En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no necesito
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un puñado de hijos de algo y una
multitud de hijos de nadie, o mejor dicho, de nadie que contara mucho en
realidad. Organizábanse estas dos fracciones con arreglo a una serie de
normas relativamente sofisticadas, que no sólo regían, con mayor o menor
eficacia, el funcionamiento interno de cada uno de ambos grupos, sino
también las relaciones entre ellos y las que pudieran llegar a
establecerse entre los individuos particulares que los componían.
El día normal de este lugar manchego comenzaba a una
hora muy temprana. Antes que la Aurora con sus dedos despaciosos
comenzara a rasgar el tejido de la noche, emergían de sus lugares de
descanso nocturno centenares de miles de hijos de nadie (y algún que
otro hijo de algo despistado o que debía tomar el primer vuelo a algún
sitio). Pocos de estos madrugadores abandonaban el lecho espoleados por
la impaciencia de correr a acometer alguna empresa para ellos
apasionante, o en la que se sintieran personalmente concernidos de forma
intensa. Bastaba examinar sus rostros en los habitáculos de las máquinas
que los desplazaban de un lugar a otro para advertir esa desgana de
vivir y esa renuncia a aparentar el más mínimo entusiasmo que muestra el
viejo cómico cuando inicia una representación mil veces repetida ante un
público al que ha dejado de respetar. En medio de la muchedumbre de
congéneres, veíase a cada uno de los hijos de nadie solo y fatigado y,
en casos extremos, derrotado y rendido antes de haber comenzado el
combate. Entre ellos los había que gozaban del derecho a estar allí, en
el habitáculo, en el lugar manchego y en sus alrededores; otros
ostentaban ese derecho de forma transitoria; y otros, finalmente,
carecían por completo de él, siendo su presencia una irregularidad
tolerada en términos inciertos y sobre la que sólo podían fundar
precarias perspectivas. Todos compartían en cualquier caso el mismo
espacio, y se veían obligados a competir, desde su privilegio o su
desventaja, por los nichos de subsistencia que en su categoría de hijos
de nadie les resultaban en principio asequibles.
Las reglas que determinaban su supervivencia
obedecían a una rica casuística resumible, no obstante, en dos esquemas
básicos: algunos, tras superar diversos trámites de admisión, que
presuponían su condición de individuos con derecho de estancia
permanente, lograban trasladar la carga de su manutención al conjunto de
sus semejantes, con carácter vitalicio y contra la prestación, real o
fingida, de un servicio a la comunidad; otros, previo el aprendizaje de
técnicas de dificultad variable, accedían a la posibilidad de recibir
recursos de suficiencia también variable para sostener una existencia
digna (conforme a alguna de las múltiples acepciones de esa expresión),
siempre y cuando acreditaran su capacidad para hacer que otro ganara
dinero merced a su trabajo. Si esto no era demostrable, o después de
haberlo sido dejaba de serlo, o sin más dejaba de convenir al
rentabilizador de sus esfuerzos seguir utilizándolos, su arreglo vital
podía ser abolido casi en el acto, sin otro requisito en el mejor de los
casos que abonarle una suma que compensaba sólo en parte el deterioro de
sus expectativas de futuro.
Se entenderá que ninguna de estas dos fórmulas
permitía a los hijos de nadie una vida singularmente heroica, ya que en
un caso se ganaba la tranquilidad al precio de la sumisión al orden
comunal y en el otro se carecía de no sólo de la posibilidad de hacer
grandes conjeturas sobre el porvenir, sino del tiempo y las energías
necesarias para nadar a contracorriente (porque hacer que otro se
enriquezca es una tarea exigente y fatigosa). Salvo seres excepcionales
y anómalos, que alguno siempre hay, la vida de los hijos de nadie venía
a resumirse en la obediencia más o menos escrupulosa a los reglamentos o
las instrucciones que les dictaban desde las instancias competentes.
Para persuadirles de la pertinencia de esta conducta, y de la
irresponsabilidad temeraria que constituiría no observarla, a los hijos
de nadie se les programaba para que a la primera ocasión practicable
desearan formalizar una hipoteca y para que necesitaran de manera
imperiosa acceder al uso y disfrute de una infinidad de artículos de
consumo velozmente obsolescentes: pulsiones ambas cuya satisfacción
requería la disponibilidad del efectivo al que sólo podían aspirar
mediante la enajenación de su autonomía.
