1. Apagando fuegos
El policía municipal alzó la mano para darnos el
alto. Era un muchacho de buena planta, llevaba un uniforme impecable y
en la cara el gesto de gravedad que la situación requería. El coche
patrulla junto al que vigilaba, y que mantenía con las luces azules
encendidas a la entrada del campo deportivo, era nuevo y se veía
impoluto. El conjunto formado por agente y vehículo transmitía una
agradable sensación de pulcritud y prestancia.
Todo lo contrario que Chamorro y yo, en nuestro
Toyota Celica negro con spoiler trasero y rayajos surtidos. Por
un momento, el policía municipal debió de pensar que éramos un par de
macarras que nos habíamos equivocado de fiesta. No sabía que nuestro
parque móvil, merced a la providencia del legislador y la penuria de
nuestro presupuesto, procedía de los bienes incautados a
narcotraficantes y otros delincuentes, y que no éramos en absoluto
responsables de la elección del modelo ni del color. Conducíamos aquello
que se ajustaba al gusto de nuestros enemigos, lo que contribuía al
incógnito, sin duda, pero también tenía múltiples inconvenientes. Aparte
de vernos obligados a viajar en un coche negro en el sofocante julio de
Madrid, no podíamos cumplir con las revisiones ni arreglar cada
desperfecto de chapa. Los concesionarios de Toyota, y no digamos otros,
pedían por ambas operaciones mucho más de lo que la unidad estaba en
condiciones de pagar.
No iba a explicarle todo esto al municipal, porque no
le importaba y porque por otra parte Chamorro y yo llevábamos prisa. Así
que saqué la identificación y se la metí debajo de las narices.
-Ah, pasad, pasad –dijo, un poco azorado.
Vi con el rabillo del ojo cómo Chamorro inclinaba la
cabeza y le sonreía. Si lo hacía movida por una ironía maliciosa, o
porque el chico le resultaba atractivo, no intenté averiguarlo.
Guié el Toyota hasta el centro del campo deportivo,
levantando una considerable nube de polvo. Allí, más o menos alineados,
estaban la ambulancia, el Nissan de los nuestros y otros dos coches. Por
lo que se veía, no había llegado aún el juez.
-Soy el sargento Bevilacqua, de la unidad central –le
dije al guardia que estaba de plantón. Apenas miró el carnet, ocupado en
saludarme. Luego se volvió y señaló hacia donde se hallaba un grupo de
seis hombres: tres de civil, agachados sobre un bulto, y un par de los
nuestros y otro municipal, observando.
Los que estaban inclinados sobre el cadáver eran el
médico forense y dos de policía científica de la comandancia. Conocía de
otras veces a uno de los científicos. También él me conocía a mí.
-Coño, mi sargento, cuánto honor –dijo,
interrumpiendo su tarea. El cabo y el guardia que le miraban trabajar
adoptaron una breve posición de firmes y saludaron. No así el municipal.
-Menos cachondeo, Ormaza –le advertí.
-En serio, ¿qué haces aquí? Esto no es nada, un
horterilla al que le han dado plomo por pagar mal o cortar demasiado el
polvo. Mira –añadió, mostrándome un par de papelinas-. Una farlopa de lo
más floja. Si éste era su género, hasta se comprende.
Chamorro buscó mi mirada. A pesar de su impropia y
ruda conjetura, Ormaza tenía razón. Aquél no era un asunto para
nosotros. Se suponía que estábamos para los casos difíciles, los que se
ponían cuesta arriba o los que por la razón que fuera tenían mayor
entidad. A veces la razón que fuera consistía simplemente en que los
periodistas le cogieran querencia a la historia. Pero ni aquello parecía
nada del otro mundo ni en principio cabía esperar más que una noticia a
dos columnas, a todo tirar.
-Estamos apagando fuegos –expliqué, de mala gana-.
Parece que los vuestros tienen prevista hoy una función con todos los
actores y nos han pedido que cubramos este asunto.
-Ah, claro, lo de los rumanos –recordó Ormaza-.
¿Dónde tendré la cabeza? Entonces, ¿vais a ocuparos vosotros?
-En principio.
Eso era lo que me había dicho mi jefe, el comandante
Pereira. Los del grupo de delitos contra las personas de la comandancia
de Madrid tenían pringados a todos sus efectivos en una operación contra
unos rumanos que habían cometido dos robos con homicidio en
urbanizaciones de la sierra. Llevaban semanas preparándola, y no podían
aplazarla. Entre otras cosas, su coronel se había comprometido ante el
delegado del Gobierno a darle el paquete bien atado y envuelto para que
se lo vendiera a toda la prensa, con el objetivo de acallar la alarma
que la actividad de los rumanos había producido entre los pudientes (y
en algún caso, influyentes) vecinos de aquellas urbanizaciones. Y justo
entonces, en el momento más inoportuno, aparecía aquel cadáver en el
campo deportivo de un pequeño municipio del sureste. El coronel había
llamado a Pereira para pedirle el favor, y Pereira no tenía por
costumbre negarles favores a los coroneles. Aunque en la unidad central
tampoco nos faltaba el trabajo. Así había tratado de hacérselo ver a mi
jefe, con la prudencia y la humildad aconsejables, pero su respuesta me
había disuadido de insistir:
-Por lo que me dicen, huele a ajuste de cuentas. En
dos o tres días os lo cepilláis y de paso nos deben una. Venga, Vila,
tómatelo como un paréntesis. No tenemos nada que nos queme.
Así que allí estábamos Chamorro y yo, apartados por
orden superior de los asuntos en los que aún seguían enfrascados
nuestros cerebros, y encarando resignados la perspectiva de tener que
descubrir cuanto antes cómo, por qué y a manos de quiénes había perdido
la vida aquel varón de poco más de cuarenta años, cabello oscuro, y
alrededor de uno ochenta de estatura.
El cabo nos facilitó algunos datos complementarios.
El muerto tenía encima la documentación. Se trataba de Marcos Jesús
Larrea Rebollo, nacido en 1959 en Lorca, Murcia, y residente en El
Ejido, Almería. Habían hecho ya la comprobación de antecedentes: dos
detenciones por delitos contra la salud pública, eufemismo legal para el
tráfico de drogas, pendientes de juicio.
Ormaza y el forense, mientras lo iban viendo, nos
completaron el cuadro. La muerte parecía imputable a un solo balazo en
la nuca. A la espera de extraerle el proyectil, sólo podían decir que
era de buen calibre, un pildorazo mortal de necesidad.
Observé al muerto. Siempre que surge la ocasión (no
siempre, o más bien rara vez asisto al levantamiento de los muertos de
los que tengo que ocuparme), procuro tomármelo con un detenimiento
especial. No sólo por lo que el cadáver dice de cómo fue el homicidio,
cuestión de la que además siempre le informan a uno mejor los expertos,
como el forense y Ormaza; sino sobre todo por lo que puede indicar de
quién era la persona cuando estaba viva. La gruesa cadena de oro, la
camisa de seda desabrochada hasta mitad del pecho y los pantalones de
Marcos Larrea justificaban hasta cierto punto el calificativo que le
había adjudicado Ormaza. En cuanto a su rostro, descompuesto por el
rictus de la muerte, sólo transmitía una muda sensación de horror.
Entre las pertenencias del muerto se contaba un
teléfono móvil. Lo habían encontrado en la chaqueta. El compañero de
Ormaza, por indicación mía, se lo tendió a Chamorro. Mi ayudante, tras
calzarse los guantes, hizo una rápida comprobación.
-Es un modelo barato –dijo-. De los que suelen
comprarse los chavales para usar con tarjeta prepago. Vaya, hombre, qué
mala suerte. Sólo guarda el último número marcado y no tiene registro de
llamadas entrantes. Bueno, menos da una piedra.
