Si no fuera porque el
título del curso sirve para situar esta intervención en un saludable
contexto de normalidad, podría a algunos resultar chocante el que un
escritor varón se avenga a disertar sobre mujer y literatura sin que sea
preciso ejercer sobre él violencia ni coacción alguna. Podría quizá
parecer un gesto poco viril, o incluso hacerle el caldo gordo a ese
feminismo rampante y belicoso del que tantos escritores son detractores
decididos. Pero siempre he detestado los tópicos y las ideas
preconcebidas y contemplado con enormes reservas cualquier militancia
intelectual intransigente. Por eso me alegra poder comenzar afirmando
que el asunto que aquí se debate suscita en mí un interés intenso y
antiguo, y también por eso debo agradecer a la directora del curso su
invitación a participar en él. No quiero dejar de celebrar públicamente
su idea de no limitarse a abastecer las ponencias del curso con mujeres,
como suele ser habitual en todo lo que se organiza en torno al binomio,
quizá de moda, "mujer-literatura". Su buen criterio nos acredita que en
alguna parte perdura el sentido común y no prevalece, todavía, el cada
día más imparable pensamiento binario-simplista.
Quisiera hablar hoy sobre la mirada femenina en la
literatura, y para ello, como resulta conveniente (aunque quizá no
forzoso), preferiré referirme a la obra y la personalidad de algunas
escritoras, unas célebres y otras menos conocidas. Pero antes de eso, y
no sé si como introducción provocadora o como expiación de los pecados
históricos de mi sexo, perderé unos minutos en analizar lo que podría
considerarse el reverso del título de esta intervención: la mirada del
escritor varón sobre la mujer.
I. MIRADAS MASCULINAS
Aunque sea una constatación que a nadie debe
enorgullecer, es cierto que cuando uno se para a examinar el trato
históricamente dispensado a la mujer en los libros escritos por hombres,
no resulta nada difícil encontrar múltiples casos de actitudes poco
presentables, y no sólo desde esa óptica mojigata de la corrección
política, sino incluso desde el estricto punto de vista de la dignidad
humana.
Como sería muy fácil traer a colación a uno de esos
escritores a quienes todos detestamos, para perpetrar un linchamiento
ventajista aprovechando la obviedad de la materia, prefiero recoger
aquí, a título de ejemplo, algunas miserias de uno de los escritores en
lengua castellana a quienes más admiro: Juan Carlos Onetti.
Primera miseria: siempre pudo presumirse que la
principal heroína del ciclo narrativo de Santa María, localidad
imaginaria en la que transcurre gran parte de la obra de Onetti, es la
tarada Angélica Inés, con la que el turbio Larsen planea un sórdido
matrimonio por interés en El astillero. No obstante, y para que
no quedara ninguna duda, al autor, antes de morirse, le dio tiempo a
convertir a esta retrasada y plausiblemente ninfómana en consorte de su
indudable héroe máximo, el doctor Díaz Grey. Lo hizo en su por otra
parte estremecedora novela última, Cuando ya no importe.
Segunda miseria: es patente el tono despectivo hacia
las hembras que impregna múltiples pasajes de la obra onettiana. Acude a
mi memoria uno de La vida breve, donde el narrador, a propósito
de una mujer con la que viene sosteniendo algo semejante a un romance,
se despacha de repente con esta brutalidad: "La vi retorcerse,
pequeña, imbécil hasta el tuétano, la cara sostenida con las manos".
Pero en ningún lugar la canallada llega más lejos que
en El pozo, uno de los libros más sucintos y desgarrados del
autor, donde se contiene este párrafo:
"He leído que la inteligencia de las mujeres
termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la
inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu
de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre;
terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con
sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un
hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas
mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día se despierta al
lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de
los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan
con chocolatines en las esquinas de los
liceos".
Quizá haya que reconocerle a Onetti, no obstante, el
mérito de aceptar hacerse odioso por derecho y sin tapujos. Es difícil
encontrar a quien se atreva a confesar de esa forma sentimientos tan
arraigados y a la vez execrables. En este momento consigo recordar
solamente a otro conspicuo misógino, el poeta catalán José María
Fonollosa, que pudo escribir aquellos candorosos versos:
Es mala esta mujer. De verdad mala.
Tan mala como linda. Si la dejo
me matará, lo sé. Lo sé de veras.
Mis amigos se ríen. Yo estoy triste
pues no logro apartarla de mi lado.
Ojalá no me amase o se muriese.
La cuestión, sin embargo, es que al lado de estos pocos
pilotos kamikazes de la palabra, existe en el mundo de las letras toda
una legión de despreciadores sutiles y oblicuos de la mujer como ser de
carne y hueso. Lo son, al menos en potencia, los que en alguna ocasión
se han deleitado desmedidamente con princesas lánguidas, los que han
acreditado una afición malsana por las vampiresas y los que se han
burlado vilmente de las viejas solteronas. Sólo con esto ya abarcaríamos
una buena porción de la nómina de escritores de la literatura universal,
pero aún queda otra categoría de emboscados, los que eligen menospreciar
a la mujer ensalzando a cierta clase de mujeres. Entre ellos puede
también mencionarse un caso ilustre, y que de nuevo para evitar
suspicacias es el de un escritor por el que declaro sentir cierta
reverencia: Alejo Carpentier.
En una de sus obras mayores, Los pasos perdidos,
el protagonista, un tipo más bien desorientado, se interna en la selva
amazónica en pos de algún tipo de redención. Y la encuentra: una mujer
en la que cree encarnada la esencia misma de la mujer, una mujer exenta
de falsedades que le alivia de su aburrido matrimonio y de una amante
cuya inteligencia empezaba a hastiarle (sic). La presunta mujer
esencial es una criatura de sentimientos elementales, una
habitante de la selva que se llama a sí misma Tu mujer, cuando
habla con el protagonista. No puede haber más proclamaciones de amor a
esta mujer a lo largo del texto, que desemboca en un emocionado final,
pero cabe intuir que la pasión se asienta no en lo que ella es, sino más
bien en todo aquello que no es.
