Fue una mañana de abril. Hasta entonces, nunca
había puesto el pie en el pueblo de mis antepasados. La razón era tan
trivial como eficaz: mi generación era ya la segunda que no había venido
allí al mundo, y el pueblo se encontraba algo apartado de la autovía por
la que se llega a la capital. Nadie se desvía de la autovía, sin razones
poderosas.
Solíamos ir a Málaga, a la capital, en verano. En esa
época, el paisaje que atraviesa la ruta ofrece un aspecto semidesértico,
con sus cauces secos y sus matojos agostados, sin otra sombra que la
esporádica de los algarrobos o los almendros ni más color que el pardo
ceniciento de los arbustos y el rosa rotundo de las malignas adelfas.
Cuando alguna vez, sobre el antecedente de esta impresión estival, me
había parado a imaginar el pueblo que mi abuelo había abandonado siendo
un muchacho, en mi mente se había dibujado un cuadro de aridez y casas
blancas extendidas sobre una arbitraria meseta.
Pero aquella mañana de abril, después de cruzar con
asombro una deslumbrante pradería, que cubría los pocos llanos y se
subía a los lomos de las muchas eminencias de los alrededores, se
ofreció ante mis ojos un pueblo imponente. Sus casas blancas no estaban
sobre ninguna meseta, sino arracimadas en la ladera de un monte desde el
que se asomaban a un desfiladero. Al final de este desfiladero había
otro, y después otro, y así hasta que la vista se perdía. Al fondo de
todos los desfiladeros, confinado entre sus angosturas, estaba el único
trozo remoto de horizonte. De frente había cerca otra elevación y hacia
el Este se alzaba, a media distancia, la línea rotunda de la cordillera.
Más allá de la campiña, en la mañana lavada y reciente, la altura de
esas montañas servía para apreciar el volumen colosal del escenario.
Lloviznaba. Aquella agua, junto con la que había caído
antes, a lo largo de un invierno tan generoso como no se había visto en
décadas, había obrado el milagro de fecundar el desierto. Por la falda
de los montes, sobre el manto esmeralda de la hierba, se derramaban
enormes manchas de flores amarillas y blancas. Tras la capota de las
nubes, el sol porfiaba por participar de aquella euforia. Cuando
conseguía infiltrarse por un resquicio, todo resplandecía bajo su luz,
que cegaba. En una tienda a la que entré a comprar embutidos y vino de
la tierra, me aseguraron que abril siempre era allí el mes mejor, pero
no se recordaba que hubiera venido uno tan bonito como aquél, y podía
apostarse a que tardaría en venir otro igual. Mi informante era una
mujer que pasaba de los setenta años y sonreía como una niña
traviesa.
Aparqué a la entrada del pueblo, al pie de la
casa-cuartel de la Guardia Civil, y me interné por el dédalo moruno de
sus calles. Apartándome de las vías transitables para los automóviles,
aunque el tráfico era poco, me deslicé por las callejas más recónditas,
junto a las ventanas de las cocinas, donde invariablemente se cocía el
puchero de arroz y garbanzos con un suave aroma de hierbabuena. Había
comido a menudo aquel puchero, cuando nos lo hacía mi abuela, y su olor
era como una prueba de esa consistencia y esa permanencia que a veces,
entre sus muchas incoherencias y provisionalidades, sabe adquirir la
vida. Las mujeres de Colmenar cocinaban los garbanzos con la misma
sabiduría y lentitud con que durante siglos lo habían hecho sus
predecesoras. Alguna, pude oírlo al pasar, canturreaba como al descuido
un aire flamenco que debía sonar parecido a las canciones que hubieran
podido sonar siempre. Ahora, en el fin del milenio, entraban allí por la
televisión los seriales, los concursos basura y el fútbol. Pero en torno
al puchero se custodiaba una herencia preciosa, invulnerable a la
zafiedad de la época. Pensé que la única ocupación que valía algún
esfuerzo era la de buscar, entre la maleza de improvisaciones y
mezquindades, esas cosas de una pieza, como el aroma del puchero o la
voz de una mujer que canta sin dar en que puedan escucharla; cosas que
enseñan a querer a los otros y soportarse a uno mismo. Podía abrigarse,
acaso, la ingenua convicción de que nada importaba lo mucho que pudiera
degradarse todo lo demás, mientras se tuviera de vez en cuando alguna
prueba, como aquélla, de las eternas honduras del alma.
Al cabo de un breve recorrido, y mientras arreciaba la
lluvia, llegué a la Plaza de España. Dentro de su recoleto perímetro,
definido por atildadas casas blancas, destacadamente la consistorial, no
había nadie. Sobre la acera empapada, desde el hueco circular de sus
alcorques, se erguían pequeñas siluetas de naranjos, moteadas del
brillante color del fruto. El cielo se había teñido de un gris negruzco
y el aire estaba tan lleno de oxígeno y de olor a lluvia y azahar que me
quedé aspirándolo hasta que aflojó el chaparrón. Después desanduve el
camino y me encontré de nuevo a la entrada del pueblo, contemplando el
valle por el que iba avanzando la tormenta.
El sol inundaba ahora la ladera que había de frente.
