El tipo escribe desde hace 24 años y tiene 38. No son
cifras redondas de acuerdo con las convenciones conmemorativas, que
prefieren celebrar los siglos, sus cuartos o como mucho sus décimos. En
cuanto al lugar, Santander, si no se equivoca es la cuarta vez que viene
en su vida, lo que no hace ni pocas ni muchas. Acude atendiendo a una
amable invitación, de igual modo que, en los últimos años, le ha sido
dado recibir múltiples otras. Sin duda el foro es respetable, pero no
más que cualquier otro, para quien alberga la convicción de que debe
respetar siempre a quien le escucha, ya hable en el más solemne
paraninfo o en el más destartalado centro de barrio. No hay, pues,
razones temporales ni espaciales singulares, pero quizá sea ése un buen
motivo para hacer examen de conciencia y sopesar, justamente aquí y esta
noche, lo que ha quedado escrito y lo que queda por escribir en el
futuro.
Digo que hace 24 años. Más de la mitad de mi edad,
casi dos terceras partes a estas alturas, desviando un buen pedazo de mi
existencia a poner palabras, historias y personajes inventados sobre el
papel. O, lo que es lo mismo, dejando de vivir en parte la vida, para
entregársela a criaturas que no existen y que te vampirizan en el
proceso, como dijera conmovedoramente uno que pasó antes por esta senda,
Miguel Delibes, en su discurso de aceptación del Premio Cervantes. Así
que supongo que he dejado de vivir ya bastante, aunque paradójicamente
ha sido merced a ese sacrificio, incluso a la renuncia que puede llevar
aparejada, como he obtenido alguno de los dones más hermosos que
recuerdo deberle a la circunstancia de haber nacido y seguir
resistiendo.
Pienso que un hombre debe creer en su oficio. Yo creo
en el mío, por eso vengo aquí hoy a defenderlo. Y creo en él pese a esa
constitución paradójica, pese al largo y arduo peaje que exige, o
precisamente por eso. Porque, si se me autoriza a hacer paradojas sobre
la paradoja, yo no habría podido ser escritor, ni creer en ello, si no
hubiera sentido que se trataba de un oficio paradójico. Hay quien, tal
vez por un desarreglo del espíritu, no puede creer en los caminos
demasiado derechos, necesita que la ruta se le muestre algo oblicua,
porque en caso contrario siente que se ha extraviado, que en algún
momento torció por donde no debía, aunque se vea acompañado de otros. No
sé si todos los que hacen literatura responden a ese perfil. Sólo por mí
hablaré hoy.
El peligro que tiene siempre el literato ante una
tribuna es el de divagar. Esto puede tener su gracia, si la tiene el que
divaga, pero no forma parte de ese respeto al auditorio al que me
refería al principio presumir que uno está dotado de la chispa necesaria
para salir airoso si se deja ir sin más. Por eso tiendo a ordenarme
cuando hablo, y también, aunque acaso resulte incongruente, he intentado
ordenar mi visión de esta paradoja que me apega a mi oficio. Para ello,
la he dividido en tres partes, en tres paradojas distintas y
complementarias que me ayudan a entenderla y espero que me ayuden a
hacerla entender.
La primera paradoja es la que llamo del solitario. No
la abordo en primer término por una elección al azar. Quizá sea la
primera que siente quien se propone escribir literatura. Y es que, desde
bien pronto, descubre que está solo, y que es precisamente en esa
soledad donde debe perfeccionarse, desde donde debe aprender a mirar, a
escuchar y a escribir. Nadie te acompaña cuando sales a explorar el
bosque, y esto, que puede resultar en ocasiones desalentador, debes
aprender a entender que es la única manera de encontrar en ese bosque lo
que debes: algo que nadie dijo, o nadie dijo igual, y que te estaba
esperando para que lo dijeras. Porque si no eres capaz de volver del
bosque con eso, más valdría que nunca hubieras salido, más valdrá que no
lo escribas, o que, si tienes la debilidad de escribirlo, tengas luego
el valor de hacerlo desaparecer. Uno intuye esto en los comienzos,
cuando aún está demasiado inerme y cuando sus gestos y sus movimientos
son excesivamente dubitativos. En ese instante, la intuición produce
cierto horror. Puede probarse a ignorarla, y escribir cualquier cosa
siguiendo la moda que en ese momento impere. Puede tomarse demasiado en
serio, y dejar de escribir. O puede asumirse con la mezcla de audacia y
reflexión, consciencia e inconsciencia, que supongo aqueja a quienes
logran ser escritores. Éstos se dicen: "bien, acepto estar solo y voy a
salir a cazar". Y aquí es donde viene la paradoja. Porque uno no sale a
cazar su propia comida, sino a cobrar piezas que pretende dar a probar a
los otros. El escritor se convierte en un cazador solitario que caza
para el prójimo, por lo menos el que a mí me interesa y considero
propiamente tal. Permítaseme excluir a los redactores de diarios íntimos
y a los geógrafos de su propio ombligo, porque concuerdo con
Schopenhauer en que la única meta posible del arte es la comunicación
del conocimiento (del conocimiento sobre el mundo, y no sobre un
individuo insignificante).