Un repaso como el que queda hecho, y podrían emplearse
otros muchos ejemplos y extraerse conclusiones aún más contundentes,
hace planear alguna duda sobre la aptitud de un escritor varón para
abordar, como no sea desde el desdén o la ignorancia, el asunto de la
relación entre mujer y literatura. Sin embargo, y para empezar a impedir
desde ya que prospere ese tópico, pueden esgrimirse algunos argumentos
en descargo de los escritores. Y en mi parecer, ninguno es mejor que el
inventario de colosales personajes femeninos creados por los no pocos
hombres que supieron acercarse con agudeza a la realidad de la mujer;
personajes que poseen toda la hondura, la fuerza y la consistencia que
al lector le cabe demandar. No son pocas, estas heroínas, y algunas
están en la mente de todos. Podría señalarse entre ellas a la
complejísima Celestina, o a la poderosa y a la vez adorable Madame Rênal
de El rojo y el negro (personalmente, una de las criaturas de la
literatura universal que más me cautivan). Podría citarse, también, a la
disolvente y estoica Molly Bloom que cierra el Ulysses, en ese
fragmento que quizá sea uno de los más deslumbrantes estallidos de la
literatura de este siglo.
Para componer esas mujeres, quienes escribieron los
libros en los que ellas aparecen no pudieron limitarse a esa mirada
adocenada y burda que quiere el prejuicio. Esos hombres, y muchos otros
a lo largo de la historia de la literatura, asumieron el deber de
conocer la sensibilidad femenina, o lo que es lo mismo, se interesaron
verdaderamente por la mujer como ser real, sin hacer de ella un muñeco
más o menos tosco, sólo susceptible de ser utilizado para el regodeo o
el desahogo, o como chivo expiatorio con el que dar salida a bajas
pasiones y frustraciones masculinas diversas. Y no creo que ninguno de
ellos se avergonzara de su interés por lo femenino, porque acercarse a
ese otro lado de la frontera entre los sexos es tanto como ensanchar el
territorio de la imaginación y de la inteligencia, que son la primera
materia del arte.
Pero es el momento de regresar a la literatura
femenina. Y quizá nada mejor que hacerlo con una interrogación.
II. ¿EXISTE LA LITERATURA FEMENINA?
No pretendo con esta pregunta provocar al auditorio, de
cuya indulgencia ya he abusado con las dos o tres citas anteriores.
Tampoco trato de abrir una discusión metafísica, pese al siempre
alarmante uso del verbo "existir". Mi empeño en este punto es volar
mucho más bajo. Aludo a esa discusión en la que parece casi vergonzoso
no tener una postura, y bien definida: ¿Hay algo que haga a los libros
escritos por mujeres esencialmente diferentes de los libros escritos por
hombres?
He oído a algunas escritoras rechazar indignadas tamaña
insinuación. Y he oído a otras anatematizar a quienes dudan de ella.
Entre los escritores también he oído de todo. Creo que predomina lo
primero, no sé si con una especie de suficiencia (los libros de
mujeres son distintos, menos complejos) o con una parte de envidia
(los libros escritos por mujeres son diferentes, parece que ahora se
venden más).
La verdad es que debo confesar que alguien como yo,
ajeno a cualquier militancia en este terreno, no sabe muy bien a qué
carta quedarse. Para juzgar de la diferencia entre hombres y mujeres, no
tengo otro recurso que subir desde lo obvio.
Es claro que la especie nos ha diseñado para cometidos
biológicos distintos, lo que determina los rasgos anatómicos y
fisiológicos que nos separan. También parece que, en función de esa
finalidad distinta, las mujeres son más resistentes a las enfermedades y
a los patinazos mentales (los suicidas son muy mayoritariamente
varones), y en consecuencia más longevas. Puede afirmarse también,
aunque esto ya es entrar en terreno pantanoso, que la naturaleza
establece las diferencias mencionadas porque calcula que la mujer es la
que atenderá a la prole. Sabido es que a la especie, que se rige por
leyes biológicas estrictamente nazis, el individuo le importa un bledo:
lo que protege es su propia perpetuación, que vendrá de los procreados y
no de los procreantes, cuya muerte es incluso necesaria y conveniente a
partir de cierto momento.
Si del terreno de la pura animalidad pasamos a la
inteligencia, que en definitiva es la que produce la literatura, la cosa
se complica. Parece que los neurofisiólogos han detectado diferencias
entre el funcionamiento cerebral masculino y femenino (y parece, por
cierto, que el balance de esa comparación no es desventajoso para la
mujer). Como la actividad cerebral tiene un soporte físico, el
intercambio de iones que se traduce en los espasmos de las células
nerviosas (algo que descubrí con cierto horror al estudiar bioquímica),
quizá no deba descartarse que la naturaleza haya entrado en ese detalle
para amarrar también de algún modo sus monomaníacas intenciones.
Sin embargo, carezco de la cualificación científica
precisa para llegar a alguna conclusión por ese camino, y no sé si
alguien la posee. Una alternativa para salir del atolladero, bastante
utilizada en las discusiones literarias, es elegir la postura que a uno
le pida el cuerpo y defenderla alzando mucho la voz. Pese a la
solemnidad con que algunos proclaman la ineludible prevalencia de lo que
a ellos se les antoja mejor, en literatura no hay casi ninguna verdad
objetiva contrastable en términos de certeza. Por decirlo pedantemente
(se admiten abucheos), en esta materia casi no hay conceptos
"falsables", en el sentido popperiano. En literatura, en suma, todo es
cuestión de pura opinión, y lo mismo que André Gide consideró un
disparate infumable la obra de Proust (aunque se arrepintiera luego),
pasan ante muchos por maravillas las cosas que otros cubren de
inmundicia. Ahora bien, para no volvernos locos ni enfadarnos los unos
con los otros más de lo necesario, no estaría de más que de vez en
cuando nos esforzáramos por que nuestras opiniones en esta materia
fuesen menos categóricas, a la vez que menos gratuitas. Y aunque me
cueste y sea arriesgado, aceptaré el esfuerzo. Lo que concluya (o no
concluya) sobre el asunto que hoy me ocupa, trataré de justificarlo.
No está de más, cuando uno observa una realidad
cultural como la literatura, prestar alguna atención a lo que dice la
sabiduría convencional. Según ella, entre la inteligencia femenina y la
masculina podría establecerse una doble contraposición, cuyo resultado
conjunto para cada una de ellas no está exento de paradoja. Así, las
mujeres serían más emotivas, mientras que los hombres tenderían más a la
racionalidad. Y por otra parte, las mujeres serían más pragmáticas,
mientras que los hombres presentarían una mayor propensión a la utopía.