Chamorro apuntó el número que le mostraba la pantalla
del aparato y luego lo metió en una bolsita de plástico.
Media hora después, apareció su señoría. Era un juez
sustituto y nunca antes había levantado un muerto, pero gracias al
oficio del forense y de Ormaza la diligencia pudo acabarse decentemente.
Cumplido el trámite, se llevaron el cuerpo y cada uno volvió a su olivo.
En el pueblo había el lógico revuelo y ya se habían presentado cinco o
seis periodistas, de esos jóvenes, inexpertos y mal pagados que tienen
en prácticas en casi todos los medios durante el verano. Los esquivamos
sin mayor dificultad.
Lo primero que comprobamos al llegar a la unidad fue
aquel último número que habían marcado en el teléfono móvil de Marcos
Larrea. Correspondía, inesperadamente, al cuartel de la policía
municipal del pueblo donde había aparecido su cadáver.
2. Un ladrillo
Según pudimos averiguar, aunque nos costó conseguir
que nos lo confesaran, al policía municipal que había llegado el primero
al campo, alertado por los chavales del equipo de fútbol, no se le había
ocurrido nada mejor que utilizar el teléfono móvil del muerto para
avisar a sus compañeros. Por no volver hasta el coche, y por los nervios
del momento, admitió. Era el joven apuesto que nos había echado el alto
a nuestra llegada. No quise hacer sangre, porque no tenía ninguna
utilidad y porque todos somos alguna vez en la vida novatos y metemos la
pata hasta la ingle.
Así las cosas, y en espera de la autopsia y otros
datos del laboratorio, no disponíamos de muchos elementos para iniciar
nuestra investigación. Pero eso no significaba que no hubiera material
que remover. En primer lugar, profundizamos un poco acerca de los
antecedentes de Marcos Larrea. Las dos veces le habían cogido con
cantidades dudosas, de esas que siempre se puede alegar que son para
consumo propio. No podía descartarse que el juez fuera comprensivo y
considerase que el acusado no intentaba traficar, sino que sólo había
acaparado un poco para no sentir la angustia de quedarse sin
combustible. Por lo pronto, Larrea había logrado que le pusieran en
libertad, a la espera de que salieran los dos juicios. Sin embargo, no
dejé de anotar que la segunda vez le habían pillado con más gramos que
la primera. También me apunté, por lo que pudiera valer, el nombre del
individuo junto al que le habían detenido en aquella segunda ocasión. Se
trataba de Raúl Castro Castro, residente como él en El Ejido, con seis
antecedentes por drogas y tres por utilización ilegítima de vehículos a
motor. Era obvio que Marcos no andaba en buenas compañías.
Mientras yo me ocupaba de fisgar en el pasado
delictivo del difunto (o presuntamente delictivo, ya que nunca había
sido condenado en firme), le encomendé a Chamorro la labor más ingrata.
No sólo porque para eso están los galones, sino porque a ella se le daba
mucho mejor aquel menester. A mí nunca deja de resultarme violento
llamar a la mujer de alguien por teléfono para decirle que su marido ha
aparecido panza arriba en un descampado. No puedo evitar pensar que es
una noticia que siempre debería ir uno a dar en persona, para ofrecerle
el hombro a la viuda, si hay necesidad de ello. Pero las cosas son como
son, y cuando la interesada vive a seiscientos kilómetros, ni tenemos
tiempo ni dinero para ir hasta allí, ni es siempre fácil arreglar que
vaya otro.
Después de hablar con la viuda, por espacio de unos
quince minutos, Chamorro vino a darme su informe.
-Larrea salió para Madrid anteayer. Según su mujer,
para tratar unas cuestiones de negocios. Se dedicaba a la venta de
coches. Nuevos y de segunda mano, importados de Alemania. Se dejaba caer
por aquí con relativa frecuencia, por lo visto.
-¿Cómo se ha tomado la noticia?
Chamorro me observó fijamente. ¿Un reproche? Quizá.
-Bueno –dijo-, he tenido peores experiencias. La
primera reacción ha sido el no puede ser, más o menos lo normal.
Después, un silencio espeso, mientras lo asimilaba. Y el resto de la
conversación, una voz débil entrecortada por el llanto.
-¿Le has dicho dónde está?
-Sí, y ya viene. En cuanto deje colocados a los
niños.
-¿Cuántos?
-Dos. Uno de nueve y otro de once.
-Mala edad, para quedarse sin padre.
-¿Y qué edad es buena para eso?
Miré a Chamorro. Me gustaba cuando se ponía cáustica.
-Ninguna –admití-. Puestos a no valer, ni siquiera
vale que el viejo fuera un hijo de perra. Es inevitable echarlo de
menos.
Por una vez, sabía de lo que hablaba. Allá por los
seis o siete años dejé de verle la cara a mi padre y así he vivido hasta
hoy. Pero no era momento para nostalgias. Le conté a Chamorro lo que yo
había descubierto y, con aquellas pocas piezas, la reté:
-A ver, Chamorro, hazme una hipótesis.
Mi ayudante solía aceptar con cierta reticencia
aquellos desafíos. Por un lado era demasiado cautelosa para precipitarse
en sus suposiciones. Por otra, parecía intuir que en mi actitud había
una dosis improcedente de juego y pasatiempo a su costa. En lo que debo
confesar que no iba del todo descaminada, aunque también tenía otro
aliciente: me gustaba cómo discurría. Mostraba un rigor analítico que yo
nunca he podido desarrollar.
-Pues me temo que no tengo ninguna idea muy original
–reconoció-. Como dijo Ormaza, parece lo de siempre. Y encima, el
negocio de los coches de importación. Más manido, imposible.
Era verdad que un porcentaje elevado de los
delincuentes que nos tropezábamos decía dedicarse, o se dedicaba de
veras, al trapicheo de coches de segunda mano; especialmente desde que
en Europa no había fronteras y podían llevarse y traerse sin trabas,
transportando de todo en los bajos o en el maletero.
-¿Y en cuanto al escenario del crimen?
-Puedo equivocarme, pero me sospecho que es el típico
muerto escupido. Vete a saber dónde lo mataron, en realidad.
También de eso tenía toda la pinta. En Madrid, aunque
la jurisdicción del Cuerpo se limita a la zona rural, una buena parte de
los muertos que le tocaban a nuestra gente los hacían en las ciudades, o
en éstas había que buscar las claves para resolver el caso. Es un
fenómeno común a todas las grandes zonas urbanas. Los cadáveres los
escupen a la periferia. O bien se prefiere el campo para consumar a
placer el delito, o bien se va allí para deshacerse con mayor seguridad
del cadáver y despistar un poco.
-Eso sí, el lugar es rarito –siguió razonando
Chamorro-. Aunque el campo no tenga ninguna valla, y aunque de noche
debe de estar bastante poco concurrido, no veo para qué meterse hasta
allí con el coche, dejando además marcadas en la arena las huellas de
los neumáticos, que siempre pueden servirnos para algo.
-Depende de la escenificación que quisieran hacer
–dije.
-De todos modos no lo entiendo.
-También pudieron cargárselo allí. Si alguien oyó el
tiro, pensó en un petardo. Y en cuanto al coche, vete a saber de quién
es.
Ese detalle lo cerramos un poco más tarde. Por el
ancho del neumático y la marca que indicaba el dibujo, era uno de los
que solían montar de fábrica, entre otros, el BMW en el que la víctima
se había desplazado a Madrid. Según nos informaron, había aparecido
carbonizado, esa misma mañana, en la cuneta de una carretera secundaria
a unos diez kilómetros del pueblo.
