedoras de billetes, los
torniquetes y la taquilla a cuyo cargo bostezaba una aburrida empleada.
Entre nosotros pasaban a toda velocidad los viajeros que entraban o
salían y que introducían sus billetes en los torniquetes, cerraban
vertiginosas transacciones con las máquinas o nos dedicaban ojeadas
recriminatorias por estar allí en medio, estorbando. Fue Alfonso el que
preguntó, cándidamente:
-Eh, ¿cuánto vale un billete de metro?
-Ciento treinta pelas, abuelo –le informó al pasar una
quinceañera con un top celeste y un piercing en el labio.
Alfonso no acertó a reaccionar. Nunca fue de reflejos
rápidos. Bernabé y yo nos echamos a reír. Podía hacer quince años que
ninguno de nosotros pisaba el metro. Los tres estábamos tan
desorientados como pulpos en garaje, pero Alfonso resultaba
especialmente desacreditado. Como no llevábamos monedas, fuimos a la
taquilla y allí compramos los tres billetes. Un minuto después, ya en el
andén, seguíamos observándolo todo como si camináramos por los anillos
de Saturno. Y en cierto modo, así era.
Cogimos la línea 3, como habíamos hecho siempre. Seguía
siendo el mismo trayecto, y por tanto debía tratarse de los mismos
túneles que habíamos atravesado tantas veces. Pero los trenes que ahora
recorrían aquella línea eran muy distintos. Parecían menos amplios, o
era que tenían más asientos y menos espacio disponible para los que iban
de pie, como nosotros. Aquél no era, desde luego, nuestro metro. Allí
éramos unos alienígenas, y como tales nos observaban los demás
pasajeros, los que volvían de trabajar, los estudiantes, los muchos
inmigrantes de todas las razas que ahora se veían en el ferrocarril
subterráneo.
Bajamos en la estación de Moncloa, que tampoco era la
de hacía treinta años. Ahora había lo que llamaban un intercambiador de
transportes, un invento que a los tres nos resultaba igualmente ajeno y
en el que nos movíamos con una singular torpeza. Salir al exterior y ver
ante nuestros ojos el conocido camino que llevaba hacia la avenida
Complutense fue un inmenso alivio.
-¿Qué hacemos? –preguntó Bernabé.
-Qué vamos a hacer –repuse-. Lo que siempre hicimos.
Echemos a andar y que las piernas nos marquen el rumbo.
En ese momento volvieron a ser ellos. Los de antes, los
que yo había querido con toda mi alma. Fue emocionante, Señoría. Cómo
obedecieron, cómo se dejaron llevar. Entonces presentí que podría
arrastrarlos sin esfuerzo hasta el final de mi oscuro designio.
5. Era tan dulce
Dejamos que nuestras piernas mandaran, y lo que
hicieron, sin importarles los treinta años transcurridos, demostrando
guardar intacta la memoria que nuestro cerebro apenas conservaba, fue
recorrer el camino que conducía hasta nuestra vieja facultad. Bajamos
por tanto por la antigua ruta del tranvía hasta la avenida Complutense;
en la esquina torcimos a la derecha, rebasamos Medicina, llegamos hasta
Ciencias, cruzamos a la izquierda, dejamos atrás Filosofía y
desembocamos ante nuestro objetivo.
Durante todo este trayecto, ninguno dijo nada. A todos
nos asaltaban en oleadas los recuerdos. Los estudiantes que ahora
caminaban por allí no se parecían en mucho a los de antes en la
indumentaria, pero los tres mirábamos los rostros, todos y cada uno de
los que nos cruzábamos, y en ellos tratábamos de encontrar la imagen, el
rastro de aquellos otros. Buscábamos facciones perdidas, y entre ellas
quizá las que nosotros mismos habíamos dejado de tener. Los estudiantes,
ajenos a la razón de nuestro impertinente escrutinio, nos miraban con
reprobación. Sobre todo las estudiantes, que eran a las que Bernabé
dedicaba un mayor interés. Una de ellas llegó a comentar con su
compañera:
-Eh, mira qué tres. ¿De dónde se habrán escapado?