Lo que arroja como resultado mujeres emocional-pragmáticas y hombres
racional-utópicos. Si este planteamiento fuera cierto, tendría su
reflejo en las obras escritas por unos y otros: en los libros compuestos
por mujeres se prestaría mayor atención a los sentimientos y a los
pequeños detalles concretos de la vida; mientras que las obras
masculinas estarían más marcadas por un raciocinio abstracto, a menudo
conducente a ideas exageradas y quiméricas.
He conocido a no pocas personas que creo que
suscribirían sin muchas dificultades esta sencillísima caracterización.
Por lo menos en términos de orientación general, que ya sabemos que para
todo pueden encontrarse excepciones (incluso virulentas). Y no diría que
entre estas personas predominan las mujeres o los hombres.
Por seguir recogiendo datos, con humilde empirismo,
podemos poner encima de la mesa a continuación uno que abre una fisura
en la idea más o menos preconcebida que acabo de exponer: hágase el
experimento de entregar a unos lectores de sensibilidad y gustos
diversos un número X de relatos, la mitad escritos por hombres y la otra
mitad escritos por mujeres. Omítase indicar en ellos el nombre y el sexo
del autor. Pídaseles que identifiquen, entre ellos, los que creen
debidos a un varón y los que creen debidos a una mujer. Se obtendrán no
pocos errores, y además los errores no serán los mismos en cada lector o
lectora. Este pequeño juego lo he hecho a menudo en concursos literarios
de los que he sido jurado, y puedo decir por mi propia experiencia como
lector enfrentado al acertijo que, salvo que la obra presente un claro
carácter autobiográfico y uno pueda apostar sobre esa base, no es nada
difícil confundirse.
Lo dicho pone en cuestión esa pretendida diferencia
entre literatura femenina y masculina. Sin embargo, dispongo de una
anécdota personal muy repetida que iría en el sentido contrario. He
escrito dos novelas juveniles cuyas protagonistas y narradoras son
adolescentes de catorce o quince años. Las dos están en primera persona,
y refieren, entre otras cosas, las sensaciones de esas adolescentes ante
hechos ordinarios y no tan ordinarios: sus enamoramientos de chicos de
su edad, sus relaciones con sus amigas, sus conflictos, etcétera. Uno de
los comentarios más reiterados por las lectoras, jóvenes y adultas, de
esas dos novelas, es que no podían creerse que estuvieran escritas por
un hombre. Luego existe la convicción, entre las propias mujeres, de que
ciertas realidades sólo pueden novelarlas las mujeres. De ahí que se
perciba como anómala la irrupción en ellas de un novelista varón. Y
cuando el río suena, agua debe de llevar.
Habría que desdramatizar este debate. Creo que en
términos generales, apreciando grandes tendencias, y admitiendo una
legión de incomodísimas excepciones, sí hay cierta diferencia entre la
literatura escrita por mujeres y la escrita por hombres. Y no porque me
crea capaz de acreditar una nítida e inexorable diferencia natural entre
la inteligencia de unos y otras (ya he expuesto mis pobres logros al
respecto), sino porque la literatura y el escritor surgen de una
realidad social y la realidad social de hombres y mujeres ha sido
abruptamente diferente durante siglos. Todavía lo es, con mayor o menor
dureza, en muchos lugares del mundo. Conviene recordar que el mundo no
se acaba en Europa, y que tampoco Europa, por desgracia, se acaba en sus
proclamadas buenas intenciones respecto de casi todo (incluida la
igualdad entre sexos).
Las sociedades han desarrollado papeles masculinos y
papeles femeninos, y eso, tenga o no una fuente natural (tampoco importa
tanto, porque si de algo es capaz el ser humano es de violentar la
naturaleza), ha condicionado la vida de los hombres y de las mujeres y
también, necesariamente, lo que unos y otras han escrito. La realidad
social, por otra parte, es siempre dinámica, lo que hace que algunos de
esos papeles se alteren, se intercambien, se fusionen. Por eso de nada
sirve una fotografía fija, y quizá ahora la diferencia entre literatura
femenina y masculina, si subsiste, sea mucho menor que la que había en
el siglo XIX. Como tampoco puede hacerse el mismo juicio respecto de la
literatura que se produce, hoy día, en sociedades más desarrolladas y
prósperas o en otras más atrasadas y acuciadas por las necesidades más
básicas.
Un poco más adelante, con algunos casos prácticos,
intentaré ilustrar esta teoría, que insisto, no es más que una opinión
un poco apuntalada. Pero antes de eso, debo referirme brevemente al
concepto que da título a esta intervención.
III. LA MIRADA FEMENINA
Un famoso escritor de sensibilidad quizá femenina, al
menos según la idea tradicional de la sensibilidad, nos dejó enseñado
que la principal facultad que puede tener el escritor de novelas moderno
no es el respeto de los cánones estilísticos, ni el encadenamiento
trepidante de la acción, ni siquiera la absoluta coherencia de la trama.
Ese escritor, que se llamaba Marcel Proust, demostró con una novela casi
absurda, de miles de páginas de extensión, que el don principal que
tiene el novelista moderno es el don de la mirada. Y la mirada, en
Proust, es la finura y la profundidad en la observación del detalle y
también del conjunto, la capacidad de atender minuciosamente al
transcurso de la vida y de recrearla después, con todo su volumen e
intensidad, en las páginas escritas. La mirada es descubrir lo que somos
pero también lo que no somos, como si en realidad pudiéramos serlo. La
mirada es aproximarse a la realidad con devoción y traérsela de vuelta
como botín para verterla cuidadosamente en el papel.
Se me ocurre que el escritor que quiera tratar
decorosamente a la mujer como sustancia literaria, tiene el deber
primordial de ejercitar su mirada con ella. En un primer momento, el
ejercicio consiste en observar a la mujer, en conocerla y comprenderla
hasta donde sea posible. Pero el ejercicio sólo estará completo si el
escritor llega a dar un segundo paso, en el que deberá ensayar algo más:
experimentar y sentir la propia mirada que la mujer, o más bien las
muchas mujeres que cabe concebir, dirigen hacia el mundo. Estoy
convencido de que los escritores que consiguieron llegar a construir
grandes personajes femeninos, superando la angostura de los clichés
milenarios (Eva, Salomé, la misma Virgen María), completaron de alguna
forma el ejercicio.