-Consumidito hasta el chasis –fue la manera en que lo
describió Bermúdez, el cabo de la comandancia de Madrid, adscrito al
grupo fiscal y antidroga, que nos llamó para hacérnoslo saber.
-¿Lo han retirado ya? –le pregunté.
-Todavía no.
-¿Te importa que quedemos para ir a verlo?
-Para nada –repuso Bermúdez-. Los de personas nos han
pedido que os echemos un cable. Y que os transmitamos sus disculpas por
el embolado. La verdad es que andan de culo, los pobres. Esto está ahora
mismo lleno de malos, y sólo hay una traductora rumana. Ya sabes cómo es
la empresa para estas cosas.
Lo sabía, y lo había padecido a menudo. Incluso había
tenido que pagar una vez a una intérprete moldava muy poco bilingüe con
parte del dinero que le había intervenido a su sospechoso compatriota.
Era ilegal, claro, pero el interrogatorio me urgía.
Cuando llegamos al lugar que nos había indicado,
Bermúdez nos estaba esperando dentro de su Fiat Coupé amarillo.
-Hola –dijo, apeándose del coche-. Estaba
aprovechando un poco el aire acondicionado del carro. Hace un calor
insoportable.
Tenía razón. Eran las cuatro y media de la tarde y el
aire abrasaba. La visión de lo que quedaba del BMW de Marcos Larrea
hacía aún más intensa y penosa la sensación de calor.
-¿Lo has registrado ya? –le pregunté.
-Yo no –se encogió de hombros Bermúdez-. El fuego
acaba con cualquier rastro de mi negocio. Os lo dejo a vosotros.
En el maletero quedaban algunos residuos ínfimos de
ropa y de una maleta (los cierres, un asa que no había ardido del todo).
En el resto del coche, lo único que encontramos fue un ladrillo.
-Ostras –exclamó Bermúdez, al verlo -. Ya sé de qué
va la vaina.
3. Como un primo
-Es un truco que se ha puesto bastante de moda en los
últimos tiempos –explicó Bermúdez, mientras se secaba el sudor de la
frente-. Algún listillo se dio cuenta de que si se coge un ladrillo
hueco como ése, se lo envuelve con papel un poco basto y se forra todo
con cinta adhesiva, el resultado tiene más o menos el peso y la
consistencia exterior de un paquete de droga.
-¿Y? –preguntó Chamorro.
-Y ya sólo queda encontrar al capullo que se lo crea.
-Pero el engaño no puede durar mucho –dedujo mi
ayudante-. En cuanto se abre el paquete, da la cantada.
Bermúdez sonrió.
-Ahí está el quid. En no dejar que la víctima lo
abra. Unas veces, se aprovecha la confianza que se ha creado antes.
Otras, el ladrillo sólo sirve para hacerle enseñar el dinero al cliente.
Y en cuanto el timador tiene la pasta en las manos, el incauto está
listo.
-¿Crees que eso es lo que ha pasado aquí? –pregunté.
-Me encaja. El amigo Larrea viene de Almería a hacer
una compra. Exige ver la mercancía. Le sacan el ladrillo forrado. Se fía
de los proveedores, o no se atreve a abrirlo porque es un pardillo y no
está muy acostumbrado a hacer esta clase de transacciones. Trae el
dinero y entonces firma su sentencia de muerte. Pum. No será la primera
vez que haya pasado algo similar.
Siempre es una gran ayuda, poder echar mano de un
tipo con experiencia como Bermúdez. En el trabajo policial, como en la
vida, sirve mucho más lo que has visto que lo que eres capaz de ver. Ya
que estaba allí, traté de sacarle el máximo partido posible.
-¿Y quiénes crees que lo pudieron hacer?
Bermúdez se rascó la mejilla. Tenía barba atrasada.
-Gente violenta, sin ningún respeto por la vida
–dedujo-. Hace falta ser así, para redondear un engaño con un balazo. No
engañan para ahorrarse hacer daño, sino para rematar la faena con la
máxima ventaja. Y una vez hecho, fuera testigos. Lo más probable es que
vengan de un país donde la vida no vale mucho. Ya sabes cuáles son ésos,
y que ahora no nos faltan visitantes.
Sabía, y me fastidiaba. Suele ser mejor que el
homicidio lo cometa alguien integrado en la sociedad, a quien siempre se
puede llegar a través de diversos caminos, desde el contrato de la luz
hasta el recibo de la contribución o el impuesto de circulación de su
coche. Tener que buscar entre extranjeros sin papeles es siempre una
dificultad añadida, aunque haya formas de solventarla.
-Ciérrame un poco el abanico –le pedí a Bermúdez-.
¿De qué país te parece a ti que pueden ser?
-Bueno, por los modos, y pensando en que iban por ahí
de mayoristas de cocaína –razonó Bermúdez-, lo más probable es que sean
sudacas. Colombianos, venezolanos, bolivianos... Pero no puedes
descartar que sean turcos, o búlgaros, o vete a saber.
-O españoles –intervino Chamorro.
Bermúdez asintió.
-Claro. Tarados y cabrones nacen en todas partes.
Pero los de aquí no suelen matar si pueden ahorrárselo. Saben que
estamos nosotros, y que cuando hay un muerto nos lo curramos. En Bogotá
o en Caracas los entierran y se olvidan. Suponiendo que no ande metida
la propia policía, que también sucede. Esto no lo digo yo –alzó las
manos, como disculpándose-. Es lo que me cuentan los angelitos que me
dan de comer todos los días.
Nos hicimos cargo del ladrillo y le dimos las gracias
a Bermúdez. Prometió estar a nuestra disposición para todo lo que
necesitáramos y hacernos saber cualquier cosa que llegara a su
conocimiento y pudiera ayudarnos en nuestra investigación.
Por la tarde nos personamos en el anatómico forense.
Teníamos dos razones para ello. La primera, el resultado de la autopsia,
no se apartó mucho de lo previsto. Marcos Larrea había muerto por una
herida de bala con orificio de entrada en la región occipital. El
proyectil, que había quedado alojado en el cráneo, era de calibre 38. En
su sangre se habían encontrado restos de cocaína.
La segunda razón apareció a eso de las ocho. Venía
cansada, tras el viaje de seiscientos kilómetros, aunque el Audi A6 que
tripulaba dispusiera de argumentos para atenuar la fatiga conductora. La
mujer de Marcos Larrea encajaba con él. Muy bronceada, con escote
generoso y pantalones ceñidos. Debía de haber sido atractiva, en una
región imprecisa entre los dieciocho y los treinta y tantos años. Ahora
empezaba a estar un poco pasada.
-¿Señora Ramírez? –la abordé.
-Sí –repuso, desconcertada.
-Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. O
el sargento Vila, si se le hace más fácil. Me ocupo del caso.
-Ah, mucho gusto.
Me tendió la mano. La tenía algo sudorosa.
-Tendrá que identificar el cadáver. ¿Se encuentra con
ánimo?
-Qué remedio.
Ángela Ramírez se comportó en la identificación como
se habría comportado cualquier otra persona con un dominio normal de sus
emociones. Se esforzó por permanecer entera, se llevó la mano a la boca
cuando vio el rostro sin vida de su marido y, al cabo de unos segundos,
se derrumbó. Chamorro la sostuvo y la sacamos al pasillo. Dejamos que se
calmara antes de interrogarla.
Lo que nos contó entonces sirvió para ampliar y
precisar lo que le había dicho a Chamorro durante la conversación
telefónica. Su marido tenía aquel negocio de compraventa de coches desde
hacía siete años. Les había dado mucho dinero, pero en los últimos
tiempos empezaba a flojear. Había aumentado la competencia, y en El
Ejido la gente andaba lo bastante sobrada como para preferir coches
nuevos, que dejaban menos margen. Usó esa concreta expresión, menos
margen, lo que demostraba que no era ajena a las interioridades del
negocio de su marido. Tampoco parecía una persona demasiado instruida.