Hicimos como que no lo habíamos oído. Era triste ir por
allí, por donde tantas veces habíamos ido juntos, sabiéndonos los dueños
del territorio, y comprobar que los que ahora lo eran nos consideraban
una anomalía, unos fósiles fuera de lugar. Era doloroso admitir que era
así, que nos habíamos convertido en tres paquidermos cuya conjunción
resultaba demasiado aparatosa y deplorable para pasar desapercibida.
Pero constaté ambas circunstancias con una íntima satisfacción. Era
precisamente eso, esa tristeza y ese dolor, lo que quería que ellos
sintieran.
Entramos en la facultad. Algo, al menos, no había
cambiado. Seguía siendo igual de tenebrosa. La mayoría de los alumnos
que había por allí, dadas las fechas, entraban o salían de exámenes. Se
percibían los nervios de última hora en los que revisaban a toda prisa
los lóbregos textos subrayados, el respiro de los que habían terminado
la prueba bien, la angustia de los que la habían cagado y tendrían que
volver a presentarse. Una inmensa mayoría de los que allí había eran
féminas. Bernabé observó, complacido:
-No hay nada como Derecho. Y va a mejor. Esto es un
harén.
-Vienen a sacarse el título –dijo Alfonso-. Y son
pragmáticas. Ya ni piensan en los pobres capullos que se sientan con
ellas, sino en quienes puedan darles una oportunidad en la vida.
-¿En alguien como tú, por ejemplo? –pregunté.
Alfonso quiso por un momento ofenderse. Pero hubo de
comprender que su enojo, entre aquellos muros que nos habían visto
despotricar libremente contra todo lo divino y lo humano, habría
resultado demasiado risible, además de una blasfemia contra la sagrada
irresponsabilidad juvenil. Así que sólo dijo:
-Pues sí, por ejemplo.
-Si me dejáis un cuarto de hora, todavía me pesco algo
–fanfarroneó Bernabé, siempre dispuesto a competir.
A diferencia de ellos, yo no tenía ninguna duda acerca
de mi radical inhabilitación para respirar el mismo aire que aquellas
muchachas, al margen de la posibilidad, absurda y delictiva, de valerme
de algún recurso de otra índole para propiciar que alguna de ellas se
aviniera a soportarme. Por eso dije:
-Adelante, Bernabé, te damos el cuarto de hora. Alfonso
y yo lo vemos desde aquí. Y te aplaudimos si lo consigues.
Me senté en un banco. Bernabé se me quedó mirando como
si le hubiera cogido fuera de juego. Sin apiadarme, insistí:
-Lo digo en serio. Nadie te lo prohíbe. Y no tenemos
prisa.
Tenía curiosidad por ver cómo salía del paso. Pero la
defraudó. Dejó escapar una risa nerviosa y dijo:
-Era una broma. No me van las crías.
A otro podía haberle engañado. Pero yo sabía que estaba
representando el papel de la zorra de la fábula, cuando declara que las
uvas están verdes. Pobre Bernabé. Con lo que había sido.
Fuimos al bar. Allí habíamos jugado miles de manos de
mus y bebido metros cúbicos de cerveza, aprovechando todas las clases en
las que un cretino dictaba apuntes que alguna niña con buena letra, y a
la que Bernabé podía engatusar, tomaba religiosamente, eximiéndonos con
ello de asistir a la plúmbea ceremonia. El ambiente estaba bastante
cargado y no fue nada fácil encontrar una mesa libre. Cuando al fin nos
agenciamos una, fui a la barra a comprar tres tercios, que me fueron
despachados con recelo. Pero si habíamos de seguir con el plan, teníamos
que apañárnoslas para eludir aquellas miradas reticentes. Cuando
brindamos los tres, entrechocando los botellines, los que nos rodeaban
nos observaron como a unos intrusos de mal gusto. Lo que éramos.