Y pudieron completarlo, en primer lugar, gracias a las
mujeres reales que les rodeaban: sus madres, sus hermanas, sus esposas,
sus hijas, sus amigas, sus vecinas. Ésa fue y sigue siendo para el
escritor curioso e interesado una fuente irremplazable. Pero hay otra
posibilidad de investigación que consiste en indagar con atención en la
mirada femenina que ya quedó plasmada en forma literaria, o lo que es lo
mismo, en la obra de las mujeres que sintieron la necesidad de escribir
ficciones.
Es relativamente frecuente entre los varones un desdén
más o menos automático hacia la literatura femenina, que a muchos parece
que se ocupa sólo de esas pequeñas perturbaciones cotidianas que tan
poco seducen al hombre (animal sediento de aventuras) o en el mejor de
los casos de excesos sentimentales respecto de las que la única actitud
viril aceptable es de una prudente tibieza. Ninguno de estos aspavientos
ahuyentará al estudioso de la mirada femenina, aunque de vez en cuando,
aquí y allá, deba constatar que no todas las escritoras (al igual que
sucede con los escritores) nos muestran la misma hondura y longitud de
mirada en sus obras. No todas las miradas son igualmente certeras y
útiles respecto de la realidad del mundo, ni siquiera lo son respecto de
la propia realidad de la mujer. Siendo eso cierto, sin embargo, todas
enseñan algo al curioso y con ninguna puede considerar totalmente
perdido su tiempo
Creo que es justamente a través de la búsqueda de la
mirada como el escritor (no sé si el resto de la gente) puede sacar
alguna utilidad de un ejercicio que en otro caso sería puramente
bizantino, cual es al fin y al cabo el de decidir la existencia o
inexistencia de una literatura femenina distinta de la masculina.
Aceptada (provisional y cautelosamente) dicha diferencia, profundizar en
la mirada que practican las mujeres que escriben libros sirve al
escritor para construir mejor su propia mirada sobre la mujer. Y si es
novelista, le ayudará sin duda a otorgar peso y relieve a los personajes
femeninos que dé en inventar. Confieso que esto es lo que a mí me ha
movido a investigar la materia, y perdóneseme por desvelar con esta
franqueza e inelegancia mis utilitarios motivos. Vaya en mi descargo que
no soy un estudioso de la literatura, en el sentido académico, sino sólo
alguien que juega y trata de divertirse (y divertir) con ella.
Pero como la abstracción es enemiga de la amenidad, y
acabo de proclamar mi alta y añado ahora que incondicional estima de la
segunda, es el momento quizá de ilustrar todo lo dicho hasta aquí con
los casos prácticos prometidos.
CASO PRÁCTICO 1: TRES ESCRITORAS INGLESAS
Mientras pensaba en las que podía considerar mis
escritoras favoritas, en busca de ejemplos y material con el que
soportar esta intervención, he reparado en una circunstancia si se
quiere preocupante, pero que me veo forzado a admitir. Si me pidieran
que escogiera tres escritoras, de cualquier época, las tres que elegiría
hoy por hoy nacieron en Inglaterra, y las tres dentro de un círculo de
no demasiadas millas de radio. Una lo hizo en el siglo XVIII, otra en el
XIX y la tercera en el XX.
Este escalonamiento temporal resulta útil para mostrar
la evolución de la mirada de la escritoras dentro de una misma sociedad.
También permite comprobar o desmentir, a lo largo del tiempo, lo más
arriba dicho respecto de las presuntas o discutibles notas distintivas
de la literatura escrita por mujeres.
Me permitirán por ello que me refiera brevemente a cada
una de ellas. Son Jane Austen, Virginia Woolf y una reciente y notable
incorporación, Kate Atkinson.
Jane Austen
No es preciso, a estas alturas, gastar demasiada saliva
en resaltar la trascendencia de la obra de Jane Austen. Caben pocas
dudas, para quienes con más o menos recursos hemos podido enfrentarnos a
sus textos originales, de que se trata de una de las prosistas más
excelentes y precisas que ha conocido la lengua inglesa, tan diáfana y
brillante que incluso quienes no hemos nacido en ese idioma nos dejamos
llevar sin dificultad por el flujo de sus palabras. Concurre además en
Jane Austen la circunstancia de ser una de las escritoras más apreciadas
por los hombres más escépticos. Es célebre el caso de Disraeli,
resabiado ministro de Su Graciosa Majestad Británica, de quien se decía
que había leído Orgullo y prejuicio nada menos que diecisiete
veces.
Y sin embargo, la obra de Jane Austen se ocupa
principalmente de reflejar la vida de las muchachas que nacían en el
seno de la baja aristocracia rural inglesa, con sus monotonías, sus
pequeñas intrigas y sus expectativas cifradas, casi siempre, en el
matrimonio con un joven de valía y posición que, al mismo tiempo, no
resultara demasiado insoportable. De baile en baile, de vacaciones en
vacaciones, de compromiso en compromiso, de boda en boda. Confieso que
cuando abrí por primera vez mi pequeño ejemplar inglés de Orgullo y
prejuicio, cuya portada está decorada con una especie de diseño
florido de papel pintado y con un joven y una joven de aspecto
aristocrático conversando al pie de un carruaje, no me las prometía
demasiado felices. Pero de pronto me vi envuelto por la elegancia de la
prosa, y ya desde la primera página, por el principal mérito de Jane
Austen: una ironía inagotable que convierte en oro todos los pequeños
sucesos sobre los que resbala. Cuando sólo tenía dieciséis años, Jane
escribió una Historia de Inglaterra, parodia ingeniosa del texto
más o menos oficial de Goldsmith que la joven escritora, como todos los
escolares de su país, había debido soportar. El subtítulo del texto ya
es significativo: "Escrita por una historiadora parcial, ignorante y
cargada de prejuicios". El texto, que rezuma malicia por todas
partes, tiene como finalidad fundamental reivindicar la memoria de María
Estuardo. Y así describe, por ejemplo, la muerte del Duque de Somerset,
regente durante el reino de Eduardo VI:
"Fue decapitado, de lo que habría podido con razón
sentirse orgulloso, si hubiera sabido que también ésa fue la muerte
de María, reina de Escocia; pero como era imposible que tuviera
conciencia de lo que aún no había sucedido, no consta que se
sintiera particularmente feliz con aquel
método".