Supuse que era una de esas que desarrollan una astucia natural cuando se
trata de dinero.
De los problemas de su marido con la justicia sabía,
claro. Había tenido que contratar al abogado e ir a sacarle las dos
veces. Pero Marcos no era un camello, afirmó, sólo se había habituado a
consumir en la época de bonanza, para relajar la tensión, y al
complicarse las cosas había empezado a tomar más para ahuyentar las
preocupaciones. Ya debíamos de saber cómo iba eso.
Lo sabíamos, naturalmente. En este punto, me pareció
demasiado preparada. Intenté apartarla un poco del guión:
-Y usted, ¿consume también?
Me miró un par de segundos, dudando.
-Alguna vez –titubeó-, bueno, una raya que otra, sí,
pero... No, no estoy enganchada, como estaba él.
-Tenemos razones para pensar que su marido no sólo
estaba enganchado –dije entonces-. Traficaba. Y había venido a Madrid a
comprar género. Una buena cantidad.
Ángela Larrea se quedó sin habla.
-Yo –repuso, a duras penas-, yo no quise saber... Las
cosas no iban bien, había un par de trampas, y Marcos... En fin, qué
quiere que le diga, no puedo discutirle eso. Puede que sí, que...
-¿Y no sabe usted a quién le compraba, habitualmente?
–preguntó Chamorro-. ¿A quién vino a comprarle esta vez?
-No, yo de eso no sé nada, se lo juro. No quería
saber.
-Y a un tal Raúl Castro, ¿le conoce?
Ángela Ramírez abrió unos ojos como platos. ¿Cómo
habíamos avanzado tanto en tan poco tiempo? Su mente se aceleró.
-Sí, a ese Raúl lo conozco, sí –decidió sincerarse-.
Ha venido por casa alguna vez. Siempre le dije a Marcos que se
mantuviera alejado de gente así. ¿Tiene algo que ver con esto?
-Es pronto para saberlo –dije-. ¿Tiene idea de por
dónde anda?
-Pues por El Ejido, supongo. Hace poco salió de la
cárcel.
Parecía claro por dónde seguía nuestro camino. No
había que exprimir mucho más a la viuda, de momento. Le pedimos que
estuviera a tiro de teléfono y le ofrecimos nuestras condolencias.
Antes de separarnos, Ángela Ramírez nos preguntó:
-¿Cómo lo mataron? ¿Por qué?
Le expusimos lo que por el momento era nuestra
hipótesis, sin entrar en demasiado detalle ni hurtarle lo esencial.
-Ya veo –dijo, meneando la cabeza-. Siempre quiso
creerse más listo que los demás. Y al final, ha muerto como un primo.
4. Un cajero automático
Le propuse a mi comandante desplazarnos hasta Almería
para buscar a Raúl Castro e interrogarlo en persona. Con el Toyota
Celica, y si lo localizábamos sin muchas dificultades, podíamos ir y
venir en el día, aunque nos diéramos una paliza mediana. Alguna ventaja
tenía que tener el conducir un coche de chulo de putas.
-En condiciones normales, te diría que sí –respondió
mi superior-. Pero con la mitad de la unidad de vacaciones, prefiero que
lo subcontratéis con nuestra gente de allí. No vaya a pasar algo
imprevisto y nos quedemos en cuadro.
En otra vida, me gustaría ser capaz de comprender a
los jefes. Un día les sobran efectivos para prestárselos al primero que
se los pide y al día siguiente les faltan para lo indispensable.
Llamé a Almería, qué remedio. Hablé con el teniente
López, de la unidad orgánica de policía judicial de la comandancia.
-El Ejido no es nuestro, sino de la pasma –me dijo-.
Ha crecido mucho en los últimos tiempos. Pero bueno, nos arreglamos.
Y se arreglaron, efectivamente. Apenas dos horas
después, me llamaron por teléfono.
-Vila, soy López. Tenemos al sujeto. Acojonadito
vivo, dicho sea de paso. ¿Qué es lo que quieres que le hagamos confesar?
Si te aprovechas, podemos cargarle cualquier muerto que tengáis podrido
por ahí.
Tampoco era cuestión. Le di unas pistas para el
interrogatorio.
Una hora más tarde, López volvió a llamar.
-Oye, un tipo majete, este muñeco tuyo –observó,
ufano-. Y ya me extraña, porque tiene el historial suficiente para que
se le hubiera retorcido el colmillo y nos hubiera enredado más. Eso sí,
te tengo que anticipar que no se ha confesado autor de nada. Pero su
cuento tiene cierta consistencia y puede interesarte.
El cuento de Raúl, en resumen, era como sigue.
Conocía a Marcos Larrea desde hacía dos o tres años. Le había pasado
coca alguna que otra vez, naturalmente en plan colega, y el otro se
había ido aficionando al asunto. Luego a Larrea le había empezado a ir
chungo en el negocio de los coches, y se había ido metiendo poco a poco
en el tráfico, para tapar agujeros. Primero a pequeña escala, y después,
a medida que le iban creciendo los problemas, en mayores cantidades.
Había entrado en contacto con gente de Madrid, para comprar más
mercancía. Por lo que Raúl Castro sabía, hacía un par de días había
quedado con unos sudacas que vendían ya volúmenes importantes.
Importadores, decían; material muy puro y de garantía total. Marcos le
había ofrecido a Castro venir con él y ayudarle a colocar el género
repartiendo las ganancias. Pero a Castro, según sus propias palabras, le
daba yuyu ir a mayores. Pasar un poquito aquí y allá, cuando
había necesidad, vale. Pero subir de nivel era también aumentar el
peligro. Había conocido en la cárcel a alguna gente del escalón
superior, y con ésos no tenía ninguna gana de jugarse los cuartos. Así
que había preferido no acompañar a Larrea. Y eso que el otro le había
insistido, y hasta le había llegado a dar todos los detalles de la cita.
Había quedado con los sudacas en una pizzería de un pueblo de esos que
hay alrededor de Madrid. Recordaba perfectamente la cadena a la que
pertenecía la pizzería y el nombre del pueblo, Getafe. Desde el día
anterior por la mañana, tenía mal pálpito. Si todo hubiera salido bien,
Larrea le habría llamado en seguida. Cuando había visto a los guardias
llamando a su puerta, se había temido lo peor. Al contrario que Ángela
Ramírez, no le extrañaba que fueran por él. Sabía que en nuestros
archivos constaba que había sido detenido una vez junto a Larrea. Y se
maliciaba que si no cantaba todo lo que sabía, podía tener que comerse
el marrón. Así que no tenía nada que añadir. Eso era todo lo que podía
decirnos y si se le ocurría algo más que pudiera interesarnos nos
llamaba inmediatamente y nos lo contaba, faltaría más.
-Y bien, ¿qué quieres que hagamos con él? –dijo
López.
-¿Qué opina usted, mi teniente?
-Creo que es mejor soltarle y darle carrete, mientras
comprobáis la película. Si se la ha inventado, lo veremos por su
reacción.
-De acuerdo. Aunque no estará de más tenerlo
controlado.
-Descuida.
Eran las doce y media. El día estaba cundiendo, y si
nos dábamos prisa podíamos sacarle todavía más partido de allí a la hora
de comer. En cuanto colgué el teléfono, le pregunté a Chamorro:
-Chamorro, ¿te gustan las pizzas?
-Pues no especialmente.
Le tiré las llaves del coche.