-Joder, ¿qué hemos hecho en estos treinta años? –dijo Bernabé.
-Eso depende de cada quién –se apresuró a juzgar
Alfonso, con su irreprimible superioridad moral.
-No, no depende –me opuse-. Con los años los tres hemos
hecho lo mismo. Perderlos.
-Es verdad –dijo Bernabé, soñador-. ¿Os acordáis? Desde
que he entrado aquí, no me lo puedo quitar de la cabeza. Era tan dulce
la vida, cuando no teníamos nada más que el tiempo.
-Y principios. Te olvidas de los principios –graznó
Alfonso.
Me había jurado no enfadarme con él, pero estaba
empezando a ponerse fastidioso y eso había que cortarlo de alguna
manera, cuanto antes mejor. Enfrenté su mirada, que era la mirada de un
culpable, y sin concederle ni un segundo le embestí:
-¿Qué principios? ¿Los que tú todavía tienes? Tú ya no
tienes nada, Alfonso. Ninguno en esta mesa tiene nada. ¿Sabes por qué se
perdió la batalla? Porque había gente como nosotros, como tú y como yo,
agitando la bandera. Por eso se fue todo al carajo, porque era un
chiste, porque sigue siendo un chiste. ¿Qué mierda de revolución puede
hacerse contigo y conmigo? Bernabé ha sido mucho más coherente, hace
veinte años que devolvió el carnet y desde entonces ya no hace daño.
Pero tú y yo sí lo hacemos. Porque predicamos y seguimos yendo de
apóstoles, cuando no somos más que Judas Iscariote. Con una diferencia.
Judas Iscariote, por lo menos, tuvo los cojones de colgarse. Tú y yo
seguimos sobando nuestras monedas de plata. ¿Hasta cuándo, Alfonso?
Encajó el chaparrón, sin atreverse a saltar. Sabía que
no iba a hacerlo. Siempre había sido el más cobarde. Al fin dijo:
-No he venido a someterme al veredicto de alguien como
tú.
-Ni yo he venido a juzgarte a ti –repuse-. Todo está ya
juzgado, juzgado y sentenciado. Así que bebe y no digas
gilipolleces.
-Bebed los dos –intervino Bernabé, conciliador-. Si os
va a dar por el petardo ideológico, no va a haber manera de pasarlo
bien. Venga, que dentro de ocho años volvéis a ganar las elecciones.
-Eso, dándose muy bien –apostó Alfonso.
-Las elecciones, puede –admití-. Lo demás, lo que
importa, no lo creo. Pero Bernabé tiene razón. Menos sermones y más
cerveza. Acabaos esos botellines que voy por otros tres.
Nos zumbamos cuatro botellines más por cabeza. Cuando
salimos de nuevo a la calle, a la caída de la tarde, los vapores del
alcohol ya enturbiaban lo bastante nuestra mente. Los tres llevábamos
una sonrisa en los labios. Era tan hermoso, Señoría, estar borracho y
poder mirar aquello como si todavía nos perteneciera.
6. Pillemos unas tías
Tras una breve deliberación, los tres estuvimos de
acuerdo en que lo siguiente era coger el autobús e ir a buscar alguno de
los bares de Cuatro Caminos donde solíamos acabar las tardes. Y eso fue
lo que hicimos. No dimos exactamente con lo que estábamos buscando, pero
un bar en Madrid siempre se encuentra. Allí seguimos bebiendo cerveza y
pedimos de comer algo que estuviera al alcance del menguado poder
adquisitivo al que habíamos acordado limitarnos aquella noche. Comimos
patatas bravas, ali-oli, oreja a la plancha, unos chorizos infames y
grasientos.
-Está divertido, esto de salir con poca pasta –apreció
Alfonso, que por fin estaba borracho-. Pero si seguimos así vamos a
romper la barrera de los cuatrocientos de colesterol.