Sobre esta joven Jane Austen escribió Virginia Woolf,
por cierto, algo que bien puede extender su vigencia a toda la obra de
la escritora:
"Las chicas de quince años están siempre riendo.
Pero lo mismo están llorando al momento siguiente. No tienen un
apostadero fijo desde el que puedan ver que hay algo eternamente
risible en la naturaleza humana. Jane Austen, sin embargo, era
diferente. A los quince años tenía pocas ilusiones acerca del resto
de la gente y ninguna acerca de sí misma. Cualquier cosa que escribe
está acabada y cerrada y puesta en relación, no con el personaje
sino con el universo. Es impersonal,
inescrutable".
Quizá sea eso lo que más sorprende de esta
escritora, que escribiera acerca de una peripecia vital relativamente
estrecha, en la que ella misma estaba encerrada, con semejante despego,
remontándose por encima de sus limitaciones para ejecutar las más
despiadadas y sarcásticas disecciones del alma humana. Es de notar que
todos los personajes que aparecen en sus ficciones, los masculinos y los
femeninos, aparecen traspasados hasta los huesos por la mirada de la
narradora. Normalmente no soy entusiasta de estas superioridades del
autor sobre sus personajes, pero es difícil no ser partidario de
hallazgos tan espléndidos como la grotesca declaración del clérigo Mr
Collins a Elizabeth Bennett en cierto pasaje de Orgullo y
prejuicio, en una de las más eficaces sátiras de la vanidad
masculina que nunca hayan sido escritas.
De la mirada de Jane Austen, en fin, me quedo con esa
minuciosidad gozosa y profunda con que nos desvela la potencia universal
de la inteligencia y también del sentimiento. Ambos se entrecruzan en
sus páginas para elevar sus aparentemente rutinarias historias rurales a
la categoría de representaciones perfectas de las aspiraciones y las
zozobras de los seres humanos. Y entre sus protagonistas, me abandono
con idéntico placer a los encantos de Elizabeth Bennett, una de las más
exquisitas chicas corrientes de la historia de la literatura, y a la
maldad tenaz de Lady Susan, la protagonista de la novela epistolar del
mismo título. Un aviso para quienes aún no conozcan a esta última: una
femme fatale creada por una modosa habitante de la campiña
inglesa a la que todo escritor debería mirar con atención, antes que
dejarse impresionar por tantas otras mujeres fatales de cartón piedra
que pululan por ahí.
Virginia Woolf
Esta escritora es para mí una especie de amor de
juventud. Un amor que incluso llegó a los celos, por cuya influencia le
suprimí durante un tiempo su apellido de casada y preferí referirme a
ella con su nombre de soltera, Virginia Stephen. Este amor se alimentaba
al principio de alguno de los retratos de juventud que de ella se
conservan, en los que resplandece su belleza lacia y distinguida,
reflejo pálido de la belleza rotunda de su audaz hermana Vanessa (de
quien se dice que gustaba de bailar desnuda de cintura para arriba en
las fiestas del grupo de Bloomsbury). Pero lo que de verdad me hizo
querer a Virginia fue la lectura de un libro magistral que lleva por
título Las olas.
Las olas consta de seis monólogos diferentes que
van alternándose para construir la historia de seis personajes, tres
hombres y tres mujeres, desde su juventud hasta su madurez. Cualquiera
de los seis personajes es un caso ejemplar de construcción literaria, y
eso vale en primer lugar para los tres hombres, Bernard, Louis y
Neville, cuyos discursos son otros tantos ejemplos de creíble y compleja
masculinidad. Desde la responsabilidad problemática y un tanto insoluble
de Bernard, hasta la sutil fragilidad de Neville, la escritora navega
con pulso, sin incurrir nunca en la caricatura desmañada, por la
psicología de los hombres. Incluso apunta un cuarto personaje, Percival,
que no llega a mostrarnos su voz nunca, pero en el que queda plasmada
admirablemente la inutilidad trágica que constituye a veces el destino
de los varones más dotados.
Igualmente notable es el elenco femenino, en el que la
escritora despliega un abanico de mujeres tan posibles como sugerentes.
Dos de ellas son abiertamente ordinarias: Susan, destinada a convertirse
en madre y juiciosa gobernante de un hogar, y Jinny, entregada
fervorosamente al juego de seducción a que la aboca su atractivo físico
en una sociedad dominada por el hombre. La tercera, Rhoda, es
excepcional; lírica y recóndita, indefensa y a la vez inflexible. Todas
sus frases están atravesadas por la sombra de lo extraño y lo fatídico,
como si padeciera a su pesar una lucidez que no se detiene ante el
dolor. Cuando yo estaba enamorado de Virginia Woolf, me gustaba imaginar
que Rhoda tenía el mismo rostro que Virginia y que los pensamientos más
íntimos de Virginia eran las palabras de Rhoda. Pero del mismo modo que
la magia de Rhoda resulta veraz, quizá el acierto mayor esté en el
encanto que posee la veracidad cotidiana de Jinny y de Susan. El
pragmatismo de Susan termina siendo la balanza que pesa los
acontecimientos y la conciencia que busca y en parte encuentra el
sentido de toda la historia. De esa forma, la escritora logra el
equilibrio entre la fascinación y la realidad.
Virginia Woolf también es autora de una traviesa
historia titulada Orlando, que trata de un muchacho que se va
convirtiendo en mujer al tiempo que presencia el transcurso de varios
siglos de la historia inglesa. Acaso ese libro sea un símbolo, en su
armonía y sutileza, de la forma en que su autora supo cruzar y descruzar
la barrera mental entre el hombre y la mujer. Aunque su conciencia era
sin duda feminista, antes que emprender una refriega sangrienta opta por
procurar una síntesis cargada de compasión, en el mejor sentido de la
palabra: coloca los sentimientos femeninos y masculinos a una misma
altura y trata de aproximarse lealmente a las causas de la incomprensión
de tantos siglos. Las tres mujeres de Las olas están tan perdidas
como los tres hombres, y nadie tiene la fuerza ni la dureza suficiente
para imponerse a otro. A los hombres no les salva la ventaja social de
que disfrutan; las mujeres no se doblegan bajo el peso de su
postergación tradicional. Su destino es común, mirar la vida desde los
recodos del camino y sopesar la vulnerabilidad de toda convicción.