-Toma, conduces tú. Vamos a probar cómo las hacen en
Getafe.
-Me explicarás por qué, me imagino.
-Mientras vamos para allá.
En julio, el tráfico de Madrid resulta más insufrible
que en ninguna otra época del año. Desde que la mayoría de los coches
tiene aire acondicionado, o desde que la renta de los madrileños se ha
situado en cotas europeas, la gente le ha cogido una afición a
sacar el coche en verano que a llega a alcanzar tintes catastróficos. Si
se le unen las obras habituales del ayuntamiento, tunelando aquí y allá,
el panorama puede complicarse hasta la pesadilla.
Mientras padecíamos el atasco de salida de Santa
María de la Cabeza, la calle que lleva hacia la carretera de Toledo y
por tanto a Getafe, cortada por obras, Chamorro y yo hicimos una breve
recapitulación de lo que habíamos obtenido hasta allí.
-Una historia bastante patética –opinó Chamorro.
-Las que nos tocan deben serlo, por definición
–observé.
-Sí, pero unas más que otras. Si todo es como
suponemos, me parece una forma realmente estúpida de morir.
-¿Y cuál es la forma inteligente de hacerlo?
-De viejo, digo yo.
-Sí, amargado por todo lo que ya no tienes,
sorprendiendo de reojo el odio de tu nuera y el cansancio de tu hijo.
Chamorro frunció la nariz.
-Bueno, hay quien no tiene hijos.
-Tampoco mejora eso mucho las perspectivas. Menudo
sueño: acabar en una residencia, jugando al parchís con viejos a los que
ni habrías saludado, de tropezártelos veinte años antes.
Se rió. No hay nada como la risa de una chica, cuando
sabe.
-Creo que tú harás un viejo más feliz que todo eso.
-Vaya, no sé si es un halago o es que crees que el
Alzheimer me reducirá a una idiotez reconfortante.
-Es un halago. Bueno, más o menos.
Una de las cosas que he aprendido es que no deben
pedirse aclaraciones a una mujer, cuando se expresa de manera imprecisa.
Y menos si es la mujer con la que trabajas a diario.
Pasamos el atasco, recorrimos algo menos de diez
kilómetros por la carretera de Toledo y llegamos a Getafe. Todo estaba
en obras. Al parecer, construían una nueva línea de metro y una nueva
carretera de circunvalación: el mundo, que seguía progresando, ajeno a
la muerte de un pobre diablo llamado Marcos Larrea, con la que Chamorro
y yo teníamos que bregar.
Sólo había una pizzería de aquella cadena en Getafe.
La encargada era una chica de unos treinta años, que levantaba apenas
metro y medio del suelo pero parecía dotada de una enorme energía.
Dirigía con mano de hierro a la partida de mozalbetes, algunos casi
adolescentes, que trabajaban allí.
-Un hombre alto con unos sudamericanos –hizo
memoria-. ¿Y dice que vinieron anteanoche?
-Sí.
-¿Cuántos sudamericanos? ¿Cómo eran?
-No podemos decirle.
-Verá, sudamericanos vienen muchos. Aquí hay bastante
población inmigrante. Quizá más magrebíes, o polacos. Pero sudamericanos
hay los suficientes como para que no llamen la atención. Esto no es un
restaurante. Aquí la gente entra y sale rápido, a veces. Y sólo vemos al
que se acerca a pedir la comida.
La encargada tampoco reconoció la fotografía de
Larrea. En fin, era frustrante, pero qué le íbamos a hacer. Como se nos
había echado encima la hora de comer, pedimos un par de pizzas.
Mientras las masticábamos (no valían gran cosa, por
cierto) vi que Chamorro se quedaba absorta en algo de la calle.
-¿Qué pasa? –le pregunté.
-Mira ahí.
Me di la vuelta. Estábamos de suerte. Un cajero
automático.
5. El cariño que piden los muertos
Nunca he sentido una especial simpatía por las
entidades financieras, y he de admitir que la poca que me inspiran se
reduce a la mínima expresión cuando anuncian sus impúdicos beneficios.
Pero hay algo que, mal que me pese, debo agradecerles: la precaución de
instalar cámaras de televisión en muchos de sus cajeros automáticos.
Gracias a eso, disponemos de una red de vigilancia que no hemos de pagar
(si fuera así, no la tendríamos) y que permite controlar una porción
nada desdeñable del país. Es verdad que los bancos no son demasiado
proclives a compartir su información con la policía, en según qué casos.
Pero cuando se trata de un asesinato, ofrecen razonables facilidades.
-Por supuesto que les daremos la cinta,
inmediatamente –nos dijo el responsable de seguridad del banco al que
pertenecía el cajero situado enfrente de la pizzería de Getafe-. Eso sí,
les agradeceré que cuando puedan me traigan la orden judicial.
-Se la llevaremos –prometió Chamorro.
La cinta de vídeo respaldó el relato de Raúl Castro.
A las 21.58, exactamente, Marcos Larrea había entrado en la pizzería. A
las 22.12, había salido, en compañía de tres individuos de aspecto
sudamericano que habían entrado a las 21.43. No eran los mejores
retratos que seguramente podían obtenerse de ellos, pero daban para
empezar a jugar. Llamamos en seguida a Bermúdez.
-Buf, la verdad –dijo, después de ver las imágenes-,
ya me gustaría decirte que los tengo fichados, pero ni de lejos. Además,
yo conozco a los narcos, y éstos son timadores y asesinos. A lo peor no
han tocado un gramo de cocaína en su puñetera vida.
-Pues nos das una alegría, francamente –dije.
-Ya quisiera poder serviros de más –se disculpó
Bermúdez-. Lo que sí puedo decirte, si te vale, es que así a primer
vistazo no me parecen colombianos ni bolivianos.
-¿Por qué? –preguntó Chamorro.
-Los colombianos y los bolivianos suelen tener pinta
de indios más o menos puros, y no son muy altos. Aquí hay un par de
buena talla. Y con mezcla de negro, o mucho me equivoco.
-¿Y eso qué te sugiere?
-Coño, Vila, no soy etnólogo. Y ahora hay mezclas de
cualquier cosa en cualquier parte. Pero me da un tufo.
-Tírate a la piscina, hombre, que hay confianza –dijo
Chamorro.
-Caribes –apostó-. Venezolanos, por ejemplo. No te
digo que no puedan ser también colombianos, de todas formas.
-Bueno, algo es algo -concluí.
Despedimos a Bermúdez con una decepción sólo a duras
penas reprimida. Chamorro dio en manifestarla en voz alta:
-Bueno, mi sargento, el camino largo.
Los dos sabíamos lo que eso significaba. Empezar a
repasar fichas y fichas de malvados, con el temor siempre presente de
que ninguno de los que buscábamos estuviera en nuestros archivos. El
trabajo tedioso e inseguro: no había nada que pudiera exasperarme más.
Por suerte, tenía a Chamorro, que era paciente y sabía mantenerse
despierta mientras hacía algo aburrido. La falta de esa virtud me
convierte en un policía muy deficiente. Siempre intento buscar un
itinerario que resulte más ameno.
-Otra posibilidad es informarnos con la policía de
los sudamericanos sospechosos que vivan en Getafe –pensé en voz alta.
-¿Y por qué habrían de vivir allí? –cuestionó
Chamorro.
-Bueno, es una posibilidad, ¿no?
-¿Tú quedarías con alguien al que piensas matar en el
pueblo en el que vives, pudiendo elegir otro? –se burló.
-Yo nunca mataría a nadie, pudiendo evitarlo.
-Es un suponer, hombre.
-Está bien –me rendí-. Vamos, a las putas fichas.