-¿Tanto te importa? –le pregunté.
-En realidad, no mucho –confesó Alfonso, risueño.
-Oye, Roberto –dijo Bernabé, como si bajara de pronto
de las nubes-. Hay algo que siempre me ha intrigado de ti. Y que siempre
me ha tocado las pelotas, te lo reconozco. ¿De dónde coño sacas el
tiempo para escribir todos esos libros, y para hacer tantas exposiciones
y tantas paridas artísticas? Dime que tienes esclavos. Dime que no tengo
que sentirme como un tarugo.
No me interesaba hablar de aquello, pero ya que me
obligaba, no quise inventar nada. Le solté la verdad:
-Cada día trabajo menos en lo otro. Cada día les hago
menos falta a todas las cosas que he ido acumulando. Andan solas, y creo
que andarían incluso aunque yo no quisiera.
-Ya me explicarás el truco –se admiró Bernabé-. Yo sigo
currando como una puta mula. Catorce horas al día. Y tú, Alfonso, ¿en
qué ocupas el tiempo libre? Porque tú sí que debes de vivir como Dios,
con todos los lilis que tienes para llevarte el despacho.
Alfonso le observó con una mirada bovina y
respondió:
-Salgo a correr con la moto. Tengo una moto de la
hostia.
-Muy bien, colega –aprobó Bernabé-. Como un chaval, di
que sí. Por cierto, ¿tú crees que habría en el mercado una moto que
pudiera llevar encima a nuestro gran hombre?
Me señaló, y los dos estallaron en carcajadas. Debía
aguantarlo, porque así funcionaba el juego. Simplemente alegué:
-A mí las motos me la sudan. Y ya no tenemos edad.
-Bueno, una moto siempre te hace correr la sangre –dijo
Bernabé-. Y eso sí, sirve como nada para ligar, ¿eh, Alfonso?
-Se liga más con el talonario –opinó Alfonso,
sombrío.
Eran las once y habíamos bebido mucho. En las dos horas
que llevábamos en el bar habíamos hablado de las antiguas novias, de las
viejas correrías alcohólicas, literarias y políticas, y de todo lo que
daba de sí nuestra añoranza. Era el momento en que, si no hacíamos nada
para impedirlo, tendríamos que empezar a hablar de nuestros fracasos.
Bernabé ofreció una solución:
-Os propongo algo. Pillemos unas tías.
-Una idea cojonuda –dije-. Pero no tenemos moto ni
talonario. Sólo vuestro vacile y siglo y medio entre los tres.
-Conozco un sitio donde hay posibilidades –dijo
Bernabé.
-¿Quedan en alguna parte tías tan fáciles? –me burlé.
-Vamos –insistió.
-Cerca del metro de dónde –saqué el plano.
-Podemos ir a pata. No nos llevará más de media hora.
Alfonso y yo le seguimos. Ésa era otra de las
convenciones de los viejos tiempos. Seguir al que tuviera más cuerda.
Bernabé estaba en plena forma, o mucho más en forma que nosotros. A mí,
al menos, me vino bien salir al aire libre, y caminar por las calles
respirando a pleno pulmón. Bernabé nos llevó hasta la esquina de
Raimundo Fernández-Villaverde con Orense. Luego subimos casi toda esta
última calle. En una perpendicular estaba el sitio.
-A mí me quedan mil pelas –advertí, al ver la zona.
-Y a mí ochocientas –contó Alfonso.
-Venga, adentro, maricas –ordenó impasible Bernabé,
mientras empujaba la puerta y atravesaba el umbral.
Fuimos tras él, qué otro remedio nos quedaba. Se
acomodó en seguida en una mesa, como un viejo conocedor. Nos unimos a
él, con cierta desconfianza por mi parte, porque acababa de darme cuenta
de la clase de lugar en la que estábamos. No me callé:
-¿Y éste es tu lugar milagroso? Joder, Bernabé, son
putas.