Éste es, probablemente, el momento crucial en la
elección por parte del escritor de su voz y su discurso. Espera que le
lean, necesita que le lean, para ser cabalmente lo que quiere ser. Pero
no puede escribir sólo en función de eso, no tiene más remedio que
escribir sobre ese bosque que explora en soledad, porque si eligiera
hacerlo sobre otras cosas, sobre otros parajes más transitados o
consabidos, para procurar ganarse al auditorio, fracasaría antes de
haber siquiera comenzado. Uno tiene que averiguar cómo los demás quieren
y necesitan leer lo que uno quiere y necesita decir. No escribir para el
público o lo que el público demanda, sino lo que a uno le demandan los
frutos de su exploración solitaria por el bosque, de una manera que
otros valorarán y disfrutarán, aunque a lo mejor no lo sepan hasta que
lo lean. Y es posible, y con eso debe contar el escritor en sus
comienzos, que nunca lo consiga. Que no haya nadie a quien interesen sus
cacerías ni las piezas cobradas, o que él no sea capaz de encontrar la
manera de hacer que resulten interesantes. En ese momento es,
probablemente, cuando se siente la mayor angustia. Pero también, si a
pesar de todo uno decide seguir adelante, cuando se tiene la rotunda
sensación de estar realizando un acto de libertad radical, y a la vez,
de radical compromiso con los semejantes. El escritor puede ser en ese
momento un total desconocido; pero acaba de hacer una apuesta que le
justifica, y que le dará la más alta satisfacción si su alarde de
libertad encuentra alguna vez eco en otros seres libres, en cualquiera
de los hombres y las mujeres a los que naturalmente está destinado a
ofrecer el fruto de sus desvelos.
Cuando eso sucede, cuando la obra llega a los
lectores y se produce "la comunicación en el seno de la soledad", de que
hablaba Proust; cuando el escritor siente que su obra, construida desde
su laborar solitario, se hace valiosa para otros, es cuando sabe
realizado su destino. Lo que ha levantado es algo más que el acta de su
ensimismamiento, es un conocimiento compartido y disfrutado por otros,
algo que se independiza de él y que le proporciona la sensación de
solidaridad y comunión con sus semejantes que le permite considerarse
artista. Se siente, en cierto modo, acompañado, más acompañado que
antes, y eso no le disgusta. Pero sabe, o debe saber, que para seguir
escribiendo tendrá que volver a estar solo. Que tendrá que salir al
bosque sin más compañía ni arma que sus ojos y sus oídos y volver a
cazar lo que nadie había cazado. Puede estar menos solo como ser humano,
y de hecho lo está. Pero no como artista. Y su destino es seguir
buscando en esa soledad algo que compartir con los demás. Porque si deja
de hacerlo, los lectores le volverán la espalda, y obrarán
legítimamente. Nada le deben. Libres son de atenderle o no, como él
quiso ser libre de decir y escribir.
La segunda paradoja a la que me gustaría referirme es
la paradoja que podría denominar del extranjero. La anterior creo que es
más o menos común a todo el que escribe literatura. Ésta, en cambio, la
siento como una paradoja bastante personal, y que me ha condicionado de
forma muy relevante a la hora de escribir. Lo confirma mi propia obra.
En muchos de mis libros, el protagonista o algún personaje principal es
extranjero, o se siente o resulta extranjero en el contexto en el que se
desarrolla la acción. Parece como si el extrañamiento, que en definitiva
es una forma de soledad, y posiblemente una deriva particular en mi caso
de la paradoja anterior, me resultara consustancial al acto de narrar;
como si lo necesitara para mejor contar una historia del modo y con el
alcance y la profundidad con que me gusta hacerlo. Como cualquiera,
tengo una patria, un lugar de pertenencia, y como cualquier escritor,
necesito ese anclaje, aunque sólo sea porque de él se deriva algo de
vital importancia para la literatura, el idioma en que uno escribe.