La mirada de Virginia Woolf es pues escéptica, a ratos
amarga pero nunca estridente, y está siempre empapada de ese leve humor
británico. Un humor que se basa en la sospecha que ella misma enunciara
al referirse a Jane Austen: debajo de la gravedad de la existencia, hay
algo que eternamente da risa. A menudo se la acusa de frialdad, quizá
por esa misma actitud, pero Virginia también tenía un sentido terrible
de la vida que acreditó finalmente arrojándose al río Ouse con los
bolsillos cargados de piedras. Con ello perdió tal vez el humor, aunque
mantuvo el rigor de su estilo. Habría sido gravemente incorrecto flotar
en la corriente, como una Ofelia de pacotilla.
Kate Atkinson
A orillas del Ouse, justamente, transcurre gran parte
de la historia narrada en Entre bastidores, una novela
recientemente publicada que debemos agradecer al talento de una autora
de Yorkshire llamada Kate Atkinson. Es ésta una historia sorprendente,
una especie de radiografía del siglo XX británico a través de una
estirpe de mujeres más bien vulgares que nacen y mueren en el ambiente
constreñido de la pequeña burguesía provinciana. Ninguna de estas
mujeres tiene nada de llamativo, algunas padecen incluso de una acusada
falta de sensibilidad e inteligencia, y a pesar de ello Atkinson acierta
a construir a través de sus trabajos y desventuras un mosaico humano de
extraordinaria riqueza y significación. Merece destacarse que estas
mujeres protagonizan su epopeya desde el papel plenamente subalterno que
en la sociedad de su tiempo les corresponde. Se relacionan con hombres
que las engañan, las maltratan, van a las sucesivas guerras y a veces no
vuelven, mientras ellas esperan y suspiran o los maldicen. Y lo más
grande de todo es que al final uno llega al convencimiento de que ellas
son quienes poseen una ventaja suprema: la de ser la verdadera
conciencia de su tiempo. Los hombres van y vienen, afanados en proezas y
mezquindades que unas veces tienen sentido y otras no; sólo ellas, estas
mujeres relegadas y nada ejemplares, quedan para darse cuenta de lo que
está sucediendo y se van transmitiendo unas a otras esa sabiduría, unas
veces con premeditación y otras (mejor) involuntariamente.
Entre bastidores es, básicamente, un relatorio
de calamidades. Si uno cuenta las muertes, violentas o naturales, pero
sobre todo violentas, y los percances diversos, desde incendios a
atropellos, llega a cifras casi fabulosas para un libro de trescientas
páginas. Sin embargo, todas las desgracias se suceden con una suavidad
inaudita, y a menudo con una hilaridad que llega a hacer que el lector
se avergüence de su falta de piedad. Atkinson consigue que veamos morir
a sus personajes, en ocasiones a tiernas edades y de formas crueles, con
una sensación de completa naturalidad, porque nada de lo que vive tiene
otra importancia que la de ser capaz de morir. Podrá creerse que se
trata de una visión macabra del mundo, pero a mí se me antoja que viene
a ser lo contrario. Por lo común la muerte es algo que se ignora para
sufrir desmedidamente cuando al fin irrumpe en nuestras vidas. En esta
novela la muerte termina siendo una presencia cotidiana que conviene
conocer para aprender a disfrutar de nuestras pequeñas y sublimes vidas
condenadas. La serenidad con que Kate Atkinson deposita en nuestros
cerebros esta idea, despojando a la muerte de su tremendismo secular, no
es sino una prueba más de la fina astucia de esta narradora nada
común.
El libro de Kate Atkinson está repleto de formidables
historias que la protagonista y narradora va desempolvando con ayuda de
las viejas fotografías familiares, donde sobreviven enigmáticamente
todos los difuntos. Es difícil elegir una, pero puede mencionarse, por
su paradójica belleza, la del soldado que para huir de su pánico en el
combate, que le impide en cierta ocasión socorrer a un compañero herido,
se dedica a adiestrar perros militares en retaguardia. El soldado morirá
al intentar socorrer a su perro predilecto, cuyos lastimeros aullidos
tras ser alcanzado por una bala alemana le hacen olvidarse del peligro.
Todas las historias del libro están cargadas de una ironía y una
perspicacia semejantes, y a la vez todo es de una conmovedora
sencillez.
La mirada de Kate Atkinson extrae toda una mística de
la normalidad. Ninguno de los sucesos de su libro, tan frecuentemente
dramático, puede considerarse fantástico o extraordinario. Ninguna de
sus mujeres es admirable, y ninguno de sus hombres pasa de ser una
víctima infeliz de un siglo en el que tan a menudo se le ha negado al
hombre la posibilidad de dirigir sus propios pasos, suponiendo que la
haya tenido alguna vez. Todos flotan como pueden en la corriente, y a mi
juicio es de esta confraternidad, unida a un humor inquebrantable, de
donde surge la extrema eficacia de la crítica social que manifiestamente
anima el libro. Ninguna escritora con conciencia puede dejar de
sublevarse contra la centenaria opresión de su sexo, pero pocas han
ofrecido una pieza tan tersa y convincente como Entre bastidores.
Su fuerza está en demostrar, sin alboroto, que la distribución
tradicional de papeles entre hombres y mujeres los condena a todos a una
infelicidad innecesaria que ni unos ni otras merecen.
