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Con su venia,
Señoría. Le agradezco que me dé esta oportunidad
de explicarme antes de que el asunto quede visto para sentencia. Ya
sé que es prerrogativa de todo acusado, y una tradición
que su Señoría no hace más que honrar
ateniéndose a la legislación vigente. Aunque por mi mala
ventura y acaso mi poca templanza me vea ahora en este mal paso,
cursé con aprovechamiento la carrera de Derecho y he tenido
ocasión de comparecer en actos como éste más de
una vez. Claro que entonces ocupaba en la sala un lugar de más
altura y consideración, y también un asiento más
confortable que el que hoy me toca. En todo caso, me permito
agradecerle su trato hacia mi persona, que no sólo al otorgarme
este turno, sino durante el desarrollo de toda la vista, ha sido de una
deferencia que va más allá de lo que la ley exige y de la
que otros habrían tenido en su lugar, a la vista de las
circunstancias que en mi caso concurren.
Lo que quisiera explicarle al jurado es algo que
creo que le resultará útil, si no imprescindible, para
poder formar en conciencia y con el debido rigor su veredicto. Ya les
ha dicho mi abogado, que para ser de oficio el hombre se ha fajado
más que dignamente, y justo y obligado es que así lo
reconozca, las circunstancias que pueden atenuar conforme a la ley mi
responsabilidad criminal. No entraré yo a contradecir en nada
sus argumentos y conclusiones, construidos con sensatez y pundonor
profesional y expuestos con más que pasable elocuencia. Lo que
me gustaría es ir un poco más allá de los
tecnicismos jurídicos y de la manera abogacil de contar y
calificar los hechos. A fin de cuentas, nadie sabe de ellos como yo, y
me parecería una suprema torpeza dejar de compartir con quienes
han de decidir mi suerte la verdad íntima y profunda de mi
conciencia. Mis actos están en la balanza, y deseo que se pesen
con exactitud.
Yo, Señoría, respetables miembros del
jurado, soy una buena persona. Siempre lo he sido, y aunque sé
que sonará chocante en este contexto, no es una
afirmación que haga gratuitamente. He procurado ser siempre
generoso con mis semejantes, me he enternecido con sus desdichas y he
sabido siempre alegrarme de corazón cuando la fortuna les
favorecía. Me he olvidado a menudo de mi propio interés a
la hora de tomar decisiones, y en no pocas ocasiones lo he hecho en
contra de mi propia conveniencia para favorecer, proteger o ayudar a
otros. Cuando se me ha ofendido, nunca he negado al ofensor el
perdón, que he concedido tan pronto se me pedía y con
frecuencia aun sin que se me hubiera pedido. Cuando he sido yo el que
por inadvertencia o debilidad he causado daño a otros, siempre
me he apresurado a presentarles mis disculpas y tratar de reparar el
quebranto, en la medida de mis posibilidades. No oculto que alguna que
otra vez he faltado a la verdad: pero sólo transitoriamente, y
siempre he acabado buscando el alivio de la confesión.
Jamás he podido perseverar en el rencor, la mezquindad o el
embuste.
Quienes me conocen saben que soy así. Y en el
caso de autos creo poder sostener con la esperanza de ser creído
que actué conforme a la naturaleza que acabo de describir. Una
vez consumado el homicidio, sobre cuyos motivos, planeamiento y
ejecución me extenderé más adelante, no hice el
más mínimo esfuerzo por librarme de las consecuencias o
entorpecer la tarea de quienes habían de hacerlas recaer sobre
mis espaldas. Avisé a la policía y permanecí junto
al cadáver hasta que llegaron los agentes, cuidando de no
alterar ningún elemento de la escena del crimen y
prestándoles después mi plena colaboración. No
sólo confesé de inmediato mi autoría, sino que les
proporcioné la información más detallada acerca de
cómo se habían producido los hechos, de forma que
pudieran completar la instrucción de manera rápida y
satisfactoria. Todo esto lo ha confirmado el testimonio de los
investigadores en el presente juicio, como les consta sobradamente a
todos. Algo que me preocupaba era que pudiera retirarse el cuerpo
cuanto antes, a fin de preservar la dignidad de la persona fallecida y
poder entregar sin demasiada tardanza los restos a sus deudos. Yo tan
sólo quise matarla, en modo alguno infligirle a nadie vejaciones
innecesarias.
Y ya que menciono mis propósitos, creo que me
toca detenerme en lo que tal vez sea el meollo del asunto: por
qué una buena persona como yo decidió arrebatarle la vida
a una anciana indefensa. Lo primero que debo decirles es que, si bien
en el origen de mi comportamiento pudo existir un motor de
índole pasional, irracional o como quieran llamarlo, en el
diseño y consumación del crimen procedí con
arreglo a aquello que mi razón me indicaba que sería
menos perjudicial para poder dar salida al impulso que me movía.
No voy a ocultar que obré empujado por la venganza; pero no
quisiera que se confunda ésta con el resentimiento, que como ya
he dicho es impropio de mí. Tan pronto como comprendí que
no podía dejar de cobrarme el daño que se me había
hecho, porque no tenía otro modo de preservar mi autoestima y mi
propia estabilidad mental, apliqué mi inteligencia a buscar la
manera más ponderada y decorosa de saldar la deuda.