También como cualquiera, en lo que escribo constato que una buena parte
surge de la memoria, de esa patria en el sentido más amplio del término,
que abarca el ámbito vital, pero también geográfico, que uno siente como
suyo. Pero cuando me siento a escribir, incluso cuando me siento a
mirar, casi instantáneamente me convierto en extranjero. En alguien que
mira el espacio que ve con la curiosidad del intruso, como si en el
fondo sintiera que no puede pertenecer del todo a él, como si su lugar
estuviera eternamente en otra parte, o quizá en ninguna parte. Puede que
me ayuden a ser y sentir así mis orígenes: soy mezcla de andaluz y
castellano, es decir, oriundo por los cuatro costados de ese único reino
histórico que ya no existe en España, el de Castilla, contra cuyo
fantasma se afirman todos los demás reinos, principados y condados, que
sí existen y pretenden (y seguramente lograrán) existir aún más. Además
nací y he vivido en Madrid, esa ciudad de la que no es nadie, y que a
fuerza de expedir carta de ciudadanía a cualquiera, no proporciona
identidad alguna. Supongo que a otros les desolarían estas
constataciones. A mí, particularmente, me desasosiegan muy poco y hasta
me permitiría decir que las doy por bienvenidas, porque me falta añadir,
respecto de esta paradoja de la extranjería, o del extrañamiento, o como
se la quiera llamar, que la valoro como una de las más fértiles en mi
camino como escritor. Creo que sentirme extranjero frente al mundo en el
que vivo (tal ha sido y es mi experiencia, lo mismo antes, cuando era un
escritor en un mundo de abogados, que ahora, que soy un abogado o ya
casi ex abogado en un mundo de escritores) a la larga no me ha venido
tan mal. Y me parece que trasladarles ese rasgo a muchos de mis
personajes, haciéndolos también a ellos un poco extranjeros en las
historias en las que habitan, contadas a menudo por ellos mismos con esa
mezcla de asombro y distanciamiento, de lucidez y de inocencia que
caracteriza al forastero, me ha servido para dar con algunos de mis
mejores hallazgos como escritor. Al menos si he de guiarme (y lo hago,
aunque también atienda a otras señales) por lo que me cuentan los
lectores. Ahí está, sin ir más lejos, el que sin duda es el personaje
más influyente de los que he creado, ese sargento Bevilacqua de apellido
impronunciable, medio uruguayo y medio extranjero en el país en el que
vive y trabaja y en la Guardia Civil en la que, pese a todo, sirve.
Y es que para mí la paradoja del extranjero no se
limita al fácil recurso del desasido o el lunático. El extranjero o la
extranjería desde donde me interesa escribir no es la del que se siente
fuera, al margen y en definitiva (en eso suele ir a parar) por encima
del resto. Por eso no recurro demasiado a menudo a la figura del
outsider sin más lealtades ni sujeciones que las suyas propias, de
la que tiendo a desconfiar, sino que mis extranjeros sienten a la vez la
imposibilidad de pertenecer del todo al mundo en el que viven y la
necesidad de pertenecer en cierto modo, de cumplir en ese mundo alguna
función que resulte valiosa, y si no, por lo menos respetable, y si no,
por lo menos decente. En estos términos es en los que se plantea
propiamente su paradoja. Tal es el caso del sargento Bevilacqua, pero
también el de muchos más, incluso de los más descreídos y corrosivos,
como podría ser el protagonista de La flaqueza del bolchevique,
otro extranjero en su propia vida. Sólo en una novela extraña, La
sustancia interior, exploré la vivencia de un extranjero que
perseveraba en serlo y en rechazar todo vínculo con su entorno, aunque
aquí la paradoja estaba en que sus actos le enredaban más y más a cada
página, hasta un final que no desvelaré a quien no la haya leído pero
que quienes la conozcan sabrán valorar en este contexto. Ser y mirar
como un extranjero es mi forma de pertenecer. Y a partir de ella puedo
aceptar sin repugnancia la idea de patria, que además puedo extender
mucho más allá de su originaria y estrecha acepción. Así, mi patria son
los parques de Madrid, donde nací, o las calles de Getafe, donde vivo;
los montes de Málaga y los campos de Salamanca, donde nacieron mis
ancestros; pero también los páramos de Escocia, las calles de Brooklyn,
los valles de Sicilia, las esquinas de Praga, los cementerios de París,
las playas del Báltico, la ciudad vieja de Manila o las montañas del Rif,
por poner sólo unos pocos ejemplos de lugares a los que aprendí a
pertenecer pasando mi mirada de extranjero sobre ellos. Por eso mi
patria es también mi gente y sus espacios, incluidos los que conocieron
cuando yo no había nacido y luego puede ver (tal el caso de Marruecos,
por donde había andado mi abuelo, o el de Manila, donde vivió mi
bisabuelo). Por eso mi patria son también todos los lugares (y no han
sido pocos), que mis personajes han tocado en mis novelas, desde los más
lejanos a los más cercanos, desde los que aún no conozco (Varsovia,
Ákaba) hasta los que visité para la ocasión (Badajoz, Alzira, Segangan,
por recordar los que conforman el itinerario novelesco que tengo más
reciente). Y por eso soy incapaz de entender, y quiero seguir siendo
incapaz de entender, a quienes se ponen en el pecho una bandera y les
ponen a otros una bandera diferente para sentirse mejores que ellos o
enemigos suyos, los dos sentimientos más insensatos que puede tener uno
frente a cualquiera de los seres humanos con quienes al cabo comparte la
fragilidad de esta vida y este mundo.