Algunas observaciones comunes
Estas tres escritoras, tan diferentes entre sí, poseen,
a mi juicio, afinidades significativas. Las tres, y ésta es para mí una
de sus mejores cualidades, tienen el coraje y la habilidad de sostener
su mirada a partir de las mujeres reales y corrientes que existen en su
época, antes que recurrir a mujeres estrambóticas, que ofrecen la
facilidad del ruido o el escándalo pero la desventaja de su casi
invariable inconsistencia. Las tres practican resueltamente el humor,
que es el mejor antídoto contra las visiones obtusas y fanáticas que
tanto degradan la literatura y cualquier otra creación del intelecto; la
risa nos acerca a los dioses tanto como la ofuscación nos aproxima a las
bestias. Las tres, por último, se apartan de la estéril reyerta entre
sexos y deslizan una mirada atenta y comprensiva no sólo sobre las
mujeres sino también sobre los hombres, que padecen más que se sirven de
los privilegios que las viejas convenciones les asignan.
Su obra nos confirma en una de las hipótesis que
avanzábamos al principio: la preferencia en la literatura femenina por
los aspectos concretos, por una visión pragmática y apegada a la tierra.
Alguna de estas escritoras llega incluso a contraponer esta visión,
humorísticamente, con los desatinos fantasiosos de sus personajes
masculinos.
Más en entredicho queda el supuesto sesgo emotivo, con
desdén de lo racional, que también señalábamos antes como propio de la
idea preconcebida sobre la literatura femenina. Estas tres autoras, sin
prescindir del todo de los sentimientos, nos transmiten una mirada
cargada de una ironía bastante acerada, y la manera en que nos presentan
tanto las relaciones sociales como la psicología de hombres y mujeres,
viene claramente precedida de una fría disección de tales realidades.
No es quizá ocioso señalar que esta tendencia es tanto
más acusada a medida que avanzamos en el tiempo, y que se corresponde en
buena medida con la evolución que desde 1800 hasta aquí ha experimentado
la realidad social de la mujer en esa Europa occidental a la que Gran
Bretaña (aunque a veces se resista) pertenece.
Tampoco sobrará decir, por cierto, que en esos mismos
años y en ese mismo ámbito geográfico se puede advertir un mayor peso de
los aspectos emocionales y una mayor valoración del detalle por
los escritores varones, desde Stendhal a nuestros días (pasando por
Proust, quizá el más brusco salto en esa dirección).
CASO PRÁCTICO 2: EL HOY DIVERSO
El segundo caso práctico que quiero proponer
tiene una naturaleza radicalmente diferente. Se basa en tres
textos correspondientes a otras tantas autoras. Dos de ellas son
marroquíes y una norteamericana. Las tres escriben hoy, pero desde
contextos socioeconómicos muy distintos. No hay que explicar demasiado
en que difiere la orgullosa y frenética California, donde reside y
escribe la autora norteamericana, y Casablanca, de donde proceden las
dos marroquíes. La diferencia entre estas dos es un poco más sutil: una
de ellas es una hija de la emigración a Europa, y por tanto una mujer a
caballo entre los dos mundos; la otra es una de esas pocas profesionales
que tratan de abrirse paso en la realidad tradicionalmente machista de
su país.
El viaje en el espacio es también un viaje en el
tiempo, por lo que respecta a la emancipación de la mujer, y lo es
especialmente visto desde la realidad española actual. La escritora
marroquí y residente en Marruecos, Fadela Sebti, representa un estadio
mucho más atrasado que el nuestro. La otra marroquí, Leïla Houari, la
difícil transición desde la tradición a la modernidad europea. Por el
contrario, la estadounidense, Jen Banbury, ilustra una sociedad en la
que la equiparación entre hombres y mujeres, por haberse iniciado antes,
puede considerarse más avanzada que la nuestra.
(Lo dicho es naturalmente una simplificación y puede
discutirse desde muy diversos ángulos, pero sirve a nuestros
efectos).
Un somero análisis de los textos de cada una permite
observar la importancia dramática del entorno social en la mirada de
cada escritora. Permite, también, observar en qué medida una mayor
proximidad a la sociedad machista tradicional redunda en una mayor
proximidad a la idea tópica o usual sobre la literatura femenina, y cómo
un mayor alejamiento provoca un desdibujamiento e incluso una inversión
de los perfiles.
Fadela Sebti
En su breve nouvelle titulada Elle,
esta escritora, abogada de profesión y especialista en el singular
derecho de familia marroquí (que regula, entre otras cosas, la
repudiación unilateral por parte del marido), nos relata la historia de
un adulterio desde la perspectiva de la mujer, una profesional
publicitaria de Casablanca (que viene a ser la más europeizada ciudad de
Marruecos, aunque como se advertirá a continuación eso no es decir
mucho). El relato se centra en la descripción física de la consumación
de dicho adulterio y en las impresiones que experimenta la mujer
mientras está quebrantando los rígidos moldes que se derivan de las
reglas sociales a las que está sometida.
La protagonista intenta afirmarse contra esas reglas,
sostener por la vía de la infracción su aspiración a la dignidad y a la
autonomía personal. Pero lo que acaba constatando es que el adulterio la
arroja a una inferioridad semejante al matrimonio, y casi se resigna a
no poder transgredir el papel que tiene asignado. Sus esfuerzos por
abrirse paso como competitiva profesional en el mundo de la publicidad
tampoco le procuran la ansiada liberación, sino una "alienación
suplementaria".
Así las cosas, la mujer acaba atrapada en sus
sentimientos, reintegrada a su realidad de madre, esposa y casi sierva,
sin posibilidad alguna de salvarse.
Leïla Houari
El relato titulado Mimuna, de Leïla Houari,
narra un día en la vida de una chica de ese nombre, en una aldea del sur
de Marruecos (lo que equivale a decir en una de sus regiones más pobres
y atrasadas). A lo largo de ese día le suceden dos cosas: primero su
amiga Haiat le revela que ha recibido una oferta de matrimonio, y que
muy probablemente se marchará a la gran ciudad a vivir con su futuro
marido; y después la vieja Rahma, una mujer que escandalizó en otro
tiempo al pueblo por su vida licenciosa, y con la que Mimuna vive desde
su infancia, muere de repente.
El eje del relato es la absoluta conmoción que ambos
sucesos producen en el mundo de la joven Mimuna. Haiat es su amiga
predilecta, con la que se insinúa una soterrada relación amorosa. Rahma
es su mentora y su madre espiritual. En el mismo día, Mimuna queda
desprovista de ambos referentes fundamentales, y tras enterrar a Rahma,
decide abandonar la aldea. Gracias a un breve epílogo sabemos que, diez
años después, Mimuna vive en parís, y que está casada con un hombre de
ojos "azules, azules, azules..." (o lo que es lo mismo, un francés o un
europeo).