Así fue como decidí que ella sería mi
víctima.
Puede parecerles una paradoja, pero no lo es. Me enfrentaba a una
familia relativamente numerosa, la mayoría de cuyos miembros se
había complacido en conducirse con grave y reiterado menosprecio
de mi persona. Todos me habían hecho afrentas intolerables.
Cualquiera de ellos merecía mi desquite, y si yo hubiera sido un
desalmado y no la buena persona que soy, en lugar de limitarme a un
solo homicidio, escogido con escrúpulo y llevado a la
práctica con compasión y sentido de la medida,
habría tratado de causar una masacre indiscriminada.
Sé que hay algo que no puedo eludir. En todo
caso el homicidio es una solución que repudia nuestra sociedad y
que me aboca a una larga estancia en prisión, a la que de
antemano me resigno. Como no puedo dar razones que me eximan de esa
responsabilidad, al respecto sólo invito a los miembros del
jurado a una breve reflexión: ¿qué
sentirían ustedes si fueran despreciados, denigrados y agredidos
moralmente durante años por unas personas cada vez más
zafias y ensoberbecidas, en la certidumbre de que cualquier
acción legal que la víctima emprenda, en el mejor de los
casos, se saldará con una multa que podrán pagar sin
despeinarse, para seguir ejercitando su abominable e inhumano
pasatiempo con renovado placer? ¿Se resignarían al penoso
y degradante calvario de las denuncias reiteradas, a la
decepción de las que resultaran fallidas por falta de pruebas,
al sarcasmo de las que después de prosperar sólo
sirvieran para que el enemigo hallara otra forma de humillarlos?
¿No habrían terminado experimentando en cierto momento,
después de haber rogado una y otra vez en vano que cesara el
acoso, la necesidad de atajarlo de una forma contundente y definitiva?
Esto último fue lo que me sucedió a mí.
Tenía que empatar el partido, como fuera. Y a aquellas alturas,
después de todo lo que llevaba tragado y padecido, no se me
ofreció otro modo de lograrlo que la acción fatal que
terminé llevando a cabo. Sé que tampoco es excusa, pero
mi cabeza ya no analizaba las cosas con la frialdad de antes; la de la
época en que procuraba afrontar con serenidad todas las
situaciones, por difíciles e insoportables que me parecieran.
Ellos se habían esmerado en destruir esa serenidad y, por
desgracia, lo habían conseguido.
Sí, pero por qué ella, se
preguntarán. Y entiendo su desconcierto. Todos pensamos que los
ancianos son seres desvalidos y dignos, en mayor o menor medida, de
nuestra compasión. Sin embargo, esa regla general conoce, y en
este caso así ocurre, no pocas excepciones. Ella era, tras su
innegable fragilidad física, la más peligrosa de todos, y
a la que con mayor fundamento podía sustraer a mi natural
respeto por la vida humana. Lo primero no admite, en mi sentir, duda
ninguna. Cuando los oía hablar a los otros, lo mismo si era su
pusilánime marido como si era cualquiera de los muchos hijos que
había criado bajo su férula, era la voz de ella la que
sonaba. Su egoísmo enfermizo, su absoluta falta de
compasión por el prójimo, su rapacidad insaciable y
sórdida, su ausencia de entrañas y de cualquier
sentimiento de abnegación o desprendimiento. Ella era la mente
pensante y ordenante, la inspiradora del talante y los actos de todos
los demás, el modelo a cuya semejanza se habían hecho.
Sólo por eso, merecía como nadie que la eligiera. Siendo
como era consciente de todo esto, su edad se convirtió en un
dato anecdótico. Es más, empecé a verla como una
simple ventaja operativa.
Pero aún puedo dar otra buena razón para mi
elección. Todos los demás tenían hijos
pequeños, inocentes a quienes habría causado un
daño indeseado dejándolos huérfanos. La
excepción era, claro está, el marido, pero contra la vida
de ese hombre disminuido me habría resultado imposible atentar.
En cierto modo, ya estaba muerto. Llevaba décadas
estándolo.
De modo que la maté a ella. No lo he negado
nunca y no lo voy a hacer ahora. La maté con pleno conocimiento,
y con un convencimiento no menos pleno también. Sé que
infringí la ley, pero hice lo que juzgué que era mejor
ante mi conciencia. Y de la mejor manera posible, además. Es
probable que sintiera algo cuando le descargué en la nuca la
corriente de 15.000 voltios, pero en todo caso debió de ser una
sensación muy breve. Y estaba completamente inconsciente cuando
le seccioné la yugular. La vida se le derramó sobre las
baldosas plácida y suavemente. No creo que ella, de haber sido
la situación inversa, se hubiera tomado tantas molestias para
paliar mi sufrimiento.
H ay algo más que me gustaría decir. La
acusación me pide una indemnización en concepto de
responsabilidad civil, por los daños morales derivados del
delito. Así como acepto la prisión, rechazo
enérgicamente este concepto. Les he librado de ella. No
debería cobrárseme nada por ello. Soy yo el que
debería cobrarles, pero se lo perdono. Es lo que tiene ser buena
persona.
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