Una buena parte del trabajo policial no merece ser
relatado. Ni las horas frente a la pantalla, ni el papeleo permanente.
Mientras Chamorro miraba fichas, yo me encargué de documentar, para
incorporarlo a la carpeta de aquella investigación, todo lo que habíamos
hecho hasta allí. Me daba una pereza incomensurable, pero ya que estaba
en un tiempo muerto, sabía que agradecería más adelante haberme sacado
eso de encima. La experiencia, al menos, me había enseñado a sintetizar
un interrogatorio de una hora en un par de folios. Prescindiendo de la
hojarasca y a la vez sin omitir nada que pudiera serle útil a quien
tuviera que continuar con aquella investigación, si a Chamorro o a mí
nos pasaba algo, o nos metían en otra juerga, o nos íbamos de
vacaciones.
Nos dieron las siete y pico. Yo ya había terminado
los deberes y Chamorro estaba borracha de ver rostros torvos de
sudamericanos. Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro.
-Déjalo, Virginia. Tardaremos un día más. Qué le
vamos a hacer. Y si la faena que nos han regalado se pone demasiado
pesada, le pediré a Pereira permiso para devolvérsela a sus legítimos
dueños. Ya habrán acabado con los rumanos, digo yo.
Chamorro se restregó los ojos. Siempre me parecía que
tenía algún leve defecto visual, una pizca de astigmatismo tal vez. Pero
por mucho que le insistía, ella se negaba a ir al oculista. Por
coquetería, sospechaba. Con veintiséis años recién cumplidos, Chamorro
estaba todavía en edad de ligarse un buen novio.
No me parecía que yo entrara en esa categoría, ni por
otras razones, entre ellas el mejor cumplimiento de nuestro deber, me
postulaba para tal honor. Sin embargo, creí que podía invitarla aquella
tarde a tomar algo. La jornada había sido intensa y merecíamos un
respiro. A Chamorro no le pareció mal la idea.
Fuimos al lugar habitual. Por la proximidad a la sede
de la empresa, estaba lleno de picolicie. Mejor, porque la
abundancia de testigos acreditaba la inocencia de mis intenciones.
-Esto se nos está empantanado –juzgó, dándole vueltas
a su cerveza-. Con lo bien que parecía que iba.
-Bueno, todo tiene sus aristas –dije-. Me da la
impresión de que hemos pecado de optimismo. Creímos que esto estaba
hecho, en cuanto nos encajaron dos piezas. Y además, tenemos la cabeza
en otras cosas y queremos quitarnos ésta de encima en seguida. Es lo que
espera el comandante. Mala técnica. Cada muerto quiere sus mimos. Puede
que tengamos que ir a Almería, tomarnos un poco de tiempo. Y si no, más
vale que lo devolvamos.
-Pereira no lo devuelve ni de coña. Ni aunque se lo
pidan. Sólo lo soltará hecho y terminado. Así que ya sabes.
Lo sabía, desde luego. Y eso era lo que más me
molestaba. Por alguna razón, sentía que aquel muerto no era mío. No
llegaba a cogerle afecto, como me suele pasar. Pero no podía sacudírmelo
de encima, así que tenía que esforzarme por aceptarlo.
-¿Adónde te vas de vacaciones? –le pregunté a
Chamorro, por cambiar de tercio.
-Adonde siempre. A San Fernando, con la familia.
-¿Es bonito, San Fernando?
-Psé. A mí no me disgusta. Playas no faltan, allí o
cerca. ¿Y tú?
-Yo qué.
-¿Te vas a alguna parte?
No lo había pensado. Suelo no pensarlo, hasta el
final. Por eso siempre me coge el toro, y tengo que improvisar cualquier
plan de emergencia. Cada año noto que me voy haciendo viejo para seguir
estando solo, sobre todo en verano. Pero las veces que he intentado no
estarlo siempre se ha acabado yendo todo al cuerno. El cariño y las
atenciones que te piden los muertos se los acabas robando a los vivos.
Tendría que cambiar de trabajo, y a estas alturas de la película no me
imagino haciendo otra cosa.
-No lo sé –dije-. Creo que me iré a Ibiza, a ponerme
ciego de éxtasis y cepillarme unas cuantas veinteañeras colgadas.
-Si no supiera cómo eres en realidad, diría que eres
un cerdo.
-¿Y cómo soy, en realidad?
El sonido de mi teléfono móvil interrumpió aquella
interesante sesión de confidencias. Era Bermúdez.
-Vila, se está poniendo de moda quemar coches –me
anunció-. Acabamos de encontrar otro, pero esta vez en la punta
contraria, el noroeste. Mucho menos llamativo, un Renault Laguna. Hay un
detalle, quizá no signifique nada. Robado anteayer en Getafe.
6. Una idea perversa
El Renault Laguna carbonizado había aparecido en un
camino poco transitado, en un tramo que discurría por una especie de
hondonada. Golpeamos generosamente los bajos de nuestro Toyota para
poder llegar hasta el lugar. Bermúdez iba delante, sometiendo a idéntico
castigo a su Fiat amarillo.
-Anda, es el modelo nuevo –dijo Chamorro, mientras
examinábamos el vehículo, o mejor dicho, lo que quedaba de él.
-Sí –confirmó Bermúdez-. Cómo molan los anuncios,
¿eh? Coche sin llave, a prueba de robo. Menuda parida. El único
coche que no puede robar un chori con oficio es el que no existe.
Es inútil intentar buscar huellas o nada que no sea
muy sólido y resistente en un coche incendiado. Por eso los queman. En
aquél no encontramos más que las herramientas que su dueño llevaba en el
maletero y algunos restos de las lámparas de recambio. Pero no nos
desanimamos por eso. Había algo más interesante.
-Fijaos en el lugar –dije-. Apartado de la carretera,
discreto y abrigado, y a la vez razonablemente próximo al pueblo.
-¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Bermúdez.
-Que quien lo trajo aquí conoce la zona –dijo
Chamorro.
-Exacto. No es el sitio que descubre por azar alguien
que pasaba por allí. Y hay otro detalle. Si te deshaces del coche en el
que vas, y no has traído otro, tienes que volver andando.
-No podemos descartar que tuvieran otro coche.
-Bueno, es una posibilidad. Explorémosla. Si vas a ir
a pie, conviene no estar demasiado alejado del lugar al que piensas
dirigirte a continuación. Que puede ser, por qué no, donde vives.
-Eso es un poco imprudente, ¿no? –dudó Chamorro.
-¿Por qué? Es sólo un coche robado que arde. La
policía no tiene por qué relacionarlo con un cadáver aparecido en la
otra punta de la comunidad. Y tampoco va a herniarse por un coche.
Llamará al propietario y le dirá "mala suerte, le tocaron unos bestias".
Nadie los vio con Larrea en Getafe, o eso es lo que ellos creen. Ésa es
la perdición del criminal, creer que no pueden atarse dos cabos que
luego la casualidad más tonta se encarga de unir. Larrea iba solo, pero
le había hablado de Getafe y de la cadena de pizzerías a su compadre
Castro. Gracias a él, podemos leer la pista de este coche robado en
Getafe como ellos nunca creyeron que la leeríamos.
-Bueno, promete –opinó Bermúdez.
-Promete un huevo, hombre –remaché, eufórico.
Empezaba a ponerse el sol. Era hora de dar por
terminado el día, y hacer acopio de fuerzas para el siguiente.
A veces, en las investigaciones, cuando has hecho
saltar la chispa decisiva, todo empieza a fluir. Es un momento delicado,
porque también entonces te la puedes pegar. Procuré no olvidarlo a la
mañana siguiente, mientras estudiaba con Chamorro el mapa del pueblo
donde había aparecido el Renault Laguna y reuníamos los datos básicos.