La tercera y última paradoja a la que voy a referirme
es quizá la más amplia y a la vez la más difícil. La podría llamar la
paradoja de la invención, o de la ficción, puesto que urdidor de
ficciones es, con carácter general, quien a hacer novelas se aplica.
También la podría llamar la paradoja de la verdad, aludiendo a la otra
cara de la moneda. Y es que, tal y como he sentido el quehacer literario
desde que empecé a dedicarme a él, hallo que el novelista se encuentra
sometido a una contradicción enorme y esencial: sólo parece tener
sentido hacer una novela allí donde uno puede pretender inventar algo,
donde siente que su imaginación ha producido algo realmente original y
novedoso; pero a la vez, sólo tiene auténtico sentido leer novelas, más
allá de la vana consunción de tiempo para la que ahora existen múltiples
y más atrayentes alternativas, cuando las novelas nos hablan de la
verdad de la que estamos constituidos, atreviéndose a nombrarla y
rehusando participar de la ocultación, enmascaramiento y grosera
manipulación de dicha verdad con que a diario nos bombardean los medios
de comunicación. No esto es un signo exclusivo de esta época, aunque
nunca antes los medios de difusión de la mentira y de maquillaje de la
verdad tuvieron tanta potencia como tienen ahora. Pero por esto mismo la
verdad se ha vuelto tanto más necesaria, transgresora y seductora. Por
eso mismo ha ganado un valor insólito que el artista tiene el deber de
buscar.
No tengo ninguna duda. Lo que hace grande a una
ficción es que tenga detrás un soplo poderoso de verdad. La fantasía por
la fantasía es algo al alcance de cualquiera, y a la larga (o a la
corta) inofensivo y reciclable en merchandising y trivial
entretenimiento. Nada nos impresiona y conmueve más que lo verdadero,
aunque cuando viene envuelto en una obra de arte debamos asumir que hay
siempre un artificio en su construcción. Poniendo un ejemplo reciente:
nadie con un mínimo sentido de la narración cinematográfica, unas
mínimas nociones de montaje y una mínima experiencia como espectador de
documentales deja de advertir el elaborado y astuto artificio que es en
cada plano Fahrenheit 9/11. Pero la película es poderosa,
hubieron de darle la Palma de Oro en Cannes, han tenido que exhibirla
por doquier en el país cuyo sistema pone en tela de juicio y ha
impactado a millones de espectadores entre los que me cuento, por su
carga explosiva de verdad: la que hay en esos congresistas que no envían
a sus hijos a la guerra que defienden, en esa madre patriota que siente
haber entregado la vida de su hijo a unos embaucadores, en esos soldados
que se jactan de la borrachera del combate o que heridos aúllan en una
camilla. Hay quien lo llama la fuerza de la demagogia. Para mí es la
fuerza de la verdad que no teme ser dicha y expuesta, aun cuando no
resulte amable hacerlo, aun cuando tenga que enfrentarse a toneladas de
propaganda procesada y servida por la maquinaria más colosal y
omnipresente.