-Pues claro –admitió.
-Muy bien –dije-. Pero así no tiene chiste. Y quién las
paga.
-No te amontones, Roberto –se defendió-. Claro que
tiene chiste. Son putas especiales. No puedes escogerlas tú. Tienen un
arreglo con el dueño, le dan un porcentaje por usar el local, pero no
son sus empleadas. Por eso no se van con quien las quiera, sino con los
que ellas seleccionan. Hay que seducirlas, tío, y si no te molestas te
diré que tu presencia no nos ayuda mucho.
-Suponiendo que me apetezca seducir putas –objeté-, te
olvidas de lo otro. Quién las va a pagar.
-Esto es una aventura, ¿no? –se mofó-. No las
pagamos.
Le observé fijamente. Malinterpretó mi gesto:
-¿Qué pasa, te asusta?
-No –repuse-. Pero no me la das. Como todas, cobrarán
antes.
-Está bien –se rindió-. Llevo doscientos talegos en el
bolsillo.
-No era el pacto -dije-. Para eso, me había quedado en
casa.
-Vamos, Roberto, que no eres mi jefe. No te debo
obediencia. Me pareció que tendría mucho más color con unas cuantas
tías, y no podía estar seguro de nuestras posibilidades. No pasa nada
por hacer una pequeña trampa. Y si te disgusta, te vas.
Sopesé la situación. En el fondo, no tenía más
alternativa que plegarme ante su órdago. Se había reído de mí, había
adulterado mi minuciosa reconstrucción, pero habría una manera de
aprovecharlo y llevarlo otra vez a mi terreno. Por eso capitulé:
-Vale, no la jodamos al final.
Bernabé había dicho la verdad. Allí, eran ellas las que
elegían. Ellas eran mujeres entre los veinte y los treinta y pocos,
muchas con aspecto de sudamericanas, bastante potables en términos
generales. Paseaban entre las mesas examinando a los hombres, y
esquivando a los que les desagradaban. Supuse que a medida que avanzara
la noche bajaría su nivel de exigencia. Pedimos las bebidas, ya sin
reparar en gastos, y a los dos o tres minutos Bernabé tenía a una
sensual venezolana sentada en las rodillas. Otras dos merodeaban por los
alrededores. Era un habitual, la partida estaba amañada. Pero no elevé
la más mínima protesta.
-Seis mesesitos más y me hago con el apartamento
en Caracas –le explicaba la chica a Bernabé, que la escuchaba con amable
atención-. Y me vuelvo allá. ¿Has venido a darme un
empujonsito?
Bernabé le seguía la conversación con soltura de
experto. Una de las amigas de ella se enredó con Alfonso, que la acogió
con el azoramiento que siempre le habían producido las mujeres. Pero le
tiró un par de tragos a su whisky y pronto estuvo jugando también. A mí
terminó por acercárseme una chica al borde de la treintena, no tan
bonita como las de mis compañeros. Ni siquiera respondí a su saludo.
Toda mi atención estaba puesta en alguien a quien acababa de divisar,
escondida en un rincón. Era una chica de dieciocho o diecinueve años, un
ángel caído del cielo a aquella gruta infecta. En sus ojos de cierva
brillaba un pánico perturbador. No había tiempo para dudar, y no dudé.
Me levanté y me fui hacia donde estaba ella. Creo que fue justo en ese
momento, Señoría, cuando decidí todo lo que iba a pasar después.
7. Por siempre jóvenes
¿Está usted enamorado, Señoría? Bueno, no responda si
no le apetece. Supongo que si no lo está, lo habrá estado alguna vez.
Necesito que entienda lo que me pasó. Al ver a la chica, después de
tantísimo tiempo. No se me ocurre otra palabra para describirlo. No me
importa no encontrar otra palabra, tampoco.