Seis mil habitantes, casco urbano agrupado, siete urbanizaciones.
Estupendo. Con una charla con la gente del puesto, podíamos centrar el
trabajo en un santiamén.
-Un momento, ¿cuántos colegios? –le pregunté a
Chamorro.
-Dos.
-Pues ya está. Vamos primero allí. Puede ser el mejor
atajo.
-¿Los colegios?
-Los malos que buscamos tienen edad de tener hijos.
Los malos sienten ese impulso, como cualquiera. Es una cosa inherente a
la especie. Y una vez nacidos, ¿qué padre que tenga entrañas deja de
procurar que sus hijos reciban una instrucción? Aunque se halle en
situación irregular, eso no le impide escolarizarlos.
-Es una idea perversa, si te funciona.
-Virginia, son asesinos. Hay que buscarles el flanco
débil.
En visitar los dos colegios, convencer a la encargada
de la secretaría de cada uno de que nos dejase ver la lista de alumnos,
e identificar a todos los de origen sudamericano, empleamos unas dos
horas y media. Como resultado, dimos con tres venezolanos, dos
colombianos, un peruano y once ecuatorianos.
-No hemos pensado en los ecuatorianos –dijo Chamorro.
-Ésos suelen venir a ganarse la vida honradamente.
-¿Y los otros no? No se puede generalizar así –me
objetó.
-Joder, Chamorro, son once. No te pongas en lo más
difícil.
Fuimos al puesto del pueblo, con la lista de
direcciones. Nos presentamos al sargento que estaba al mando, un tal
Churruca. Era de la vieja escuela, de los que tienen al pueblo entero
fichado. También me pareció un pelín carca, y la distancia con la que
trataba a los guardias a su cargo, y especialmente a la chica que acaso
en mala hora había accedido a aquel destino, lo confirmaba. Pero en fin,
no puedes trabajar siempre con gente que te caiga bien. Le pedimos que
nos ubicara las direcciones que habíamos recogido, y a las familias que
vivían en ellas, si le sonaban.
-A mí todos los indios estos me parecen iguales –fue
su escasamente alentadora respuesta.
-Inténtalo, si no te incomoda mucho –le pedí.
Cruzó una mirada, más bien furibunda, con su
subordinada, que asistía muda a nuestra conversación. Me arrepentí de
haberle apretado de esa forma, no fuera luego a pagarlo con ella.
Por fortuna, los dioses parecían continuar de nuestro
lado. Los tres niños venezolanos vivían en una zona apartada del centro
del pueblo. Si era donde a Churruca le parecía, y debía serlo, por allí
había un par de almacenes de chatarra.
-¿Puedes dejarme a un par de hombres? –le pedí-. No
sé muy bien con lo que podemos encontrarnos.
-Claro –dijo, de mala gana; y dirigiéndose a la
guardia, le ordenó-: Cuervo, ve tú, con Mendoza.
-A sus órdenes, mi sargento –gritó Cuervo, con un
taconazo.
Cuando estuvimos en la calle, lejos de su jefe,
intenté establecer alguna confianza con ella. O por lo menos aflojar la
tensión.
-¿Es siempre así?
Cuervo dudó. Debía de estar bien escaldada.
-¿Puedo ser sincera, mi sargento?
-Por favor.
-Es una lástima –dijo-. Éste podría ser un sitio de
puta madre. Gente normal, tranquila, a sus cosas. Incluso los indios,
como él los llama. Pero éste ve fantasmas por todas partes.
-Debo advertiros que esta vez es posible que los
haya.
Cuervo se encajó la teresiana a inspiró hondo.
-Bueno, para eso estamos, ¿no?
Una chica arrojada, no cabía duda. Para aquel tipo
era un lujo disponer de ella. Lástima que no supiera aprovecharla.
Las dos casas estaban juntas. Ya tenían años, y a su
alrededor había proliferado un sinfín de chamizos auxiliares. Había
coches viejos y nuevos, restos de electrodomésticos, y en la valla de
una de ellas, un letrero pintado a mano: "Se compra ierro, cobre, cinz".
Llamamos al timbre de una de las casas. Al cabo de
medio minuto, largo, se abrió la puerta. Era una mujer.
-¿Está su marido? –grité.
-Momento, por favor.
Desapareció y cerró la puerta. Transcurrieron otros
quince o veinte segundos. La puerta volvió a abrirse y apareció un
hombre en el umbral. Consulté con Chamorro, en voz baja.
-¿Tú qué dices?
-Segura, al cien por cien –murmuró, casi sin mover
los labios.
-Cuervo, preparados –ordené.
El hombre vino despacio hasta la puerta. Sonriendo.
-¿Qué se les ofrece, compadres?
No le di tiempo a reaccionar. En cuanto lo tuve a
mano, le enganché la muñeca con las esposas y lo amarré a la valla.
-No digas ni una palabra –le advertí; y lo tomó en
serio, porque es lo que conviene cuando tienes cuatro pistolas
apuntándote-. ¿Están por aquí tus compañeros de negocio?
-Sólo uno, en la casa de al
lado –musitó. Había palidecido.
En las películas a los asesinos los cazan siempre a
tiro limpio, en operaciones espectaculares. Aquélla no lo fue en
absoluto. Pillamos al otro cagando, literalmente. En el registro que
luego autorizó el juez, intervinimos dos millones de pesetas, dos
pistolas, ningún 38. Debían de haberse deshecho de él, vendiéndolo en el
mercado de armas calientes.
Esa misma tarde, la gente de Churruca enganchó al
tercero. Así es como rueda la bola, cuando la suerte no se pone de uñas.
7. Un asunto rutinario
Los interrogatorios unas veces son fáciles y otras
veces no tanto. El de nuestros tres venezolanos pasó por todas las
modalidades. Al principio se mostraron duros, en plan gente bragada, sin
dejar de recurrir al victimismo, que también sirve. El que parecía más
listo se quejaba:
-Esto es una injusticia, no se puede detener a la
gente por ser de otro país, cuando uno trabaja honradamente. Ustedes los
españoles son unos racistas, aunque siempre anden presumiendo de lo
contrario.
-Oh, no, señor Manrique –me opuse-. Se está
equivocando usted. Mi compañera tiene apadrinados a un niño peruano y a
otro de Burundi y yo estoy a punto de apadrinar a uno de Kenia. Incluso
pienso enviarle postales.
Se quedó descolocado. Es lo que uno debe intentar,
todo el tiempo. Por eso, después de hacerle repetir por tercera vez que
no conocía ni tenía puta idea de quién era Marcos Larrea, le pedí a
Chamorro:
-Trae el vídeo, anda.
Le pusimos las imágenes. Las de él entrando con los
otros dos en la pizzería de Getafe. Las de Marcos Larrea entrando poco
después. Las de los cuatro saliendo juntos. Lo encajó en silencio,
impasible.
-¿Usted y sus amigos suelen ligar en las pizzerías
con hombres a los que no conocen? –le pregunté, suavemente.
-A mí no me llama maricón ni usted ni nadie –saltó.
Bien, bien. Se estaba calentando. A partir de ahí,
vendría la luz.
-No digo que no le gusten también las mujeres. Uno
puede hacer a todo, y no por eso ser menos hombre.
-Usted se tragará esa mierda que acaba de decir,
cuando ponga el culo. Yo sólo follo con mujeres.
Meneé la cabeza.
-No hable así, por favor. Mi compañera fue a un
colegio de monjas y es muy sensible. Además, a partir de ahora lo de
follar se le va a poner chungo, como no cambie de apetencias. Una vez al
mes, si le toca una prisión enrollada y se porta bien. Y si su mujer no
le deja, claro.