Desde mi atalaya, justo delante de la casa-cuartel, con la mirada
enredada entre los almendros y los olivos que crecían en aquella ladera,
soñé que era mi abuelo y que mi abuelo soñaba con alguna cosa que le
esperaba más allá de los montes. Cuando aún no había cumplido la
veintena, mi abuelo se había ido caminando hasta Antequera, treinta
kilómetros o más de marcha por terreno áspero, para hacerse soldado.
Después combatió durante años en África, donde vivió ofensivas
victoriosas y desembarcos y también retiradas y desastres, incluido el
exterminio de toda su sección, del que se libró por casualidad. Cuando
la guerra terminó, no volvió al pueblo. Se quedó en el ejército, en mala
hora. Contra la fortuna de su campaña africana, tuvo la desventura de
caer en la paz, víctima de una bomba de mano que le explotó en unos
ejercicios. No murió porque sólo tenía treinta y tres años, pero
estuvieron sacándole metralla, la que pudieron, durante un lustro, y
nunca volvió a oír. No oyó a ninguno de sus hijos llamarle, ni reírse,
así que hubo de vivir el resto de sus días tratando de olvidarlo, a
veces tumultuosamente. Mi abuela me contó una vez que él le pedía a ella
que lo perdonara y lo comprendiera, y que ella lo había perdonado
siempre, porque era un buen hombre que sufría y no podía dejar de
hacerlo. Me lo contó la víspera de la boda de mi prima, a quien mi
abuelo, como a mí, había llegado a conocer brevemente. Siempre había
dicho, desde que le había nacido aquella nieta, que cuando se casara él
le compraría el vestido, y lo hizo. Como hacía ya mucho que él no
estaba, fue mi abuela quien se encargó. Mientras me explicaba por qué,
me confió también que lo echaba de menos y le dolía que él no hubiera
tenido suerte. Supe que mi abuela, que iba a cumplir noventa años, se
refería en ese momento a que la vida de mi abuelo no hubiera sido larga,
o no lo bastante como para ver todo lo bueno que se había hecho de los
suyos. Siempre he sido escéptico sobre algunas cosas, pero estuve de
acuerdo con mi abuela en que todo iba bien: nos hacíamos mayores, nos
casábamos, y no nos estallaban granadas en la cara.
Según escampaba, los pájaros arrancaron a cantar
furiosamente. A lo lejos, abajo del desfiladero, divisé los restos de un
cortijo arruinado. Casi todos los que había, diseminados por los montes,
lo estaban. Muchos habían sido abandonados cuando la guerra civil,
porque en sus aislados emplazamientos eran presa fácil para los
guerrilleros. Mi familia había poseído tierras por allí, pero mi abuelo
había liquidado las últimas para pagar las deudas de mi bisabuelo.
Ignoro durante cuántas generaciones vivió mi familia en Colmenar. Si es
verdad que la tierra se mete en la sangre, debieron ser las suficientes
para que aquélla lo hiciera en la que a mí me corría por las venas.
Cuentan de mi abuelo que al final de su vida, aunque nunca regresó al
pueblo para vivir, gustaba aún de irse a recorrer aquella serranía, y
que era difícil seguirle cuando trepaba entre las jaras. Al
adiestramiento que le hubieran procurado sus correrías infantiles, o la
breve época en que había labrado aquellos campos difíciles hasta para
las mulas, se unía el recibido durante las escaramuzas en las también
montañosas comarcas del Yebala. Quizá por eso mi abuelo siempre tuvo
nostalgia de África, que aliviaba escuchando en una vieja radio los
monótonos cantos marroquíes que llegaban en onda corta desde el otro
lado del Estrecho. Aunque era la primera vez que yo estaba allí, en el
corazón de los montes, sentí como no había imaginado la intensidad de
todas las sensaciones que administraban, y comprendí que pertenecía a
aquella tierra y que me abarcaba, para bien y mal, su vocación
insatisfecha.
Esa mañana, antes de subir otra vez al coche y alejarme
por la carretera, concebí un plan irrealizable: reunir el dinero
suficiente para comprar una de aquellas haciendas en ruinas, restaurarla
y procurarme en ella un refugio donde sentarme frente a un fuego y
escapar de la zozobra diaria. Preferiblemente, pasaría allí las
primaveras, que en Colmenar empiezan mucho antes que en Madrid, y
pasearía todas las mañanas por sus fugaces campos verdes, bajando las
cañadas y subiendo las laderas, guardando la incierta memoria de mi
estirpe y buscando en el mío los ecos de su espíritu. No podría quedarme
allí para siempre, porque entre aquel paisaje y yo se interponía la
barrera poderosa de dos emigrados, mi abuelo que lo había sido del
pueblo y mi padre que lo había sido de la provincia. Pero, según aquel
proyecto, nunca dejaría de volver, de primavera en primavera.
A veces me asalta un extraño y virulento deseo de
viajar a Colmenar. También sueño a menudo con sus montes y sus prados
primaverales. En el sueño apenas hay imágenes, o son más bien confusas,
pero siento en la cara el viento de la sierra y escucho cómo bate entre
los almendros y acaricia los olivos, en la tormentosa mañana de abril. A
veces pasa mi abuelo, y en mi sueño, porque en ellos no son forzosas las
desgracias, él también escucha el rumor y puede oír, al fin, la risa de
sus hijos.