No hace falta que le cuente cómo era ella, pero déjeme
recordarla. Cabello castaño claro, ojos negros enormes. De estatura
mediana, hombros pálidos. El pecho escueto, en su sitio y su sazón. Y
aquella mirada, como si estuviera asomada al agujero de una escopeta a
punto de dispararse. La conseguí porque estaba dispuesto a conseguirla
como fuera, y porque ella estaba demasiado anulada para resistirse. Pero
la traté en todo momento con delicadeza, o con lo más parecido a la
delicadeza que un puerco como yo es capaz de mostrar. Eso se lo juro,
Señoría.
La llevé a la mesa donde estaban mis compañeros, con
sus dos cuarteronas exuberantes. Bernabé abrió unos ojos como
platos.
-Vaya, Roberto –dijo-. Qué fuerte.
-¿Cómo te llamas? –le pregunté a ella.
-Ainhoa –murmuró, con una vocecita quebradiza.
-Ésta es Ainhoa –la presenté-. Y éstos son mis amigos
del alma, Bernabé y Alfonso. Y dos amigas.
-Encantada –se la oyó apenas.
-Bueno, ahora que estamos al completo –anoté, sin
perder más tiempo-, creo que tenemos que rematar el homenaje.
-¿Cómo? –preguntó Alfonso.
-Nos falta el colofón –dije-. Propongo que llevemos a
las chicas.
-¿Adónde? –volvió a preguntar Alfonso.
-Ya veo –adivinó Bernabé-. ¿A la estatua o a la Real Academia?
-Tú eliges –le ofrecí.
-¿Qué? –dijo Alfonso, que seguía sin entender nada.
-A la Academia –decidió Bernabé-. Lo otro sería un
lanzazo a moro muerto. No tiene ningún aliciente. Pero la Academia, ya
que contamos con un prolífico escritor en el grupo...
-No hace falta que lo justifiques –le atajé-.
Vamos.
No costó persuadir a las mujeres. Alfonso enseñó el
taco de billetes y recurrió a su savoir faire para convencerlas.
A Alfonso, que estaba totalmente mamado, nos costó un buen rato hacerle
comprender de qué se trataba. Ainhoa se habría dejado llevar a cualquier
sitio, como un cordero. Le estreché la mano, para tratar de infundirle
confianza. Aunque quizá eso la inquietó más.
Cogimos dos taxis. En uno subió Bernabé con las dos
venezolanas. En el otro montamos a Alfonso en el asiento del copiloto y
Ainhoa y yo subimos atrás. El taxista nos observó de reojo por el
retrovisor. Cualquiera que fuera su juicio, optó por callárselo.
Mientras bajábamos por la Castellana, viendo pasar las luces y las
estatuas de las rotondas, me pregunté a mí mismo si iba a tener el
aplomo necesario. Miré el perfil de Ainhoa y me juré que sí.
Bajamos de los taxis en la esquina de los Jerónimos.
Componíamos un grupo inverosímil. Las dos altas venezolanas, los dos
cincuentones presumidos, la tierna muchacha despavorida y el gordo
repugnante y desastrado que era yo. Pero no podía fijarme en eso, ni
dejar que nadie más se fijase. Así que tomé la palabra, porque la
palabra es el único sortilegio conocido para negar lo notorio y hacer
creíble lo que nadie sería capaz de creerse:
-Queridos compañeros, distinguidas invitadas, aquí
estamos. Puede decirse que un hombre resiste mientras resisten los ritos
de su juventud. Confieso que no esperaba que me acompañaríais hasta
aquí. Que os daba por perdidos, como a mí mismo. Pero aquí estamos,
ebrios como legionarios, con estas bellas damas que no habrían
deshonrado una de nuestras viejas noches de gloria. Y aquí os pido,
hermanos, que renovemos nuestro ritual.
-¿No es delicioso, este gordo cabrón? –gritó
Bernabé.
-Cabrón e hijo de puta –murmuró Alfonso-. Pero sí.
