El hombre era viejo y había sido alto. Llevaba una
gabardina manchada y una corbata negra anudada con torpeza o
descuido.
-¿No puede dar más? -insistió.
-Créame, le doy más de lo que podré sacar por ella a
nada que se me tuerza la suerte -aclaré-. Aunque nadie lo crea, esto
intenta ser un negocio.
Por su rostro atravesó una nube de tristeza. Colocó las
manos a ambos lados de su mercancía y la defendió:
-Pero si es una maleta magnífica. De piel. ¿Se ha
fijado en los cierres? Primera calidad.
-Eso no lo discuto. Sólo pasa que las cosas antiguas
valen a condición de que no estén muy usadas, y si lo están, sólo cuando
pueden restaurarse. Debió ser una buena maleta, y bonita, también. Pero
ahora está demasiado estropeada.
De pronto, se rió.
-Usted no lo entiende -dijo-. La compré en Southampton,
un día de viento. Estaba alegre y gasté en ella el sueldo de tres meses.
Ha soportado todo lo que yo he soportado, del Trópico a Groenlandia. No
he tenido nada mejor en la vida. ¿Cuánto dice que me da?
-Lo de antes. Trescientas, y me voy a arrepentir.
-Trescientas y su arrepentimiento. Sacaré más en
cualquier otra parte.
-No pretendo regatear. No la quiero. Era por hacerle el
favor, si es que anda apretado.
El hombre acarició el lomo de la maleta y paseó sobre
ella sus afiebrados ojos azules. Tenía las manos largas y grandes, cada
una como dos de las mías. Sus dedos se mantenían firmes y también,
ahora, la raya recta de sus labios.
-No negaré que en la actualidad sufro algún apuro
económico -admitió, con orgullo-. No me gusta vestir ropa vieja y sucia,
y si lo hago es ciertamente porque no dispongo de otra. Sin embargo, le
ruego que no confunda. He sido un hombre de mundo y he tenido más de un
oficio. Entre otras cosas, durante algún tiempo fui comerciante. He
comprado y vendido artículos de valor. Ahora sólo poseo un objeto
valioso: esta maleta. No estoy aquí para pedirle limosna, sino para
cerrar sobre ella el mejor trato posible.
Se interrumpió y estuvo un rato contemplándome, con
impudicia. Lentamente, afirmó:
-Pero usted parece un hombre honrado. Y quizá lo sea,
después de todo.
-Eso es un juicio. Tiene todo el derecho a hacer el que
mejor le parezca. Ése o el contrario.
-Estamos en diciembre. Si ha visto a un viejo mal
vestido que le traía su maleta y ha ofrecido trescientas, será que no
vale más.
-Pruebe en otra parte, si quiere. No soy quién para
descartar que otro le calcule con más optimismo, o que simplemente dé
con alguien a quien la maleta le guste.
El hombre sacudió la cabeza.
-Confío en usted. Sólo trataba de forzarle a mejorar el
precio. Por si no era su última oferta. Creía que estaba ajustando una
transacción, pero usted me está teniendo piedad -abatió los párpados
para impedir que yo hablara-. No lo censuraré; ni siquiera me quejo. Lo
que no está bien es tratar de forzar su piedad. Si dijo trescientas es
que son trescientas.
Saqué los billetes de la caja. Aunque no sirviera para
nada, escogí tres que no estuvieran muy gastados. Los puse sobre la
maleta, uno detrás de otro. El hombre los tomó y los dobló en cuatro, a
lo largo. Luego los guardó en un bolsillo interior de la gabardina y me
tendió la mano.
-Si algún día lo necesita, espero que habrá alguien
para tenerle piedad, como usted a mí.
-Puede que la venda, a pesar de todo -rectifiqué, por
la conciencia-. Alguien que quiera algo resistente, para el trabajo. No
se cuidará de que la piel esté más o menos rozada.
-Claro. Adiós.