Por lo demás, como la de cualquier ser que alienta y
palpita bajo el sol, la vida de los hijos de nadie estaba punteada de
momentos dulces y momentos amargos. Dulce les parecía entrar por primera
vez en el espacio habitable adquirido contra la formalización de la
hipoteca, y también se sentían dichosos cuando observaban fascinados el
funcionamiento o la prestancia del último artículo de consumo que habían
incorporado a su patrimonio. Amargo era ponerse enfermo a horas
intempestivas y acudir a dependencias atestadas donde médicos bisoños, o
distantes, o desbordados, o las tres cosas a la vez, les proporcionaban
al cabo de horas de espera paliativos estrictamente químicos para sus
dolencias (que podían funcionar o no y, en caso de que no lo hicieran,
sólo serían renovados previo padecimiento de otra interminable espera en
condiciones tanto o más penosas). Amargo era, también, recorrer cada
mañana la distancia que les separaba de sus centros de producción en
vagones demasiado pequeños para la cantidad de gente que pretendía subir
a ellos, o tratar de progresar en un laberinto cuyas vías cortadas o
menoscabadas por obras siempre decididas por otros les condenaban a
sufrir las consecuencias de atascos y accidentes. Y amargo era en no
menor medida, aunque no todos lo percibieran, tener que enviar a sus
hijos a educarse en lugares donde muy probablemente no iban a acertar a
proporcionarles las nociones que necesitarían para llevar adelante no ya
alguna empresa memorable o sobresaliente, sino una vida mediana de hijo
de nadie.
En las mismas coordenadas geográficas de latitud y
longitud, es decir, en el mismo lugar de la Mancha, pero dudosamente en
el mismo espacio y el mismo mundo, vivían los hijos de algo. Los
narradores resentidos y sarracenos, estilo Cide Hamete, incurren al
referir sus vicisitudes en vulgaridades y groserías que no cometeremos
aquí. Dejaremos bien sentado, por tanto, que los hijos de algo estaban,
como los hijos de nadie, expuestos tanto a la felicidad como a la
pesadumbre, y dotados tanto para la virtud como la abyección. Entre
ellos, como entre los hijos de nadie, había personas de corazón y mente
anchos y generosos, y seres más propicios a las angosturas. Las
diferencias que separaban a unos y otros, con ser importantes, no eran
del calibre necesario para dejar de considerarlos partícipes por igual
en las luces y sombras de la común condición humana.
Lo que diferenciaba a los hijos de algo era su grado
de autonomía. Ser hijo de algo relevaba en gran medida de las
dificultades e incertidumbres que presentaban las soluciones vitales
disponibles para los hijos de nadie. No sólo podían acceder en mejores
condiciones, tanto de partida como de llegada, a los tipos de arreglo
antes enunciados, sino que una vez instalados en ellos su grado de
dependencia de la voluntad ajena era mucho menor. Los hijos de algo
disponían además de otras soluciones propias y específicas, donde
encontraban satisfacciones y niveles de confort y maniobra impensables
para los hijos de nadie del común, y a los que ni siquiera los hijos de
nadie en quienes concurrían cualidades extraordinarias y una astucia
fuera de serie podían aspirar sino con el concurso de una fortuna
anormalmente propicia o como fruto de algún azar extravagante.
En general, los hijos de algo podían eludir los
centros sanitarios saturados y ser atendidos por gente aleccionada y
pagada para ser amable con ellos cuando la salud les era esquiva. Podían
concebir esperanzas razonables de que sus retoños recibirían la
instrucción necesaria para mantener la condición de hijos de algo. Y
aunque los laberintos viarios y las obras les perjudicaban como a los
hijos de nadie motorizados, solían tener mayor flexibilidad para evitar
las horas punta y al menos no se veían obligados a soportar las
estrecheces del transporte público, que eludían salvo que ocasionalmente
les conviniera por alguna razón tomarlo. Un conjunto reducido de hijos
de algo disponía, además, de ventajas especiales. Viajaban en coches
conducidos por otros que siempre les depositaban a la puerta del lugar
al que iban y les recogían allí mismo cuando terminaban; se beneficiaban
no ya de la deferencia sino del servilismo de las personas que velaban
por su salud (y que les trataban y examinaban con toda atención aun
cuando no sufrieran mal alguno); y podían convertir a sus hijos en
personas de mente y visión privilegiadas, políglotas y refinados, o, en
caso de fracasar en ese empeño, hacerlos pasar por tales a todos los
efectos.
Y así iba la vida, en el lugar manchego, según todos
sabían, aceptaban y, en cuanto les era posible, aprovechaban. Y los
hijos de todos, en las escuelas, leían, quién sabe por qué y para qué,
la historia de un viejo loco que embestía molinos de viento y clamaba
contra las injusticias.