Venga, tíos, que voy demasiado ciego, hagámoslo de una vez.
-Antes quiero que nos recuerdes una cosa –le
detuve.
-Qué -suspiró.
-Termópilas -dije.
Alfonso me miró, incrédulo. Pero ya estaba vencido.
-Joder –farfulló-. Cómo iba. Espera. Honor a todos
aquellos que en su vida..., mierda, ...fijaron y defendieron unas
Termópilas. Sin jamás apartarse del deber, justos y rectos en todos sus
actos...
Siguió, a trancas y barrancas. Lo recordó, hasta el final.
En toda mi vida, Señoría, no he escuchado un poema más
formidable que el que salió de los labios de aquel borracho corrompido.
Dejé que me envolviera, mientras luchaba por mantener el equilibrio y
por no perder de vista a Bernabé. Allí estábamos, por última vez puros.
Era un milagro, lo había conseguido.
Fui el primero en acercarme a la pared de la Real
Academia y bajarme la bragueta. Ellos tardaron un poco, y eso me dio la
ventaja que necesitaba. En este punto del relato, Señoría, quizá
necesite usted un porqué. Quizá sea porque espera que voy a dárselo por
lo que ha aguantado usted estoicamente mi narración premiosa y
demencial. No tengo un porqué, sino un enjambre de ellos. Aunque no
espero que ninguno de ellos pueda convencerle. Podría decirle que lo
hice por higiene, porque no era conforme al orden natural que tres tipos
como nosotros tuviéramos todo lo que teníamos, mientras tanta gente
llena de vida y de esperanza carecía de lo más imprescindible. Podría
decir que lo hice por una cuestión de espacio, por todo el hueco que
ocupábamos los tres (yo con mis libros y mis exposiciones anodinas,
Bernabé con sus casas y sus campos de golf, Alfonso con su liderazgo
hipócrita de la difunta izquierda revolucionaria) faltando como faltaba
sitio para otros que tenían algo decente que ofrecer. Podría decirle que
lo hice por una cuestión de justicia, porque hacía años que habíamos
dejado de servir al bien de los demás y a nuestro propio bien, porque
habíamos creído poseer lo que no puede poseerse y eso nos había
convertido en una ponzoña que pudría el aire.
La vida es muy cruel, Señoría. Un día uno tiene veinte
años y siente el pecho lleno de rosas nuevas, de promesas de
regeneración del mundo. Y al día siguiente uno lo ha jodido todo y es la
basura que hay que retirar para que el mundo no apeste.
Pero creo que lo hice sobre todo por ellos, por
nosotros. Quise que el tiempo se les detuviera ahí, meando contra la
pared de la Real Academia de la Lengua, como cuando teníamos veinte
años, mientras dos putas venezolanas y una niña angélica los observaban
estupefactas. Quise redimirlos de todo lo demás, de su mezquindad, de
sus abdicaciones, de su mugre. Quise recordarlos para siempre así,
meándose encima de la autoridad que nos había derrotado, que no era la
de la Real Academia, claro, los símbolos siempre son inocentes, sino la
que prefería que la chusma innoble y sin coraje dictara el curso de las
cosas. Quise, en fin, que siempre fueran limpios e indómitos. Por
siempre jóvenes.
Así que saqué el revólver que llevaba metido bajo el
pantalón, el que la camisa me había ayudado a encubrir y mi abyección me
había enseñado a manejar. Dos tiros en la nuca, no pudieron hacer nada.
Luego metí el cañón en mi boca. Pero no disparé.
Creo que fue lo mejor. Así valgo menos que muerto. Soy
un loco, y mi discurso, un simple delirio. No lo discuto. Sólo quiero
una cosa de usted, Señoría. Que me ayude a darle todo lo que poseo a
Ainhoa. Que no deje que me incapaciten hasta que la donación sea
efectiva. Porque sólo para eso, ya ve, sigo vivo.