1. El flautista catódico.
Al cabo de sólo seis semanas de emisión, el
‘reality show’ Pareja abierta había pulverizado todos los
records de ‘share’ en la historia de la televisión patria. Las dos
galas semanales, en el disputado ‘prime time’ de los lunes y los
jueves, andaban por una cuota de pantalla promedio del 63 por
ciento, con puntas del 86 por ciento. Los resúmenes diarios,
emitidos en horario de tarde y noche, no bajaban del 50 por ciento.
Y el éxito del invento era tan arrollador que había llegado a
inundar con sus imágenes, cotilleos e historias todos los sumideros
de telebasura que salpicaban profusamente la parrilla de
programación de las diferentes cadenas, tanto públicas como
privadas. Tertulias, ‘zappings’, parodias, programas de debate,
guiñoles, ‘late nights’, todos habían sucumbido con una velocidad
meteórica al empuje del espectáculo. Los columnistas políticos
enjuiciaban la labor de los distintos miembros del gobierno, así
como los percances de la oposición, con continuas referencias a los
personajes y avatares del engendro televisivo (guiños estos, y bien
lo sabían los columnistas, que hacían las delicias y arrancaban las
sonrisas más espontáneas de los lectores, por sesudos que fueran).
Un diario nacional había llegado, incluso, a crear una sección fija
de una página entera dedicada al programa y a la fauna vinculada con
él. Ésta, por otra parte, cada día era más nutrida: al principio
sólo la formaban los concursantes, pero en cinco semanas ya incluía
a una pléyade de personajillos paralelos, adyacentes y conexos,
desde hermanos o ex cónyuges de los susodichos hasta esteticistas,
fisioterapeutas y ginecólogos que aireaban frenéticamente las más
íntimas y sórdidas miserias de quienes ya acaparaban todas las
portadas de las revistas del corazón.
Cuando se desplazaban fuera del inmenso decorado
en el que se desarrollaba el programa (una especie de mansión de
‘atrezzo’ con todos los alardes de lujo imaginables, desde suntuosas
alcobas con gigantescas camas redondas hasta un delirante ‘jacuzzi’
de 5 metros de diámetro), ya fuera para dar una rueda de prensa,
promocionar una marca de azulejos, o firmar en unos grandes
almacenes ejemplares del ‘libro’ que con toda presteza ya se había
elaborado sobre el fenómeno, los concursantes debían viajar en
potentes todoterrenos con los cristales tintados, escoltados por
motoristas de la policía y acompañados por una legión de gorilas
cuadrangulares para contener a las hordas de televidentes
enfebrecidos que los aguardaban allí donde iban. No faltaban quienes
protestaban por la bajeza moral o la insignificancia intelectual del
programa, pero sus chirriantes vocecitas de aguafiestas quedaban
aplastadas por el bramido ensordecedor de una audiencia que noche a
noche, como conjurada por un inapelable flautista de Hamelin
catódico, acudía a rendir pleitesía al portento, a sus estrellas y
en suma a la productora audiovisual que, tras haber urdido el uno y
escogido a las otras, veía merced al masivo éxito multiplicarse su
facturación hasta situarla en dimensiones siderales.
Y lo grande del asunto era que la idea resultaba
tan sencilla que sorprendía que no se le hubiera ocurrido a nadie
antes. Lo que hacía Pareja abierta era explotar, de frente y
sin remilgos, aquello que de forma oblicua había constituido el
principal gancho de los ‘reality shows’ precedentes. Sus creadores
habían constatado que lo que le gustaba a la gente era el sexo
(mejor ilícito), la violencia (verbal ante todo, pero sin descartar
algún mamporro) y la promiscuidad entre famosos ‘fetén’ y don nadies
que se ‘famoseaban’ en ese roce, aportando al soso Olimpo
tradicional el encanto de su vulgaridad y la espontaneidad de su
lengua sin pelos.
Quizá una de las pocas personas que no estaba
familiarizada con los detalles del indiscutible triunfador de la
temporada televisiva era la que cargaba sobre sus hombros con la
responsabilidad del juzgado de primera instancia e instrucción
número 2 de la población de la periferia norte madrileña donde tenía
su sede el programa. Se apellidaba Tortosa, tenía 26 años y provenía
de Tarragona. Y tenía demasiado trabajo pendiente, herencia del
anterior titular del juzgado, para ver la televisión. Tampoco sabía
mucho del asunto otra persona, de apellido Fonseca, 46 años de edad
y con la función de dirigir el grupo de homicidios de la jefatura
superior de policía de Madrid. Pero para su mal, según juzgaron
ambos, iban a tener que acabar sabiendo más que nadie.
En la madrugada del miércoles de la última semana
de mayo, con pocos minutos de diferencia, ambos recibieron una
llamada telefónica que les anticipaba la noticia que poco después
correría como un reguero de pólvora por todo el país. Uno de los
concursantes de Pareja abierta había muerto en los estudios
en los que se grababa el programa. Y no cabía ninguna duda de que no
había sido por causas naturales, ni tampoco un accidente, aunque
ésa, en los primeros momentos de confusión, fuera la versión que
prefiriera ofrecer la productora. No. Alguien se lo había cargado.
El lector decide:
1. El juez Tortosa es un hombre, y el inspector
Fonseca, mujer.
2. El juez Tortosa es mujer, y el inspector
Fonseca, un hombre.
2. Diferencia de potencial.
La escena del crimen resultaba tan impactante
que, de haberse podido mostrar (y no hay que descartar que los
responsables del programa tuvieran la tentación de hacerlo, ya que
una cámara estratégicamente situada permitía recogerla en toda su
amplitud), habría disparado la audiencia de Pareja abierta
hasta cotas inverosímiles. El cadáver, en un estado horroroso, yacía
recostado en la vasija del ‘jacuzzi’. Alguien, con los nervios del
momento, la había vaciado de agua, infringiendo así el deber de
conservarlo todo lo más intacto posible hasta la llegada de la
autoridad judicial. Sobre la plataforma que rodeaba los bordes de la
vasija, delatando igualmente la ligereza de otro u otra que había
tocado lo que no debía, descansaba el discman que había
provocado la catástrofe. El aparato había sido desenchufado de la
toma de corriente de la pared, pero esto cabía entenderlo, frente a
lo anterior, como una juiciosa medida de precaución para evitar más
disgustos.