Una vez que él salió a la calle y se mezcló con los
transeúntes, giré la maleta e hice saltar los cierres. Entonces advertí
que el forro interior no sólo estaba deteriorado, sino también
desprendido. Cuando lo retiré, apareció ante mis ojos un pequeño sobre
marrón, cerrado con una cinta elástica demasiado grande o dada de sí.
Fui a la puerta y me esforcé por distinguirle entre la gente que
avanzaba por las aceras. En vano. No tardé en aceptar que había
desaparecido y regresé al calor de mi tienda.
Vacilé un instante, pero seguramente no iba a volver a
verle. Quité la cinta elástica y la solapa se despegó del dorso del
sobre. Dentro había una cuartilla manuscrita y algunas fotografías.
Todas de él, de treinta, cuarenta, acaso más años atrás. En una aparecía
con el torso desnudo, en la playa, sonriendo. En otra con traje de
marino sobre un fondo de estudio. En otra sobre la popa de un barco.
Detrás de él se veía una isla con palmeras, que podía estar o no en los
mares del sur. En la última fotografía era muy joven y estaba abrazado a
una mujer tan joven como él. Parecía haber sido hecha en un parque. La
mujer tenía un gesto audaz y el cuerpo pequeño. Al lado de él, parecía
una niña, casi.
La cuartilla manuscrita era una carta. La letra y el
nombre que había abajo eran femeninos y llevaba una fecha próxima a la
que le podía imaginar a la fotografía en el parque. Decía:
Te acabo de echar otra carta pero sólo he puesto
bobadas y me olvidaba de decirte que hace sólo cuatro días que te
fuiste y ya me pasa que estoy como muerta. Por la noche duermo como
un animal y no sueño, y por el día echo horas mirando por la
ventana. Sólo hay una forma de resucitarme y esa forma sólo la sabes
tú. Te juro que eres lo mejor que hay en el mundo, lo más lindo y lo
único. Y yo estoy tonta por ti y lo pienso estar siempre.
Apenas terminé de leer, el reloj dio las doce y media.
Quise entender y deduje que el hombre había guardado la carta cuarenta
años porque a todos puede hacernos falta leer en algún momento que somos
lo único del mundo. Sobre todo si lo escribió otra mano, por ejemplo una
tan briosa y desenvuelta como la que había dibujado en tinta azul
aquellas palabras. Las fotografías también eran comprensibles. A
cualquiera, aunque no lo confiese, le importa su propio recuerdo. Lo que
no entendí fue que el hombre se hubiera dejado el sobre dentro de la
maleta.
Todas las mañanas a las doce y media, cuando es
invierno, cierro un rato la tienda y voy a un sitio que queda a un par
de manzanas a tomar un café caliente. Aquel día llegué con un poco de
retraso. Pedí mi café y mientras esperaba reparé en su presencia. El
hombre que me había vendido la maleta estaba sentado en un rincón, solo,
viendo cómo lloviznaba tras los cristales. Declaro aquí que hice el plan
de tomar el café e irme antes de que él me descubriera, para no tener
que hablarle. Pero me acerqué a su mesa.
-Disculpe.
Se volvió despacio. No miré más abajo de su cara, pero
olí a coñac. El hombre empleó un segundo en reconocerme. No dijo
nada.
-Perdone si interrumpo -repetí-. He venido a tomar un
café y le he visto de repente. Resulta que se ha dejado un sobre en la
maleta.
-Un sobre -murmuró.
-De haber sabido que estaba aquí se lo habría traído.
Si quiere se viene ahora conmigo y se lo devuelvo.
-¿Por qué?
-Cómo que por qué. Se lo ha dejado, en la maleta.
-No me lo he dejado. Es suyo. Usted me pagó.
Trescientas -hizo una pausa y agregó, casi con la sonrisa del joven de
la fotografía en la playa-: Y su arrepentimiento.
No estuve seguro de haberle oído bien.
-Yo le compré la maleta -recordé-. Después, cuando la
reviso, me doy cuenta de que se ha dejado dentro un sobre. Sólo he
pagado una maleta. El sobre es suyo.
-Se equivoca. Cuando uno vende la maleta es que ya no
le importa lo que solía llevar dentro. Usted es ahora el dueño de la
maleta, y de lo que haya dentro, también.
-Apenas quiero la maleta. En cuanto a sus papeles, me
sirven todavía menos. Si usted no viene por ellos, agarro y los
tiro.
-Me cuidaré mucho de insinuarle lo que tiene que hacer
-se desentendió, como si yo le estuviera suplicando algo.
-Debería recapacitar. Ha guardado esas fotografías
durante años. Hoy a lo mejor me las regala porque le pudre alguna cosa.
Pero me apuesto que mañana lo va a lamentar.
-¿Ha abierto el sobre? -me interrogó, con una
curiosidad remota.
-Le busqué antes de hacerlo.
-Da lo mismo. A mí tampoco me sirve lo que hay en el
sobre. Por eso se lo he vendido.
Me detuve un momento a organizar aquello en mi cabeza,
antes de que él me siguiera desorientando.
-Ya veo que lo planeó todo. La maleta era lo de menos.
Me ha engañado usted, y ahora se divierte -concluí.
-Vuelve a equivocarse. La maleta sí me servía. Se lo
dije: me sirvió siempre y me sirvió bien.
No soy un entrometido. En otra circunstancia habría
dado media vuelta y me habría marchado antes de que él arrancara a
contarme cosas de su vida. Debió ofuscarme la sensación de que se estaba
burlando y tuve ganas de cazarle. Fui yo quien le provocó:
-¿Lo hizo por rabia hacia la mujer?
El hombre se abandonó otra vez a su meditativa sonrisa.
Contestó como si hubiera estado esperando que le preguntara:
-Cuando la mujer desapareció era todavía una muchacha.
Hace ya demasiado tiempo de todo. Entonces usted estaba apenas naciendo.
Pero si le interesa, ella fue la única que no echó a perder lo que me
gustaba que fuese. Nunca sentí rabia hacia ella. Es tarde para empezar
ahora.
-Así que es por usted, la rabia. Por algo que fue o que
no ha sido.
El hombre se encogió de hombros.
-Si se refiere al de las fotografías, él nunca hizo
nada de lo que deba avergonzarme. Tampoco dejó nada importante por
hacer. Usted no se imagina. En aquella época el frío sólo me tensaba los
músculos.
-Me refiero a usted -dije, y temí haber ido demasiado
lejos.
-Le vendí la maleta, las fotografías de él, la carta de
la chica -recapituló, con firmeza-. De mí no le he vendido nada, pero
voy a regalarle algo. Ponga que esto lo explica todo: ellos dos no
merecen que los lleve conmigo al sitio donde voy.
Ahí mismo le odié, a él que me despreciaba en un rincón
de un café de cualquier parte, cansado y harapiento. O tal vez a él, que
había sujetado por la cintura a aquella mujer pequeña bajo los árboles.
Se me ocurrió que posiblemente la había traicionado mil veces, bajo los
palmerales de los mares del sur o de otros mares. Quise arrojarle mi
odio y para humillarme me salió una protesta débil y estúpida:
-No puede obligarme a que me los apropie. Cargue con
ellos o con la culpa de olvidarse.
El hombre me observó con lástima. Ensanchando la
sonrisa hasta llenarse la cara, bajo sus ojos azules que no reían nunca,
proclamó una extraña victoria:
-Es usted quien no puede obligarme a mí a recobrarlos.
He tenido mucho gusto en volver a verle.
Regresó a lo que ocurría en la calle, detrás del
cristal. Si me lo hubiera gritado en medio de la gente, no habría sabido
mejor que me pedía que me largase de allí. Él se había conformado con mi
dinero y yo no podía poner reparo a su maleta ni a nada que tuviera
dentro. Había tenido oportunidad de examinarla a placer antes de
pagarle.
Entonces miré la mesa. Sobre ella estaba el vaso de
coñac, del que apenas había tomado un sorbo. Junto al vaso había tres
billetes de cien, doblados en cuatro y a lo largo. El precio en que yo,
sin dudarlo ni escucharle, había tasado y le había comprado su
recuerdo.