Aquí, Manrique optó por callarse.
-Vamos, señor Manrique –le apreté-, no sea chiquillo.
-No sé de qué mierda me están hablando ni pienso
confesar nada. No tienen ninguna prueba. No veo en ese vídeo a nadie
matando a nadie.
El mismo disco, más o menos, fue el que pusieron los
otros tres, por mucho que les apretamos. Nos reunimos a deliberar.
-En una de las casas, cuando hacíamos el registro,
había una mujer mayor –recordé-. Si no me equivoco era la madre de
Manrique.
-¿Y? –dudó Chamorro.
-Es un macho. ¿Qué tal si le damos en el orgullo?
No fue muy difícil arreglar que Manrique estuviera en
el lugar oportuno, hora y media después, para ver pasar esposada a su
anciana madre. La tratamos con toda consideración, pero una madre
esposada es siempre una madre esposada, y a un hijo la imagen le hace
efecto.
-¿Qué coño estáis haciendo, hijos de puta? –gritó
Manrique.
Diez minutos después, estábamos de nuevo con él en el
cuarto de interrogatorios. No es un cuarto acogedor. Tiene la mugre y el
olor de la mucha mala gente que ha pasado por allí, porque no podemos
pintarlo con la frecuencia que querríamos. A Manrique, agotada la furia
inicial, parecían habérsele conectado de nuevo los circuitos del
cerebro. Dejé que fuera Chamorro quien acabara de traerlo al cajón.
-La verdad, señor Manrique –le dijo-, no veo cómo
puede soportar la vergüenza de ver a su pobre madre aquí, por culpa de
su chulería. Me parece que es usted de los que son muy hombres para
largar y pegarle a una mujer, por ejemplo, pero no para dejarse volar
los huevos cuando meten la pata y les pillan. Eso es ser hombre, en mi
opinión. Pero usted no, a usted ni siquiera le importa que su madre
pague los platos rotos.
Debo decir que oír a Chamorro emplear aquel lenguaje,
al que en su conversación habitual no recurría, me impresionó incluso a
mí.
-Lo que estáis haciendo es ilegal. Os denunciaré
–lloriqueó el tipo.
-Denuncia, hombre –le invitó Chamorro-. ¿Qué quieres
que hagamos? Registramos una casa, encontramos dos armas, ninguno de los
habitantes tiene permiso. En un principio pensamos que los pistoleros
sois vosotros, ya sé que es un prejuicio, pero bueno, la inercia. Y
ahora resulta que nunca habéis roto un plato. Y entonces tenemos que
preguntarnos: ¿Oye, no será que la pistolera es la vieja? Piénsalo, es
lo lógico.
-Está bien, zorra, cállate ya –se derrumbó, al fin-.
Me rindo. Pero quiero que la soltéis, en seguida.
-Eso depende de tu actuación, cariño. Y por cierto,
si vuelves a faltarme al respeto te juro que mamá se pasa detenida
setenta y una horas y cincuenta y nueve minutos. ¿Lo vas entendiendo?
Manrique trató de sostenerle la mirada, aturdido.
Desde ese momento, me dispuse a hacer el papel de policía bueno, que es
el que más me gusta. No es gratificante meterle el dedo en el ojo a
nadie. Al menos no para mí. Por feo y desagradable que sea lo que haya
hecho.
La declaración de Manrique fue bastante completa, y
nos proporcionó un montón de detalles que, debidamente contrastados y
soportados, nos servirían para empapelarle incluso aunque en el juicio,
como era previsible, se retractara de su confesión. Hasta nos dijo a
quién le habían vendido el revólver, lo que con un poco de suerte podía
servirnos para redondear la faena más que honrosamente. En resumen,
habían quedado con Larrea para timarle, sí, y ya habían asumido que
podían tener que pegarle un tiro, o que eso era lo más conveniente. Le
habían conocido a través de un compatriota que se dedicaba al trapicheo,
y al que utilizaban para ojear primos. El intermediario conocía el
montaje de Larrea en El Ejido y les confirmó que el tipo podía levantar
buena pasta. En la pizzería simplemente se encontraron y le enseñaron,
discretamente, sus poderes: el ladrillo envuelto para simular un paquete
de droga. Luego acompañaron a Larrea hasta su coche, donde éste debía
tener el dinero, y en cuanto abrió la puerta lo metieron a la fuerza en
él. A punta de pistola lo llevaron a dar una vuelta; él y su compinche
Heredia, el más bajo y taciturno de los tres, en el coche de Larrea, y
el tercero siguiéndolos atrás con el Laguna robado. Dejaron que se
hiciera un poco más de noche, con calma, asegurándole a Larrea que no
iban a hacerle daño. A las once y media, llegaron al campo deportivo.
Allí, sin darle apenas tiempo a quitar el contacto, Heredia le "metió
plomo". Lo echaron fuera y en el coche se reunieron con el tercer socio,
que esperaba en la plaza del pueblo. Juntos fueron hasta la cuneta donde
quemaron el coche de Larrea. Y luego subieron los tres al Laguna y lo
llevaron a la hondonada donde lo quemaron también. Un crimen sencillo,
limpio, bien organizado.
-Lo que me extraña es cómo lo descubrieron, y tan
rápido.
-La policía tiene todo el tiempo del mundo, Manrique
–dije-, y la costumbre de registrar y ordenar la información que cae en
sus manos, que no es poca. Eso es lo que olvidáis cuando decidís meterle
plomo a alguien y apenas gastáis unos días en prepararlo y unas horitas
en terminar el trabajo. Siempre os dejáis un montón de cabos sueltos.
-En mi país no nos habrían pillado, se lo juro.
-No estás en tu país. Hay que conocer las reglas del
lugar donde juegas, antes de sacar la baraja y repartir cartas.
-Yo nací en Petare, sargento, uno de los cerros de
ranchitos que rodean Caracas. Allí no hay reglas. Allí disparas y luego
ni preguntas.
-Lo siento. Ojalá hubieras nacido en otra parte
–dije.
Y lo deseaba de veras. Ojalá Manrique, y sus colegas,
hubieran nacido en un lugar en el que la vida valiera algo más que un
fajo de pesos, y ojalá al infeliz de Larrea no se le hubiera ocurrido la
desgraciada idea de relacionarse con gente así, que iban a balearle la
cabeza como quien pela un kiwi. Pero la vida, que sabe ser puñetera,
tiene esas coyunturas, y por eso se necesita gente que haga lo que yo
hago, aunque sea una labor en la que ni siquiera el éxito sirve para
alegrarte mucho.
Llamamos a Ángela Ramírez. Al principio no daba
crédito.
-¿Que los han detenido? ¿Ya?
Le explicamos, hasta donde podíamos, hasta donde creí
que le hacía falta. La mujer, pasado el asombro inicial, sintió
gratitud:
-De verdad, no sé cómo… Creí que para ustedes esto
era un asunto rutinario, un camello más, muerto por meterse donde no
debía. Creí que no iban a hacer ningún esfuerzo por resolverlo.
Lo malo era que en buena medida tenía razón. Era un
asunto rutinario. Pereira se lo vendería al coronel de la comandancia de
Madrid, y éste se lo agradecería sin mayores aspavientos.
-Para nosotros nadie vale menos que otro, señora
–dije, sin embargo-. Nadie merece que lo maten y no haya quien se
preocupe.
Cuando colgué, me sentí mejor. No le había mentido a
la viuda. Había logrado, al fin, sentir que Marcos Larrea era mi muerto,
y que me importaba haber cogido a quienes se habían desembarazado tan
cruelmente de él. Si estaba en alguna parte, esperaba que el resultado
final le confortara. Y que descansara en paz.