Su señoría, aunque jamás había visto un cuerpo en
semejante condición, ni disponía de los conocimientos médicos
precisos para inferir a partir de las lesiones el agente que las
había producido, poseía la intuición suficiente para imaginar cómo
había acontecido la desgracia. Aquel ser vivo había dejado de
estarlo por obra y gracia de una diferencia de potencial de
aproximadamente 220 voltios (porque exactas en la vida hay pocas
cosas, y tampoco lo era la tensión que daba la compañía responsable
del suministro eléctrico en aquella zona). El modo en que el
fatídico fenómeno físico se había desencadenado también saltaba a la
vista para un observador sagaz: en algún momento, por alguna causa,
el discman que estaba utilizando la víctima, mientras
disfrutaba de un baño relajante, había caído al agua, arrastrando el
cable de alimentación y exponiéndola, a través de éste, a la severa
descarga que había ocasionado su muerte por electrocución. Lo más
fácil era pensar que hubiera sido la propia víctima la causante, por
negligencia, del fatal desenlace, acaso al remolcar
involuntariamente el discman hasta el borde de la vasija.
Ésa, según le dijeron a su señoría los policías que allí se
hallaban, había sido la hipótesis inicial. Pero entonces uno de los
agentes reparó en la pequeña cámara de televisión que vigilaba la
habitación, y preguntó dónde estaba la cinta en la que se registraba
lo que la cámara captaba. Se recuperó la cinta, y fue al ver lo que
en ella había, o mejor, lo que no había, cuando se fraguó en la
mente de los representantes del orden la certeza de que se
enfrentaban a un homicidio. Su señoría, sacudiéndose aún el sueño, y
sin poder apartar de sí la sensación de estar viviendo una pesadilla
estrafalaria, asentía con gesto ausente ante las explicaciones que
le iban dando los policías.
El crimen, puesto que como tal debía
considerarse, había sido obra de alguien muy intrépido o muy
insensato. Hacía falta desfachatez y cuajo para matar a alguien en
un lugar infestado de cámaras de televisión. Pero lo cierto, como en
seguida supo su señoría, era que todo había resultado pasmosamente
simple. A partir de las tres de la mañana, y hasta las ocho, los
concursantes, con arreglo al contrato que los ligaba a la
productora, podían tapar el objetivo de la cámara que espiaba sus
dormitorios, a fin de procurarse un pequeño intermedio de cinco
horas de intimidad. Todos hacían uso de su derecho, por lo que en
ese lapso sólo operaban las cámaras situadas en las zonas comunes,
entre ellas la que habría podido registrar lo ocurrido. Pero ni
ésta, ni la del corredor que unía la sala del ‘jacuzzi’ con la zona
de dormitorios, habían llegado a grabar nada, por la sencilla razón
de que alguien se había molestado en cubrir sus objetivos con sendos
pegotes de plastilina (tomándose además buen cuidado de aplastarlos
luego con un objeto liso para borrar cualquier resto de huellas). El
técnico que dormitaba frente a los monitores, porque a esa hora no
había emisión, no reaccionó hasta que por los auriculares le llegó
el sonido de la tragedia. Para cuando quiso avisar, todo se había
consumado y el responsable ya se había escabullido.
-En fin, que parece evidente que aquí algo huele
mal –observó su señoría, mientras contemplaba el pegote aplastado
que uno de los policías le mostraba en su correspondiente bolsita de
plástico.
El inspector que se ocupaba hasta ese momento de
las diligencias asintió gravemente, y a renglón seguido dijo:
-Hemos avisado a los especialistas. Deben de
estar al llegar.
-Bien –repuso su señoría-. Ahora, si pueden
ustedes, me van a hacer dos favores. Uno: no dejen salir a nadie del
edificio hasta que hayan recogido el nombre y la filiación hasta del
último perro y el último gato que se encuentren. Y otra cosa:
¿alguno de ustedes podría explicarme, así un poco por encima, en qué
consiste este circo? Porque, honradamente, tengo una idea bastante
remota, y me temo que voy a tener que situarme antes de continuar.
En ese momento, Fonseca entró en la habitación.
Sus ojos soñolientos se encontraron con los de su señoría, y a qué
negarlo: no tuvo, a bote pronto, la impresión de que le fuera a caer
bien.
3. El soberano capricho.
Después de las presentaciones de rigor, y de
reconocer Fonseca que no era la persona más adecuada para instruir a
su señoría acerca de los pormenores del concurso, tuvo lugar una
escena que cabría calificar de surrealista, de no ser porque todo lo
que allí sucedía se situaba en un plano de ultrarrealidad que dejaba
estrecho el adjetivo. Quienes aleccionaron a su señoría, y de paso,
a Fonseca, acerca de las reglas, filosofía y vicisitudes de
Pareja abierta fueron uno de los policías y el visiblemente
nerviosísimo productor ejecutivo del programa, allí presente. Los
componentes del improvisado dúo se alternaban de manera más bien
desordenada en el uso de la palabra y no paraban de corregirse el
uno al otro. En algún momento su señoría tuvo la tentación de
recurrir a su autoridad para obligarles a hablar por turno, pero por
lo general se cuidaba mucho de observar una actitud demasiado
imperativa, ya que siempre temía que por su relativa juventud esto
fuera interpretado como signo de inmadurez o inexperiencia. Aguantó
pues con estoicismo el barullo de la explicación conjunta, y trató
de sacar en claro lo que necesitaba para hacer su trabajo.
En resumen, lo que entendió fue que Pareja
abierta era el último hito, la vanguardia en el galopante
proceso de basurización de los ‘reality shows’ televisivos. Pero esa
noción, que de forma vaga ya se hospedaba en su cerebro por las
referencias que había pescado aquí y allá, se fue concretando en los
mecanismos particulares del artilugio. Supo así que en el concurso
participaban doce personas, seis hombres y seis mujeres, agrupadas
en seis parejas. Al principio dedujo que se trataba de seis parejas
de hombre y mujer, pero entonces le explicaron que no, que eso
habría sido poco representativo de las opciones sexuales existentes
en la sociedad (y por tanto en la audiencia que se pretendía que se
identificase con el programa); en consecuencia, cuatro de las
parejas eran mixtas, otra era de mujeres y la sexta de hombres. Las
parejas lo eran en sentido estricto, es decir estaban formadas por
personas que mantenían una relación afectiva y convivían antes y
fuera del programa. Ahora bien, todas ellas participaban asumiendo
que el juego consistía, precisamente, en renunciar a exigir
fidelidad a su pareja y exponerse a que fuera seducida por
cualquiera de los restantes concursantes. Para no colocar en
desventaja a los integrantes de las parejas homosexuales, todos los
miembros de parejas heterosexuales declaraban no tener escrúpulos en
mantener relaciones con personas de su mismo sexo, y por otra parte,
tanto la pareja de chicas como la de chicos habían sido
seleccionadas atendiendo al hecho de que no se tratara de
homosexuales rigurosos.