Mimuna es una eficaz metáfora de la mujer que se
desprende del lastre de su realidad tradicional (desaparecidas las
ataduras que la ligaban a ella), y que emprende el camino de esa
salvación simbolizada por la huida a Europa (y por su confusión con
ella, consumada en el matrimonio con el europeo).
Pero el relato encierra una paradoja: en la aldea, las
chicas hablan sólo de los hombres, del momento en que les harán oferta
de matrimonio, y de si el hombre que se las llevará será bueno o malo.
Su papel es pasivo, resignado. Mimuna se subleva contra esa resignación,
pero su liberación es incompleta y denota el peso irremediable que en su
mente ejercen sus orígenes: su ideal se realiza, precisamente, mediante
la entrega a otro hombre (el europeo de ojos azules).
Jen Banbury
Jill, la protagonista de Like a hole in the
head, novela de corte policiaco de la escritora de Los Angeles Jen
Banbury, es radicalmente diferente de las heroínas de las dos escritoras
marroquíes. Como puede apreciarse mediante la simple lectura del primer
capítulo de la novela , Jill es una mujer que rivaliza con los hombres
de igual a igual, que no tiene empacho en atacarlos broncamente (véase
el enfrentamiento con un conductor justo al principio de la obra) y
tampoco en escarnecerlos (llamando directamente dwarf, "enano",
al hombre de corta estatura que le vende el libro dedicado por Jack
London en torno al que gira la intriga).
Jill desprecia igualmente la estupidez del gato de la
librería de lance en la que trabaja, y se refiere a él como boy,
para que no nos quede duda de que es macho. Bromea con el sonido de la
caja registradora, diciendo que es como una vagina dentata, para
impresionar al petulante actor que visita la librería y trata de
ligársela. Y en su relación con el atractivo Timmy, a quien vende el
libro que compró el enano, asume notoriamente el papel tradicional del
hombre en el cortejo y acecho a la mujer. Sus pensamientos y
observaciones son miméticos de los que concebiría, desde el otro lado,
el clásico grupo de albañiles que ven pasar a una maciza en
minifalda.
Todos los personajes con los que Jill se relaciona en
este capítulo son hombres, y ante todos, infaliblemente, intenta
imponerse. No lo consigue del todo con el guapo Timmy, pero por la misma
razón por la que el Philip Marlowe de Raymond Chandler (de quien la
literatura de Banbury es manifiesta deudora) no se impone en El largo
adiós a la divina Eileen Wade, la remota venus de los ojos violetas.
Hasta en eso hay un calco (o inversión, según se mire) de arquetipos de
la literatura masculina.
Jill es fría, calculadora y sarcástica; especialmente,
con las mujeres que se pliegan de un modo a otro a la sumisión ancestral
(por ejemplo, la pionera canadiense autora del trágico libro que lee en
la librería, o la obediente mujer del moron -"imbécil"- que llama
preguntando por un tal Blahah Joe). Pero al final del capítulo hay un
guiño sentimental. Bajo su aparente hielo superficial, Jill esconde la
nostalgia de su madre muerta, que al final de su vida perdió el olfato y
le pedía a ella que la oliera.
Una impresión de conjunto
De la comparación de estos tres textos se desprenden
miradas femeninas tan diversas que parecen en muchos aspectos opuestas.
En los escritos de las dos marroquíes predomina el intimismo, las
alusiones físicas (sobre todo al cuerpo femenino, y a sus atributos más
caracterizadores), y un sentido romántico y fatalista de la vida. Mimuna
y la innominada protagonista de Elle, cuya perspectiva asumen
ambas narraciones, se ajustan sustancialmente, a pesar de su rebeldía
contra la situación que les viene impuesta, al modelo tradicional de
mujer, y sus preocupaciones a las que según el viejo prejuicio son las
típicamente femeninas. No puede ser de otra forma. Incluso Mimuna, que
huye a París, está encerrada en la celda de su educación marroquí.
Banbury, en cambio, rompe violentamente con esos
modelos. Su personaje tiende al razonamiento abstracto, al cinismo, e
incluso a la bravuconería tradicionalmente masculinos. A lo largo de la
novela se irá perfilando como un personaje capaz de afrontar las
azarosas empresas que siempre han estado reservadas en literatura a los
hombres. Arriesga su vida, y hasta asume compromisos absurdos en la más
genuina línea del irreflexivo aventurerismo masculino.
Y sin embargo, algo queda. Ese giro sentimental (y
familiar) del final del capítulo, su meticulosidad al describirnos cómo
el gato lame su propio vómito, o cómo viste cada uno, corresponden aún
al viejo arquetipo de la sensibilidad femenina.
Puede que dentro de cincuenta años en las escritoras de
Los Angeles ya no quede ni ese residuo. Es también posible que mucho
antes, si no sucede ya, el camino inverso que recorren los escritores
varones, consintiendo en emplear materiales tradicionalmente
"femeninos", disipe desde el otro lado cualquier sombra de diferencia. Y
cabe, en fin, que el fenómeno no sea ni positivo ni negativo ni todo lo
contrario. Aunque el título y el contenido de esta intervención queden
definitivamente invalidados.
CONCLUSIONES
No hay nunca conclusiones en literatura, y la mejor
creación literaria nos arroja en el mejor de los casos a una intuición
limitada y a una vasta incertidumbre sobre la realidad de las cosas. No
quiero por tanto terminar estas palabras con algo que dé la sensación de
que tengo una idea clara y acabada sobre todos los asuntos a los que me
he referido. En vez de eso, me limitaré a desear, por bien de lo que
podamos escribir y leer en adelante, que los escritores no demos la
espalda nunca a la mirada femenina. Por lo menos mientras exista y
podamos intuir en qué consisten sus peculiaridades.
Pero igualmente confío en que siga habiendo mujeres que
atraviesen la raya y que en lugar de reducirse a crear maniquíes
groseros y vociferantes (como ha sido el caso de alguna literatura
femenina) sepan ofrecernos hombres. También para las escritoras está
disponible, en toda su variedad y contradicción, la mirada
masculina.
Baeza, 15 de septiembre de 1999