Por eso vale la pena bucear en la realidad, en sus
partes más distorsionadas o preteridas, pero también en las más cercanas
e igualmente falseadas, para buscar la materia y el pulso de las
ficciones. La realidad presente y la histórica, por qué no, pero en este
segundo caso, a mi juicio, es preciso asumir la responsabilidad que
contrae quien cuenta el pasado: no adulterarlo con burdas patrañas ni
manejarlo como reclamo espurio y banal, sin dejar de honrar al mismo
tiempo el deber que incumbe a todo contador de historias de hacerlas,
ante todo, significativas para el lector de su época. También, por las
mismas razones, vale la pena hacer que los personajes sean verdaderos y
procurar que digan verdad. Puede que uno pierda la oportunidad de
impresionar al lector con un campeón apabullante, o la ventaja de
engatusarle con una verborrea ingeniosa, pero a cambio ganará la
gratitud de quienes gustan de encontrarse con seres de carne y hueso que
les cuentan al oído sus grandezas y miserias, permitiéndoles reconocerse
en ellos, compartir sus alegrías y participar de sus miedos y sus
desazones. Y de propina logrará, o estará en condiciones de lograr, el
delicado tejido de emociones que hacen que un personaje sea algo
memorable, y no un muñeco al servicio de los designios, más o menos
inteligentes o afortunados, a que en cada momento pueda sujetarse el
narrador.
Además, la búsqueda de lo verdadero en todas sus
facetas es la única misión que puede aceptar quien admite que el arte es
una forma de conocimiento, y no un simple pasatiempo más o menos
gracioso o inspirado para esparcimiento de espíritus ociosos. Decía
Schopenhauer: "La verdad se resigna a una corta fiesta triunfal entre
dos largos lapsos temporales en la que es reprobada como paradoja y
menospreciada como trivial; pero la vida es breve y la verdad llega
lejos y perdura: digamos la verdad". Sigo su concepto de arte y sigo
este consejo.
La paradoja del novelista consiste en que la verdad,
a través del artefacto un tanto antinatural de una novela, no cabe
decirla directamente, como un testimonio notarial. Si uno narrase día
por día cualquier vida con absoluta fidelidad, sería insoportable. Si
ciertas cosas se contaran tal cual son, nadie les daría crédito. La
novela ha de decir la verdad a partir de la fábula, a través del
delicado equilibrio en que consiste la verosimilitud literaria, y con la
fuerza de persuasión que exige el arte narrativo. Probablemente éste sea
el mayor reto técnico que implica la escritura de novelas, o al menos el
que a mí me parece de mayor envergadura. Porque atañe a la manera de
escribir pero también a la esencia y al fundamento del acto de la
escritura literaria, a preservar justo aquello que puede salvarlo de la
futilidad y la charlatanería.
Pero esta dificultad práctica no puede alejarnos, ni
mucho menos distraernos, de la constatación inicial. Hay que hablar de
lo verdadero y de una forma verdadera, a través de personajes verdaderos
y humanos en toda la extensión; conjugando todo esto con la invención
pero sin incurrir nunca en el uso de cosméticos que, bien por
conveniencia del momento, por comodidad o por acuñamiento previo, sean a
priori más fáciles de digerir por el público. Éste es, acaso, el camino
para no cosechar grandes reveses, incluso para hacer sonar alguna
flauta, pero en modo alguno la forma de alcanzar una satisfacción
duradera y sostenida en el ejercicio de la escritura. Por el contrario,
si uno tiene el valor de decir lo que no se dice, o aquello respecto de
lo que incluso hay un extendido discurso contrario, puede encontrarse
con los más felices frutos de su labor. Vuelvo al ejemplo del sargento
Bevilacqua. En el fondo del personaje hay una verdad simple, pero que se
ha demostrado poderosa: un guardia civil que investiga homicidios puede
ser una persona normal, con sus peculiaridades no derivadas de su
oficio, sino de su vida y carácter. Ésta es hoy una verdad que pocos
discutirían (retomando a Schopenhauer, se ha vuelto trivial). Pero
cuando empecé con él, hace diez años, algunos me decían que estaba loco
por convertir en héroe literario a un miembro del cuerpo del tricornio,
y no son pocas las reservas y reticencias que he tenido que leer en
letra impresa acerca de la veracidad de este personaje. En definitiva,
surgió como paradoja, con un fondo de verdad para mí incuestionable, y
que no temí decir; y eso lo ha hecho persuasivo y seductor como
personaje literario. Las invenciones verdaderas, sigo y seguiré
creyendo, son las que abren camino.