Aunque estos detalles le fueron explicados a su
señoría de modo un poco más largo y penoso que como quedan
transcritos, su mente analítica pudo ir ensamblando las piezas en un
conjunto más o menos inteligible. Otro dato de cierta relevancia era
la procedencia de las parejas. Al parecer, tres de ellas, dos
heterosexuales y la de chicos, estaban formadas por personas
célebres con anterioridad a su reclutamiento, pero cuando su señoría
preguntó por sus nombres, y se los dijeron, fue incapaz de reconocer
uno solo, circunstancia que ante la extrañeza de casi todos los
circunstantes hubo de achacar a su ignorancia y no a que le hubieran
mentido. Las otras tres parejas, dos heterosexuales y la de chicas,
estaban formadas por personas totalmente desconocidas antes de
incorporarse a la aventura, aunque ahora, al cabo de seis semanas,
sus nombres anduvieran en los labios de millones de televidentes.
También era digno de anotarse el rango de edades de los
participantes: entre los diecinueve y los treinta y cinco años.
Fue en este momento de las explicaciones cuando
su señoría, presa de una súbita y comprensible curiosidad, preguntó:
–Bueno, y con todo esto, ¿de qué va el concurso?
¿Qué hacen aquí dentro? ¿Cómo se sabe quién gana y quién pierde?
De las tres preguntas que acababa de encadenar,
sólo la última tuvo una respuesta precisa, a cargo del productor
ejecutivo: se seguía el clásico sistema de eliminación por la
audiencia. Precisamente el luctuoso suceso se había producido en
vísperas de la primera de las votaciones. El espacio estaba
programado para once semanas: seis de convivencia de todos los
concursantes y cinco de expulsiones, hasta elegir a la pareja
ganadora. Porque no se eliminaba a los concursantes uno a uno, sino
junto a su pareja. ¿Qué criterio se seguía para las expulsiones? El
soberano capricho de la audiencia. Se suponía que el público
dirimiría así, al final, cuál era la pareja que había llevado su
estancia en la casa, infidelidades incluidas, del modo más simpático
e imaginativo.
–Ajá –trató de asimilar su señoría, arrojándose a
unos segundos de meditación que los demás rodearon de respetuoso
silencio.
–Señoría, si no le parece mal… –intervino
Fonseca, con la cautela que los años de oficio le habían inculcado
ante los jueces.
–Sí, prosigamos –volvió en sí su señoría, y
señalando a la muerta inquirió–: ¿Dónde está el novio? Bueno, o la
novia.
4. Una pandilla de tarados.
El inspector jefe Fonseca se inclinó sobre el
cadáver. No era su primer electrocutado, e incluso recordaba algún
otro que se había quedado frito del mismo modo que aquella chica,
merced a la inmersión de un pequeño electrodoméstico. No era
agradable, pero había muertos mucho peores. Miró el DNI de la
interfecta. Nacida en 1974. Junto a su nombre, María Hortensia López
Rodríguez, vio un rostro espantado. Tampoco eso le sorprendió mucho.
Sabía que era el gesto que solía poner la gente ante el fotomatón.
–¿Quién tiene esos pegotes de plastilina?
–preguntó, tras comprobar que el cadáver no iba a decirle mucho más.
Un subinspector le acercó las dos bolsitas de
plástico. Las examinó detenidamente, procurando no deformar su
contenido. La plastilina, de color azul, había adquirido forma
circular y el relieve del objetivo de la cámara que con ella habían
cegado. Fonseca trató de localizar algún resto de huella dactilar,
sin éxito. Un crimen sencillo, pero eficaz; un criminal poco
sofisticado, pero atento a tomar las mínimas precauciones. El
inspector jefe sabía que esas dos circunstancias eran desventajosas
para él. Miró de reojo a la juez Tortosa; ligeramente apartada de
donde trabajaban los policías, charlaba con el secretario. Tampoco
ella le parecía una baza a su favor. Devolvió al subinspector las
dos bolsitas.
–Al laboratorio, corriendo –le ordenó–. Que los
miren bien con el microscopio y si Dios está de buenas y es posible
pillar algún resto biológico o alguna fibra, pues ya sabes lo que
toca.
De pronto entró en la sala un tipo alto y
guapetón que se sorbía los mocos ruidosamente. Tendría veinticinco
años. La juez le indicó a Fonseca con una seña que se acercara. El
productor ejecutivo del programa se sintió en el deber de presentar
al recién llegado:
–Danny Trobajo, el compañero de Shania.
–¿De quién? –preguntó la juez.
–Quiero decir, de María Hortensia –balbuceó el
productor–. Shania es, bueno, como la conocían casi todos.
–Ah –dijo la juez–. Muy bien, señor Trobajo, en
primer lugar, mis condolencias. Sé que ésta es una situación muy
dura para usted y procuraremos no agravársela más de lo
indispensable.
–Gracias –gimoteó Danny–. ¿Tú quien eres?
–Yo soy la juez de instrucción. La que está a
cargo de esto.
–Ah –dijo Danny, ausente–. Mucho gusto. ¿Y ahora
qué pasa?
–Antes de nada –repuso la juez–, nos gustaría que
nos dijera si reconoce a su compañera sin ningún género de duda;
vamos, si está seguro de que es ella la que está ahí, en la bañera.
Danny miró hacia el jacuzzi. Luego cerró
los ojos.
–Sí, es ella. No tengo ninguna duda.
El secretario iba levantando acta, con una
letruja tan apresurada como ilegible. La mirada de la juez se cruzó
entonces con la de Fonseca. El policía esperaba algo. La juez no lo
demoró.
–Éste es el inspector Fonseca –informó a Danny–.
Él va a llevar la investigación desde el punto de vista policial. Le
ruego que responda a todas sus preguntas. Cuando quiera, inspector.
Fonseca no contaba con que le dieran entrada tan
pronto. Tardó unos segundos en reaccionar, y no lo hizo con mucha
soltura.
–Esto, señor Trobajo, verá, estamos tratando de
interpretar los datos, y en fin, no descartamos nada aún, pero,
bueno, debe usted saber que creemos que podría no haber sido un
accidente.
El inspector jefe deploró tener la mente tan
espesa. Notaba sobre sí la mirada de la juez, observaba el semblante
bovino de Danny y sentía una incomodidad impropia de su veteranía.
–Eso no hace falta que me lo descubras tú
–respondió Danny, con una súbita y amarga contundencia–. Que se la
ha cargado uno de estos cabrones o una de estas putas ya te lo digo
yo.
La juez dio un respingo.
–Disculpe, ¿a quién se refiere?
–A esta gentuza con la que en mala hora nos
encerramos aquí dentro –explicó Trobajo–. Shanny era una gran
artista de lo suyo, y yo he desfilado en Milán, en Nueva York, en
Londres… No sé por qué nos mezclamos con una pandilla de tarados.
–Calma, Danny –le pidió el productor-. No sabes
lo que…
–Usted cállese, por favor –le cortó la juez–. O
mejor, salga y espere ahí fuera a que le llamemos –y dirigiéndose a
Danny, advirtió–: Acaba de hacer usted una afirmación muy grave.
¿Tiene usted algún indicio, alguna sospecha de alguien en
particular?
Al rostro de Danny asomó una sonrisa enajenada.
–Sospecho de todos, su excelencia jueza o como se
diga, porque todos están como cabras. Todos, se lo juro. Y si ya
estaban mal cuando entraron, en estas semanas han ido a peor. Son
unos yonquis paranoicos, y las tías, unas brujas ninfómanas todas.
–Bueno, vamos a ver –templó Fonseca–. Vayamos por
partes.
El lector decide:
1. A Shania la mató una mujer.
2. A Shania la mató un hombre.
5. Algún roce.
La juez exhaló un largo suspiro. Casi maldecía el
día en que había pedido ir destinada a aquel juzgado para estar más
cerca de su novio, a la sazón médico residente en Madrid. Resignada,
se encomendó a Fonseca, aunque hasta ese momento no le había
parecido un sabueso demasiado despierto. Quizá fuera por lo
intempestivo de la hora. El inspector jefe arrancó entonces a hablar
con voz pausada, mirando muy fijo a los ojos de Danny.
–Veamos, señor Trobajo –dijo–. Conste ante todo
que me pongo en su lugar, que comprendo su irritación y hasta que le
cueste controlarse. Pero quisiera explicarle algo. Se trata de ir
poco a poco centrando nuestra investigación de manera que podamos
dar con el que hizo esto. Si usted se empeña en jurar que puede
haber sido cualquiera, no nos aporta nada, lo descartamos como
posible testigo y lo interrogamos sólo en calidad de sospechoso.
Danny no parecía captar el matiz entre los
vocablos "testigo" y "sospechoso"; al menos, no causaron en él
ningún efecto visible. Fonseca comprendió que tenía que ir más
despacio:
–De acuerdo. Intentémoslo de otro modo. ¿Sabe si
su compañera tuvo algún roce con alguien durante su estancia aquí?
–¿Roce?¿De qué tipo? –preguntó Danny.
Fonseca deploró la polisemia de la palabra. Fue
flexible:
-De cualquier tipo que a usted se le ocurra.
Danny hizo memoria. Se había secado los ojos pero
seguía de vez en cuando sorbiéndose los mocos con violentas
inspiraciones.
–Pues mire, roce así como de pelearse –dijo–, que
yo sepa se peleó con todas las tías. Y además, no me hará
contárselo, ¿no? Si lo sabe toda España. ¿De qué país se ha escapado
usted?
Fonseca sintió en la axila el peso de su pequeño
revólver. Imaginó que si lo sacaba y se lo ponía en la boca a Danny,
aparte de traicionar su natural pacífico y respetuoso, aquella
adusta joven que era la autoridad iba a regañarle y todo se
complicaría.
–Hágase a la idea de que donde yo vivo no pasan
su programa –sugirió-. Y tenga la bondad de darme nombres, para que
pueda apuntarlos. Tráteme como si fuera tonto, no le importe.
–¿Nombres? Se los doy todos, si quiere. Pues
mire, primero está la histérica esa de Sandra Torrado, con la que
Shanny se peleó en la cocina mientras preparaban espaguetis.
Después, la Susi Bernal, que la enfiló desde que entramos aquí
porque a ella le infló las peras un veterinario bizco y le tenía una
envidia cochina a Shanny, que se lo hizo un cirujano argentino de
primera. Luego la Tatiana Berdugo, porque su novia dejó de verla
cuando conoció a mi chica, lo que sólo quiere decir que la pobre,
después de todo, tiene gusto. O esta otra tortillera, la Nayara,
porque mi Shanny le dio unos calabazones más grandes que ella, que
es un tapón. Y si quiere todo, pues cuente también a la moraca, la
Leila no sé qué, por haberle dicho clarito cómo se llama en lo que
trabaja.
La juez Tortosa bajó la barbilla, cerró los ojos
y se pasó repetidas veces las yemas de los dedos por el entrecejo.
Para qué iba a amonestar al testigo. Sólo deseaba que la diligencia
acabara. Fonseca, aparentemente impasible, copiaba nombres en su
libreta.
-Y entre los hombres, ¿chocó con alguno?
–¿En qué sentido? –volvió a preguntar Danny.
–En sentido chungo, de bronca –aclaró Fonseca,
paciente.
–Pues con las locas, nada, aunque eso no quiere
decir que ellos no la odien, que esa gente es muy retorcida, y estos
dos además le dan a la farlopa como si fueran un par de osos
hormigueros.
La juez, aquí sí, no pudo evitar intervenir:
–Le ruego que se abstenga de hacer comentarios
ofensivos sobre las personas o sus circunstancias, sean las que
sean.
–Vale, perdone su eminencia, pero es fox
populi.
–Me da igual lo que sea. Limítese a los hechos.
–Recibido –asintió Danny, poniéndose
circunspecto-. Okis, ya me muerdo la lengua. Bueno, pues me quedan
los otros tres: el Brad, el windsurfero, que en realidad se llama
Manolo, ya sabrán, y que está con la Sandra; el Arni, el cubano de
la Susi, este que dice que canta, aunque para mí que ni en la
ducha; y el Borja Navalón, el maromo de la Leila, y que yo me pienso
que también es el que la… Me callo la palabra, no vayan a enfadarse
conmigo otra vez. Que yo sepa, Shania sólo se peleó con Borja,
cuando le dijo que nones, que ella con chuloputas… Osti, ya se me
escapó.
–Vale, no hemos oído –le quitó importancia
Fonseca–. Si no le importa, veamos el asunto más delicado. Que usted
conozca, ¿con quién Hortensia, es decir, Shania, tuvo roce… de otro
tipo?
–No me creo que no lo sepa. Si está en todas las
revistas. Pues con los que quiso. Brad, Arni y Leila. En fin, le iba
lo moreno.
–Gracias. Nos ha sido usted muy útil –opinó
Fonseca, mientras repasaba sus notas-. Una última pregunta. ¿Qué
hacía usted esta madrugada, mientras su compañera estaba aquí?
–Sobar –hipó Danny- Anoche me pillé un pedal que
te cagas.
6. Escrito en un guión.
Una vez que acabaron con el inefable novio de la
difunta, el locuaz y caótico Danny Trobajo, el inspector jefe
Fonseca y la juez Tortosa creyeron llegado el momento de hacer una
breve puesta en común. Fue ella quien propuso el receso, pero el
policía se sometió de buen grado. Entre tanto, y una vez que su
señoría había otorgado la autorización pertinente, el cuerpo había
sido retirado y conducido al instituto anatómico forense para
practicarle la autopsia. Cuando se quedaron los dos solos, preguntó
la juez:
–¿Cómo cree que debemos seguir con esto,
inspector?
Fonseca se pasó varias veces los dedos por su
arrugada frente.
–Pues verá, señoría –repuso–. Tal y como se
plantea el asunto, me parece que no debemos precipitarnos. Son las
cinco de la mañana, estamos hechos polvo y todo sugiere que vamos a
tener que interrogar a una buena cantidad de gente, que si es como
lo visto hasta ahora, nos va a dar tarea. Por otra parte, hasta
dentro de unas cuantas horas no empezarán a decirnos nada del
laboratorio ni tendremos resultados de la autopsia. Mi propuesta es
que los dejemos dormir un rato, descansemos también un poco nosotros
y volvamos aquí mañana a primera hora. A las diez o así.
–Mañana tengo vistas señaladas –recordó la juez–.
Pero bueno, las suspenderé. Me gustaría asistir, al menos, a las
primeras diligencias. Mucha gente va a estar pendiente de esto.
Fonseca enarcó las cejas. No era muy frecuente
que los jueces quisieran mezclarse demasiado en el sucio trabajo
policial. Se notaba que la muchacha era novata, pensó, pero tan sólo
dijo:
–Usted manda, señoría. Por nosotros, encantados.
–De acuerdo. Supongo que ya han tomado todas las
huellas y todas las fotografías que debían tomar, ¿no?
–En principio, sí. Pero un par de chicos de
policía científica se quedarán dando unas vueltas más, por si pillan
algo.
La juez asintió.
-Haremos como dice. De todos modos, quisiera
tener una charlita con el productor, ahora. Y me gustaría que se
quedara.
Fonseca sopesó la propuesta. Le parecía
pertinente, aunque su cuerpo le reclamaba al menos tres horas de
sueño, para poder lidiar con lo que temía que le aguardaba al día
siguiente.
–Como usted diga.
Llamaron al productor ejecutivo. Seguía muy
nervioso, y en sus ojos había un indisimulable pánico. La juez, con
esa calma solemne y un punto apabullante que le confería su oficio,
inquirió:
–Bien, ¿cómo se llama usted?
–An… Antonio López Estrella –farfulló el
productor.
–¿Y es el jefe de la productora?
–Nn-no. Soy el productor ejecutivo, el que está
más o menos en el día a día del programa. Tengo jefes por encima.
–¿Dónde?
–En Barcelona.
–Pues cuando terminemos de hablar, los llama. Los
quiero aquí mañana antes del mediodía. A alguien que pueda
representar a la empresa y si es posible que tenga poderes de
administración.
–C-claro, cómo no.
–Bueno, vamos a ver –prosiguió la juez, con una
determinación que sorprendió a Fonseca–. Hemos estado escuchando a
ese personaje que se dice compañero de la muerta, y que la verdad,
no sé de qué circo lo han sacado. Lo que quisiera averiguar ahora es
muy sencillo. ¿Hay algo de verdad en todos los enredos que por lo
visto sucedían aquí dentro, o lo tenían todo escrito en un guión y
esta gente se limitaba a representarlo? Se lo pregunto porque creo
que tener esto claro nos va a ahorrar mucho tiempo.
El asombro de Fonseca fue a más. El productor
palideció.
–Esto, señoría, verá, en fin, nosotros, quiero
decir, somos profesionales del medio, ya sabe que la competencia
está muy dura, la audiencia manda y claro, totalmente no se puede…
–No sé si me ha entendido –le interrumpió la
juez-. No pierda el tiempo contándome las dificultades del medio,
porque yo apenas veo televisión. Se lo diré en un lenguaje más
llano: ¿amañaban las historias que había aquí o las dejaban surgir
espontáneamente?
El productor bajó los ojos.
–La mayoría sí.
–Sí qué.
–Que sí estaban preparadas. Con guión. Y ellos lo
seguían.
–Ya. Pues nos resulta muy útil saberlo. ¿No,
inspector?
Fonseca no pudo hacer otra cosa que asentir.
Aquella chica acababa de ganarse su respeto y acaso de darle una
lección.
–Pues mire, yo ahora me voy a retirar –dijo la
juez–. Pero me gustaría que le contase con pelos y señales al
inspector Fonseca cuáles de las combinaciones, peleas y otros
sucesos que se dieron en el programa venían de su guión y cuáles no.
Y si le parece, puede empezar por decirle cuáles de los incidentes
que tuvo aquí dentro Hortensia, es decir, Shania, los escribieron
ustedes.
7. Figuritas de plastilina.
Por la mañana, mientras conducía de nuevo hacia
los estudios de televisión donde tendría que proceder al
interrogatorio de los concursantes de Pareja abierta, el
inspector Fonseca repasó la conversación que antes de retirarse a
descansar (es decir, hacía apenas cuatro horas) había mantenido con
el productor ejecutivo del programa. Su cerebro, pese al abundante
riego de café con que se había obsequiado, se mantenía bastante
turbio, y le costó recordar los diversos extremos esclarecedores que
de aquella tardía charla había creído extraer. El primero que le
vino a la memoria fue el más absurdo; sin embargo, no era nada
irrelevante: de dónde había podido sacar, quienquiera que hubiera
sido, el pegote de plastilina para tapar los objetivos de las
cámaras. Según le había dicho el productor ejecutivo, había
provisión de sobra de ese material. Porque una de las actividades
con las que mataban el rato los concursantes era el modelado de
figuritas de plastilina, con las que reproducían los momentos
estelares del programa. Por lo visto los resultados eran
lamentables, porque ninguno de los allí alojados tenía la paciencia
ni la habilidad que se requería, pero con esa tontería se distraían
y se distraía también la audiencia.
Aunque intrínsecamente fuera una chorrada,
aquello de la plastilina tenía que ver con los medios empleados en
el delito, lo que le confería una singular gravedad. Como grave era
también constatar que casi todo lo que les había contado Danny
Trobajo acerca de las peripecias de Shania con los demás
participantes obedecía a un montaje organizado y calculado por la
productora. ¿Por qué Trobajo lo había presentado todo como cierto?
Fonseca intuía, no sin cierto pasmo, la razón: había firmado un
contrato en el que se comprometía a no cantar la gallina, bajo pena
de una cuantiosa indemnización por los perjuicios que pudieran
derivarse de la revelación del secreto; y era lo bastante necio como
para pensar que debía cumplir con ese contrato antes que decir la
verdad en el curso de una investigación judicial por homicidio. O
no, o a lo mejor era un listo: porque nada de lo que había declarado
había dejado de ocurrir, y ante millones de testigos a través del
televisor. Tan sólo omitía cómo y quién lo había cocinado.
En resumen, y según le confesó el productor
ejecutivo, había únicamente tres acontecimientos relevantes (siendo
un poco generosos con el adjetivo) que afectaran a Shania y que no
figuraran de antemano en el guión: la pelea con Leila, a cuenta de
la presunta dedicación laboral de la magrebí, que la difunta había
tenido la descortesía de echarle en cara; el revolcón con el cubano
Arni, que al parecer había sido un calentón incontrolable por parte
de ambos; y la pelea con Sandra Torrado por el asunto de los
espaguetis, que aunque había dado un juego espectacular (medio país
hablaba aún de los espaguetis de la Torrado), el productor ejecutivo
admitió que debía atribuirse sólo al olfato y la improvisación de
ambas concursantes, y no al ingenio de los guionistas.
Lo demás, incluyendo el affaire con la
propia Leila, el tórrido encuentro con el windsurfero Brad y el
rollo de la lesbiana despechada, era pura ficción. El inspector
tenía que reconocer que la idea de la juez la había ayudado a
limpiar la pizarra. A partir de aquí, sólo había que fijar
prioridades. Había pedido que le recabaran los antecedentes de todos
y cada uno de aquellos freaks, no fuera a ser que alguno de
ellos, antes de convertirse en rutilante astro mugrecatódico,
hubiera tenido alguna actividad inconveniente. Había urgido al
laboratorio para tener lo antes posible resultados acerca de los
pegotes de plastilina, única evidencia material con que contaban. Y
en cuanto al personal, su fría mente de policía baqueteado en mil
escaramuzas, pese a la falta de sueño, le seleccionaba
implacablemente a los siguientes: Danny, porque siempre hay que
sospechar del que está más cerca; Leila, porque a nadie le gusta que
le falten al respeto, con fundamento o sin él, y porque provenía de
un país donde a la muerte no se la ignora ni se la teme como en la
acomodada Europa; Susi Bernal, porque eso de que le levantasen al
cubano sin que el guión lo exigiera tenía que haberle escocido; y
Sandra Torrado, porque a veces las peleas nimias encubren conflictos
más profundos, y porque Shania había gozado bajo los focos de los
encantos de su windsurfero particular. Concluida la lista, Fonseca
suspiró. Lo que había que hacer para pagar la hipoteca.
Cuando llegó, la juez Tortosa ya estaba allí.
Aseada, pulcramente vestida y sin huellas de cansancio. Con una
seña, le llamó aparte. Una vez solos, le pidió novedades. Fonseca le
refirió lo que había averiguado, y las elucubraciones que a partir
de ello había hecho. La juez asintió, reflexivamente.
–Muy bien. Seguiremos su instinto.
El lector decide:
1. A Shania la mató Leila.
2. A Shania la mató Susi Bernal.
3. A Shania la mató Sandra Torrado.
8. Darles gusto.
De común acuerdo, el inspector Fonseca y la juez
Tortosa organizaron el interrogatorio de toda aquella fauna de la
siguiente forma: ellos dos se ocuparían de entrada de quienes les
despertaban más sospechas, a la luz de lo investigado hasta allí,
dejando que otros miembros del equipo policial interrogaran al
resto. De ese modo podían progresar más rápidamente, y además
mantener bajo presión simultánea a varios concursantes, dificultando
que pudieran ponerse en antecedentes los unos a los otros.
Los protagonistas de Pareja abierta, que
en las últimas semanas se habían acostumbrado a ir por ahí de divos,
encajaban con poco alborozo tener que hacer antesala, como la
clientela de un ambulatorio cualquiera, para que aquellos estirados
policías y funcionarios judiciales les tomaran declaración. Pero eso
era lo que había, y se sometían con docilidad. La juez y el
inspector pasaron junto a ellos sin apenas mirarlos y se metieron en
uno de los despachos que habían habilitado como cuarto de
interrogatorios. Acto seguido, comenzó el desfile. Fonseca le pidió
a la juez que escogiera a quien llamaban primero. Su señoría, sin
pestañear, dijo:
–Leila, por si pone problemas de idioma.
La juez hablaba escaldada por su experiencia con
inmigrantes magrebíes: cuando llegaba la hora de tener que declarar
algo en el juzgado, siempre mostraban poca capacidad para entender
lo que se les preguntaba y una ineptitud para expresarse en
castellano que en muchos casos le constaba que se les curaba
instantáneamente en cuanto salían de allí. Pero esa experiencia, en
seguida quedó patente, era inservible frente a Leila. Se presentó
ante ellos altiva y entera, y en ningún momento trató de hacerse la
ignorante. Era una de esas mujeres tan devastadoramente hermosas que
no pueden dejar de ser conscientes del poder que eso les otorga
sobre los demás, ni tampoco abstenerse de ejercerlo. Respondió sin
inmutarse a todas las preguntas de rutina. Cuando leyeron su nombre,
naturalmente mal, ella les corrigió, secamente:
–Leila Tufali. Se escribe Toufali para que suene
u en francés.
Leila, de 26 años de edad, era ciudadana
argelina, pero residía legalmente en España desde hacía tres años.
Por ese lado nada que rascar. Nada con que intimidarla, se dijo
Fonseca.
-Y bien, señora Tufali, ¿a qué se dedica usted?
–le preguntó.
Leila los observó alternativamente. A la juez y
al inspector. Fonseca pensó entonces que las dos mujeres eran justo
de la misma edad. Pero qué dos vidas más distintas, qué dos seres
más antitéticos. Lo que daba nacer al sur o al norte del mismo
charco.
–¿No saben a qué me dedico?
–Por eso se lo pregunta el inspector –dijo la
juez.
Leila se echó a reír.
–Pues la actividad concreta ha variado según las
épocas en los últimos años –razonó, exhibiendo su finura dialéctica
y muy poco acento–. Pero digamos que en términos generales desde que
llegué aquí me vengo dedicando a lo mismo. Y espero que no se
ofendan si se lo describo con cierta crudeza. Fundamentalmente, me
dedico a aprovecharme de las debilidades y de la imbecilidad de sus
compatriotas. Pero como le estoy agradecida a este país por
acogerme, procuro, mientras me aprovecho, darles gusto.
A la juez se le alzaron las cejas. Fonseca,
merced a los años de calle que cargaba sobre sus hombros y a las
horas de sueño que le faltaban, pudo mantener su gesto vagamente
abúlico.
–Le agradecería que fuera más concreta –reaccionó
la juez.
–Pues ahora soy famosa –repuso Leila– Bueno, lo
soy desde hace un tiempo, desde antes de meterme en esta historia,
aunque tengo que reconocer que con esto he avanzado mucho. Eso
quiere decir que cobro mucho dinero sólo por estar. Y si alguien
quiere que aparte de estar, haga algo, entonces ya cobro muchísimo.
–¿Y qué es lo que suele hacer? –consultó Fonseca,
flemático.
–Depende de lo que paguen. Pero le tengo miedo a
pocas cosas. He vivido en Argel, y conseguí salir de allí. A alguien
como yo le cuesta mucho tomarse en serio la vida que viven ustedes.
Aprovecho que estoy aquí y me divierto todo lo que puedo.
Leila hablaba cómodamente recostada en la silla,
observándose las uñas, largas y cuidadas de forma primorosa. Sus
ojos negros no rehuían la mirada de su interlocutor ni un momento.
Cuando pasaron a las preguntas relacionadas con el programa y con la
muerte de Shania, se mostró también impertérrita. Reconoció sin
oponer resistencia sus malas relaciones con la fallecida, dijo estar
dormida como un tronco a la hora en que se había producido el suceso
y en general dio la impresión de hallarse soberanamente fastidiada
por verse enredada en aquel enojoso asunto. Que alguien pensara que
ella podía rebajarse a electrocutar a aquella pedorra presumida e
ignorante parecía resultarle ofensivo.
La hostigaron cuanto pudieron, en vano. Se
hallaban en mitad de la faena cuando les interrumpió uno de los
policías.
–Fonseca, ¿puedes venir? Te llaman del
laboratorio.
9. Restos de rímel.
Fonseca cogió el teléfono móvil que le tendía uno
de sus hombres. Al otro lado estaba Peláez, el jefe del laboratorio
de criminalística. Un tipo frío y eficiente, que nunca hablaba al
tuntún.
-Un bombazo, Fonseca –dijo, tras los saludos-. Te
voy a poner en casa, pero antes de nada vete apuntando que me debes
una por abrirte este atajo tan cojonudo en ese marrón que os ha
caído encima. En la puñetera plastilina había un pelo, tío. Pero no
un pelo cualquiera, sino una pestaña. Y con un detallito bastante
peculiar: restos de rímel. Puedes eliminar a todos los tíos
medianamente viriles que tengas allí, si es que hay alguno, y te doy
una esperanza: como en el pelito haya ADN bueno, que ya lo estamos
mirando, acabas de solucionar el embolado de la forma más tonta.
Cuando colgó, Fonseca tenía en el rostro una
sonrisa cauta. La experiencia le decía que no siempre los cabellos
desprendidos proporcionaban ADN que permitiera una identificación
inequívoca, pero de momento existía la posibilidad. Además, el que
la asesina fuera una mujer cuadraba con varias de sus propias
hipótesis, elaboradas al margen de los vestigios con que trabajaban
los del laboratorio. Ya había vivido aquella coyuntura unas cuantas
veces y sabía valorar su importancia. Cuando las pruebas físicas
empiezan a respaldar las conjeturas del investigador, el camino
hacia la solución está abierto. Ahora sólo quedaba recorrerlo.
Dio a la juez la buena noticia en el lapso que
medió entre la salida de Leila y la llamada de la siguiente testigo.
Su señoría no mostró una emoción visible, pero en ese instante, como
el propio Fonseca, vio un tanto aliviada su sensación de estar
metida en un atolladero. De pronto le parecía que aquellos policías,
y el inspector que los dirigía, eran más listos de lo que
aparentaban.
La siguiente interrogada fue Sandra Torrado. Con
sus diecinueve primaveras, era la benjamina del pelotón. Llevaba el
pelo a lo ‘rasta’ y piercings en nariz, ceja, labio y
ombligo, lo que sugería una devoción por el perforado corporal que
al austero Fonseca, en un momento de distracción, le hizo imaginar
otros tantos adornos metálicos en ciertos lugares no expuestos.
Aparte de no ser demasiado ducha a la hora de hacer espaguetis, como
se había demostrado en la famosa discusión al respecto con Shania,
tampoco la Torrado acreditaba una especial fluidez verbal. Respondía
a todas las preguntas con monosílabos, como mucho con frases
simples, y en una ocasión en que intentó construir una oración
subordinada no fue capaz de acertar con los tiempos verbales ni de
concordar sujeto y predicado. Era, en suma, un producto típico de la
laxa enseñanza posmoderna, pensó Fonseca, que a veces tenía ese lado
malévolo (o carca). La juez Tortosa, por su parte, quizá por la
menor distancia generacional, y aunque Sandra no dejara de parecerle
algo lerda, achacó principalmente su torpeza a los nervios. En
efecto, Sandra estaba tan alterada que cuando le preguntaron qué
estaba haciendo a la hora del óbito, dio en responder:
-El sexo, o sea, es que no me acuerdo cómo se
dice en formal...
-¿Con quién? –preguntó al vuelo Fonseca.
-Pues con mi chico, es que lo hacemos siempre que
podemos.
-Ajá, eso está muy bien –se le escapó al
inspector.
Fonseca anotó el dato para encargarle a quien
interrogara al fogoso windsurfero Brad que se ocupara de
comprobarlo. Por lo demás, Sandra no incurrió en contradicciones. En
ningún momento razonó lo suficiente como para arriesgarse a tanto.
Lo que venía después era llamar a Susi Bernal, y
eso fue lo que hicieron. Con ello dieron entrada a un personaje
radicalmente diferente de los dos anteriores. Si Sandra era la más
joven, Susi, con treinta y cinco años, era la decana del grupo. Los
diversos recauchutados que cirujanos desaprensivos habían infligido
a las zonas estratégicas de su cuerpo (en eso, al menos, no andaba
descaminado Danny Trobajo), lejos de atenuar la impresión de
veteranía, la agravaban. Susi, que hacía diez años había sido una
modelo más o menos agraciada, y compañera eventual y destructora de
los matrimonios de un par de sórdidos tiburones inmobiliarios, era
ahora una de esas mujeres resentidas y antipáticas con las que nadie
pasa más tiempo del imprescindible si no tiene razones muy poderosas
para ello. Tal era, por motivos distintos, el caso de su veinteañero
mantenido cubano, Arni, y también el del inspector y la juez que
ahora se las veían con ella. Fonseca no perdió tiempo y clavó el
puñal allí donde sabía que más dolía.
-Sabemos que tuvo una pelea con la difunta. Y por
qué.
Sin ser una mujer demasiado sofisticada, Susi,
eso también lo dan los años, no era de las que se venían abajo con
facilidad. Miró al inspector con suficiencia y mordiendo cada
palabra, dijo:
-¿Qué pasa, que ya han decidido que yo me coma
esta mierda? ¿No se supone que soy inocente hasta que prueben otra
cosa?
Fonseca cruzó una rápida mirada con la juez. Pero
antes de que cualquiera de los dos pudiera reaccionar, algo vino a
interrumpirles. Un par de golpes apremiantes, en la puerta.
10. Un perjudicado.
El inspector jefe leyó en silencio el fax que
acababa de entregarle uno de sus hombres. Era la lista de
antecedentes policiales de los concursantes de Pareja abierta.
No estaba nada mal. Incluía a cuatro de los doce. Fonseca fue
recorriendo los nombres y los delitos. Borja Navalón, estafa,
proxenetismo y delitos contra la salud pública (o sea, tráfico de
drogas). Brad, dos antecedentes por utilización ilegítima de
vehículos a motor. Arni, una denuncia por malos tratos interpuesta
por Gigi Cantarero, la disparatada sexagenaria que lo había
importado de La Habana y que lo había usufructuado como potro antes
de Susi Bernal. El cuarto de la lista era un nombre de mujer. Y al
leerlo, y descubrir después la razón por la que se encontraba en los
archivos de la policía, al inspector se le aceleró su por lo común
contenido pulso. Ahí estaba.
Fonseca no se precipitó. Dobló el folio por la
mitad, se lo guardó bajo el brazo y volvió a entrar en el
improvisado cuarto de interrogatorios. Allí, donde le aguardaban la
juez, el oficial del juzgado que levantaba acta y la declarante Susi
Bernal, se aplicó durante los veinte minutos siguientes a rematar el
interrogatorio de esta última como si nada importante hubiera
sucedido. La Bernal se mantuvo igual de borde y sobrada que antes de
la interrupción, pero el inspector pudo encajar sus desplantes sin
inmutarse. Aunque a aquella mujer le pareciera que estaba empeñado
en las preguntas que le iba haciendo, en realidad su cerebro andaba
enredado en otros asuntos. Principalmente, en la estrategia que iba
a seguir para provocar el derrumbamiento de la asesina.
Una vez que Susi Bernal, genio y figura, salió
del cuarto contoneando sus caderas liposuccionadas, el inspector
jefe Fonseca le tendió el fax a la juez Tortosa. Ésta lo examinó de
forma no menos circunspecta y se detuvo, notoriamente, en el mismo
nombre. Leyó y releyó aquellas líneas mecanografiadas. Al fin
preguntó:
-¿Ya está?
En ese momento Fonseca recordó la frase que había
tomado de una película de Nanni Moretti, y que solía utilizar en
circunstancias como aquélla: "Los dos huevos no me los apuesto, pero
uno sí a que..." No le pareció muy apropiada para esta ocasión.
-La mano derecha no me la juego, pero me dejo
cortar la izquierda si no es ella –improvisó ágilmente-. Todo casa:
la mecánica del crimen, la insignificancia aparente del móvil, por
no hablar de la actitud que muestra. Y estos antecedentes.
-¿Y ahora?
-Si no estamos equivocados, tenemos pruebas
físicas que pueden incriminarla. La pestaña, que morfológicamente
puede identificarse con las que siguen agarradas a sus párpados, y
que tendrá el mismo material genético. Pero nos ayudaría que
confesara. Y visto el percal, y cómo se nos combinan las cosas, le
pido permiso para acorralarla y tratar de conseguirlo ahora. Puede
caer.
-¿Está seguro?
-Yo no estoy seguro ni de que la Tierra sea
redonda, señoría, pero me parece muy probable. Como esto.
La juez quedó meditabunda. Era prudente, pero no
pusilánime. Sabía que a veces había que arriesgar; su duda era si
confiar en aquel hombre o no. Fríamente lo sopesó. Y resolvió que
sí.
-Está bien –concedió-. Que la traigan otra vez.
Justo en ese momento vino el secretario a avisar
a la juez de que el presidente y el vicepresidente de la productora
del programa acababan de llegar desde Barcelona y pedían verla.
-Que esperen –le respondió-. Y que tengan a mano
el DNI.
La escena que tuvo lugar minutos después habría
debido quedar registrada por las cámaras, porque sin duda pertenecía
legítimamente a los abnegados telespectadores (y por tanto,
sustentadores) de Pareja abierta. El inspector tan sólo
necesitó decir:
-Sabemos lo que hiciste con catorce años. Tenemos
una de tus pestañas, que se quedó atrapada en la plastilina. Sé que
la mataste y que no querías hacerlo. Reconócelo y podremos ayudarte.
Sandra Torrado se vino abajo. Exactamente igual
que cinco años antes, cuando se la había llevado del instituto la
policía después de clavarle a una compañera de clase un bolígrafo en
la espalda. Los psiquiatras forenses le habían diagnosticado
trastornos de la personalidad y esquizofrenia. Había mejorado
después, y como el delito no era grave, y se trataba de una menor,
le habían echado tierra encima. Y así había llegado allí, a hacer
famosos unos espaguetis en el feroz y alucinógeno hiperespacio del
prime time.
Terminada la diligencia con Sandra, la juez llamó
al presidente de la productora. Cuando lo tuvo ante sí, le advirtió:
-Voy a tomarle declaración en calidad de
imputado. Por estafa y por posible imprudencia con resultado de
muerte.
-Oiga –se quejó el presidente-, que yo soy un
perjudicado.
-Discrepo –repuso la juez, gélida-. Montaron una
farsa para forrarse, y por su mala mano al escoger a los títeres
ahora hay que enterrar a una mujer. ¿Trae abogado o se lo ponemos de
oficio?