He agotado mis tres paradojas y algo de lo que no he
hablado. Es una cuestión que una vez oí decir a alguien que no me
preocupaba, y le tuve que aclarar que se equivocaba profundamente,
porque sí me importa, y mucho. Lo que no creo es que haya que decir
mucho de ello, o por lo menos no mucho que tenga alguna entidad autónoma
de lo que resulta sustancial, que es a lo que he tratado de referirme
definiendo mi oficio de escritor en torno a las tres paradojas que
quedan expuestas.
Me refiero, naturalmente, al estilo. Una cuestión de
gran importancia para un escritor, insisto, pero que para mí, existe muy
poco por sí misma y desligada de lo que se quiere o se debe contar. Cito
por tercera y última vez a Schopenhauer: "Sólo quien tiene pensamientos
auténticamente propios posee un estilo genuino". También hago mía la
divisa estilística de Ramón J. Sender: "El mejor estilo es el que no se
nota". Y, si se me permite, recordaría el ingenioso juego de palabras
que sobre esta cuestión se puede leer en Alice in Wonderland: "Take
care of the sense and the sounds will take care of themselves"
(broma a partir del dicho popular inglés sobre la economía doméstica:
"Take care of the pence and the pounds will take care of themselves").
Lo importante es saber lo que uno tiene que decir, y después trabajar
para decirlo de la forma más elegante, hermosa, conmovedora y eficaz,
cómo no. Pero en el hallazgo de esa forma precisa pesará más la actitud
desde la que se escribe y lo que se quiere contar que cualesquiera
reglas abstractas e independientes que uno quiera definir
apriorísticamente.
Lo que antecede podría valer como resumen y como
condensación de esos veinticuatro años de dedicación a la literatura. He
preferido hacerlo así, en lugar de hacer la lista de obras, de
temáticas, de géneros, de territorios literarios explorados. A veces
tengo la impresión de que los libros (veinte, con el que saldrá este
otoño) son ya demasiados, y que también son demasiados los ámbitos en
los que me he aventurado como narrador, o al menos tantos como para
hacer engorrosa su enumeración. Además, confieso que me incomoda y
desconcierta un poco que se me invite a foros diversos en calidad de
especialista (en género policiaco, en literatura juvenil, en novela
histórica, en literatura interactiva, en adaptación al cine de obras
literarias), cuando yo no me considero tal cosa y me acabo sintiendo en
todos ellos fuera de lugar, como una especie de intruso, o en
definitiva, como ese extranjero al que hago una y otra vez llevar el
peso de las historias que escribo. Por eso esta vez he preferido huir de
lo concreto, sin perjuicio, desde luego, de ponerme a disposición de
quien entre los presentes quiera observar o saber algo sobre cualquier
novela o personaje o género en particular.
Pero al principio decía que aprovecharía esta ocasión
para hablar no sólo de lo hecho, sino también del futuro. Y creo que es
buen momento para hacerlo, porque en cierto modo siento cumplida una
etapa. He publicado quince novelas, y escrito algunas más. He probado,
con fortuna y generosa respuesta de los lectores, unos cuantos géneros.
He visto a algunos de mis personajes convertidos en seres medianamente
populares, incluso en personajes de la gran pantalla. También he escrito
algunas novelas que no fueron reconocidas, o no como yo esperaba. He
tenido aciertos, y he cometido bastantes errores. Me han reconocido,
creo, la mayoría de los primeros, y no me han reprobado, creo, la
mayoría de los segundos, pero eso no me exime de haberlos cometido ni de
ser consciente de todos. En conjunto, compruebo que el plan temerario
que me propuse hace más de veinte años, no ha resultado del modo
catastrófico que consideraba previsible. Y a partir de aquí...
A partir de aquí, no puedo hacer otra cosa que
continuar por el mismo camino, viviendo y asumiendo las paradojas de mi
oficio como lo he hecho desde el comienzo, porque me pareció y me parece
que ésa era mi obligación. Uno no puede cambiar así como así, y menos
aquello en lo que ha creído con todas sus fuerzas y a lo que ha servido
con toda su voluntad. Por eso, como cuando apenas era un chaval y
comenzaba a juntar letras en el papel, sigo sintiéndome un cazador
solitario que sale al bosque sin ayuda, y que no la espera; sigo
viéndolo todo como un extranjero ávido de de patrias a las que
pertenecer y hacer pertenecer a sus personajes, aunque nunca vaya a
instalarse en ninguna; y sigo creyendo, o creo todavía más que antes,
que decir sin miedo la maltratada verdad es el mejor camino para ganar
el corazón de la gente.
Lo dejó escrito Raymond Chandler, en palabras que son
toda una lección sobre el arte de escribir: