Para ser franco, tengo que empezar por reconocer que
aquel diciembre no me encontraba en mi mejor momento. En pos de la nada
caminaba por las avenidas nevadas de Nueva York, y unos días era la
Sexta con sus edificios inhumanos y otros, más clementes, era Lexington
Avenue. Allí, en Lexington, podía hacer escala en la estación Grand
Central y sentarme bajo su bóveda, o quedarme sin más al pie del
Chrysler Building, hipnotizado por su aguja que se clavaba en el cielo
encapotado. Me recuerdo parado en la acera, idólatra estupefacto ante la
magnificencia de la torre, esforzándome por evitar que los copos de
nieve me cegaran mientras trataba de distinguir en lo alto la faz
inexistente de sus gárgolas de acero.
Fue aquel diciembre cuando empecé a mirar los anuncios
clasificados, en su versión más rudimentaria de los semanarios o en la
infinitamente más versátil, y casi inmanejable, que se ofrecía en la
red. En ningún momento llegué a considerar seriamente anunciarme, porque
me desanimaba el trabajo de tener que urdir un texto que pudiera llamar
la atención de alguien en la fronda de tentaciones más o menos
ingeniosas que infestaban las páginas impresas o el éter electrónico.
Pero sí recorrí los señuelos que habían puesto otros. Casi todos eran
rutinarios: Abogada pelirroja, atractiva, amante del espacio abierto,
busca profesional blanco, no fumador; soy tímida al principio, pero
espera a que se rompa el hielo. La raza y sobre todo los hábitos
respecto del tabaco eran motivo recurrente, en una ciudad donde en enero
se ve a la gente fumando aterida a la puerta de los restaurantes. A
veces se exigía sin contemplaciones: nonsmoker a must.
Posiblemente no hubiera probado nunca de no ser porque
una noche, mientras pasaba páginas sin mayor interés, leí un reclamo que
no era, para variar, escandaloso o insípido: Bonita
irlandesa-polaco-americana, genéticamente miserable, 26, sexo opuesto,
disfruto con una charla inteligente y también con un rato divertido; me
gusta la poesía y los cafés.
Por supuesto, al pie del anuncio venía la dirección de
la red donde se podía entrar en contacto con ella y a la que exigía, en
caso de hacerlo, que se remitiese una fotografía reciente. Tomé nota de
su código y estuve durante algún tiempo cavilando sobre qué podía enviar
allí junto a mi imagen, si es que cabía enviar algo que compensase eso.
Al final di en redactar un breve mensaje. Como identificación nacional y
poética, y pensando en el gusto americano, lo cerré con la traducción
aproximada al inglés de un par de versos del Grito hacia Roma de
Federico García Lorca:
...hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y de la
música.
Al día siguiente, al encender el ordenador, encontré un
mensaje:
Trembling girl willing to break oil’s shackles,
whichever they may be. Seek me in a corner of this city: 58th and
Fifth, this Friday at 6.00 p.m. I’ll wear a red and yellow muffler
for you (if I can’t buy it, I’ll have to weave it –that’ll be nice).
Name is Adrienne.
O lo que es lo mismo:
Niña temblorosa dispuesta a romper las prisiones
del aceite, sean las que sean. Búscame en un rincón de esta ciudad:
58 con la Quinta, este viernes a las seis. Llevaré una bufanda roja
y amarilla para ti (si no puedo comprarla, tendré que tejerla; eso
estará bien). El nombre es Adrienne.
Recabé el asesoramiento de mi amigo Raúl para reservar
un sitio donde cenar y otro para tomar café más tarde, aunque la cita no
abarcaba explícitamente esos dos puntos. Raúl era un experto acreditado
en la elección de locales, y forzado a sacar de la chistera algo que
estuviera a la altura de la ocasión y que no desmereciera de su bien
ganado prestigio, propuso cautelosamente:
-Podría valerte el Bowery Bar, en Bowery Street. Comida
diferente y luz escasa, si puede ayudarte. Lo malo es que tienes una
posibilidad entre ocho de que te dejen entrar, aunque reserves. A mi me
han rechazado casi todas las veces que he ido. Para el café, te doy dos:
Caffé della Pace y Limbo, ambos en el East Village, no lejos. Uno es
argentino y el otro no se sabe. Son bohemios, yo diría zarrapastrosos,
lo que supongo que resulta apropiado.
Acepté el riesgo e hice la reserva. El viernes, veinte
minutos antes de la hora indicada, estaba apostado un poco más arriba de
la 58, con la conveniente clandestinidad. Ella llegó a menos diez. Era
una chica espigada, de cabello pajizo y andar desgarbado. Se apoyó en un
semáforo y se quedó casi inmóvil los diez minutos, mirando al frente. A
la vista no había nada que me disuadiera invenciblemente de seguir
adelante, así que a la hora en punto crucé y me acerqué hasta ella:
-¿Adrienne? -pregunté, porque por algo había que
empezar.
-¿Tú qué dirías? -contestó ella, sonriendo y agitando
la bufanda. Me dio una mano muy fría; iba sin guantes. Sus ojos eran de
color verde oliva claro y sus pupilas los inundaron mientras yo
escudriñaba su fondo.
-¿Tuviste que tejerla, al final?
-No. No hay casi nada que no pueda conseguirse en
Bloomingdale’s. Por cierto, tengo algo que comprar. ¿Te importa
acompañarme un momento?
Ella sabía que no podía importarme. Por el camino me
fue fichando:
-¿De qué ciudad eres?
-Madrid.
-No pasarán -proclamó en español, arrastrando
horriblemente la erre.
-¿Y eso? -me sorprendí.
-Hemingway, claro.
-Claro. ¿Tú eres de aquí?
-Nyet. Chicago. ¿Cuánto llevas en Nueva
York?
-Cuatro meses. Menos.
-¿Y qué haces?
-Nada, en realidad.
-Ah, eso está bien. Al fin uno que se ha enterado
-aprobó, risueña.
Bloomingdale’s estaba infestado de gente a la caza de
los regalos de navidad. Adrienne se abrió paso con resolución hasta las
escaleras mecánicas y subimos a la planta de ropa femenina. Una vez
allí, se fue directa a la sección de lencería y me señaló un sofá
bastante cómodo. Se hizo con un ejemplar del New York Times que
alguien había dejado sobre una mesa y poniéndomelo entre las manos,
prometió:
-No tendrás que leerlo entero.
Dispuse de un cuarto de hora, durante el que no
desperté la más mínima reacción en ninguna de las dependientas, pese a
lo anómala que pudiera ser la presencia de un hombre leyendo el
periódico en medio de un bosque de bastidores repletos de sostenes y
bragas. Algún otro día, después de aquél, fui allí a hojear la prensa, y
tal vez fuera uno de los sitios donde más en paz podía cumplirse aquel
rito. Adrienne volvió con una bolsita. De su cara no se iba aquella
especie de alegría apacible, con la que me enseñó una de sus capturas,
un sostén blanco de diseño púdico, casi virginal.
-Veinticinco dólares, y dura hasta que te cansas de él
-lo elogió. Mientras lo extendía no pude dejar de sopesar la talla,
comparando la prenda y su destino. Ella lo notó y lo guardó en seguida,
advirtiendo-: Bien, esto no estaba en el programa. Vamos a tomar
algo.
Dejé que ella escogiera el sitio y me condujo al
Royalton, en la cuarenta y tantas, un local moderno que también era
hotel y en el que solían recalar los oficinistas pudientes de la Quinta
Avenida al final de la jornada. Cada mesa era distinta de las demás, y
entre los asientos había desde tresillos a chaises longues.
Aquéllos y otros detalles ponían de manifiesto que el decorador había
sido caro. Lo único que quedaba libre era una especie de mesa de juntas,
al lado de la entrada. Aunque era desproporcionada para los dos, allí
nos acomodamos. En seguida acudió una de las camareras. Todas eran
sinuosas y mestizas. Adrienne pidió un gimlet y cuando la
camarera se hubo marchado en su busca observó:
-Fíjate que ninguna lleva nada debajo de la blusa. Creo
que las despiden si se lo ponen.
La observación era inocente, nada que pudiera creerse
parte de la misma estrategia que la expedición a comprar ropa interior.
Y también era certera: bajo los tejidos ligeros de las blusas se
advertían sin obstáculos las formas, a veces demasiado alborotadas y en
todo caso seleccionadas con un evidente designio. Adrienne retomó la
conversación:
-¿Y tú por qué respondes a los anuncios?
-No respondo a los anuncios. Respondí a tu
anuncio.
-No pretenderás que crea que es la primera vez.
-Pues sí.
-¿Y por qué el mío?
-Genéticamente miserable.
-Sí, eso choca, ¿verdad? Pero hace falta una
predisposición, leas lo que leas. Si no, te ríes y lo pasas. Quiero
saber por qué tienes tú esa predisposición.
Adrienne era directa, perentoria. Supuse que debía
ofrecerle algo:
-No estoy en mi país, he dejado mi empleo, me divorcié
este año. Si no respondo ahora a un anuncio no responderé nunca. Aunque
también tengo que confesar que he leído muchos sin que se me pasara por
la cabeza la idea. ¿Por qué pones tú anuncios?
-Ésa es una buena pregunta, pero la esperaba. Tengo una
teoría -afirmó, con mucha solemnidad-. ¿Te interesa?
-Desde luego.
-Mi teoría es que las mujeres tienen tres edades
-dijo-. Una hasta los quince, otra hasta los treinta y cinco y otra en
adelante. Y para cada una de las tres edades hay un papel que
representar. Hasta los quince hay que ser angelical. Desde los quince
hasta los treinta y cinco hay que ser errática. Desde los treinta y
cinco en adelante hay que ser quieta y maternal.
-¿Y eso por qué?
-Es muy simple. Prueba a pensar en lo contrario. Piensa
en las niñas zafias que conociste en tu infancia. Piensa en las
mojigatas que están en la segunda fase. Y ah, horror, piensa en las
cuarentonas que andan por ahí portándose como golfas, o en las
sesentonas que ya no pueden hacer nada, aunque se empeñen. Vaya forma de
arruinarse la vida.
-A veces la vida se arruina sola -alegué, por excusar a
quienes ella condenaba.
-Típico razonamiento equivocado. Se puede amañar, la
vida, y hay que amañarla. Cualquier cosa antes que dejar que se
vuelva fea y lamentable. Tendrías que ver mis fotos de niña. Era un
ángel conscientemente. Y cuando cumpla treinta y cinco me casaré
y me hartaré de tener hijos con un tipo que no se haga preguntas, para
no estar siempre temiendo que pueda estorbar mis planes. Así que ahora,
esta noche que tengo veintiséis y estoy en la flor de mi arrebato, vengo
aquí, contigo.
Adrienne estaba convencida de lo que decía, y tenía
recursos para convencer a su vez a cualquiera de ello. Reclinada al otro
lado de la mesa de juntas, mientras jugaba con un par de cerillas de
cabeza azul, me escrutaba con malicia y a la vez tenía en el gesto una
pureza inflexible. Sus cabellos se derramaban sobre su jersey rojo fuego
y en sus mejillas muy blancas se marcaban continuamente dos rayitas que
se abrían hacia los pómulos.
Aceptó ir a cenar al Bowery Bar. El portero, después de
examinarnos de arriba abajo cuatro o cinco veces y resistirse durante un
par de minutos, me autorizó a entrar sólo a mí, con la azarosa misión de
lograr que le confirmasen que habíamos hecho una reserva. Me atendió un
hombre inusitadamente menudo y distraído, que consiguió dar con mi
nombre en un cuaderno y le hizo señal al portero de que dejase pasar a
Adrienne. Ella se burló:
-Parece que eres un habitual.
El ambiente era efectivamente tenebroso, y la comida,
aunque tardaban siglos en cocinarla, insólita. Al menos así me pareció
la pechuga de pato Long Island que yo tomé, y a Adrienne tampoco la
decepcionó su pedido. Por lo demás nos colocaron en la peor zona del
local, un sitio de paso por el que iban y venían los jactanciosos
personajes que se sentaban en la parte más selecta. Adrienne miraba
regocijada, con la punta de la lengua asomada entre los dientes, a las
mujeres que al pasar dejaban caer sobre nosotros su desprecio. Todas
llevaban maquillajes explosivos y una náusea en el semblante. Adrienne
apenas iba maquillada y su amabilidad era pertinaz.
Nos atendió una camarera muy joven, con aspecto de
bailarina clásica. Como tal se movía y también llevaba moño. Sin
embargo, ostentaba una torpeza manual extremada y una desmemoria
notable, lo que la incapacitaba de forma casi definitiva para su oficio.
Adrienne, siempre atenta a las mujeres (no hizo ninguna apreciación
sobre un hombre, en toda la noche), se permitió elucubrar:
-Qué habrán pedido a esta chica que haga, para
contratarla.
Durante la cena, al calor del vino de California con el
que me cuidé de mantener en todo momento llenas ambas copas, Adrienne
quiso saber más:
-¿Y cómo dirías que es tu país? -me asaltó.
-¿Qué versión quieres?
-No sé. Versión para polacas de Chicago.
-Pues diría que es un tanto anárquico y aparentemente
irrazonable, pero manso y especulador en el fondo. Aseguran que antes no
lo era, pero también que las fuerzas se iban a donde menos provecho
daban, así que no se sabe muy bien qué preferir.
-¿Y tú que prefieres?
-No preferiría pasar por manso, aunque nunca he
embestido a nadie, que me acuerde. Aparte de eso lo cierto es que en mi
país hay gente de todas clases, como en cualquier otro. ¿Y el tuyo, cómo
lo describirías?
-¿El mío? -se rebulló en su asiento-. Bueno, aquí todos
son muy patriotas, creerás que lo veo como el más grande. Pero mi país,
hasta ahora, es un trozo de Chicago y cuatro calles de esta ciudad.
Pequeño y un poco de mentira, eso es lo que me parece. Me gusta, aunque
a veces es demasiado solitario. ¿Cómo lo ves tú?
Pensé antes de contestar.
-La sensación es contradictoria. Como si hubiera sitio
para cualquiera y a la vez no hubiera sitio para nadie. Pero no me
quejo, de momento.
-¿Y a qué estás esperando?
Me encogí de hombros.
-Ni idea. ¿Tú sabes qué esperas?
-Depende. Sí sé qué espero cuando me cito con quienes
responden a mi anuncio -declaró, y a continuación se mordió el labio
inferior y alzó los ojos, como si hubiera cometido un desliz.
Después de la cena fuimos andando hasta el Limbo. Fue
extraño bajar con ella por la Segunda Avenida, en la gélida noche de
diciembre. El Limbo era un local pequeño, decorado desigualmente, que no
estaba muy limpio y donde servían un café más fuerte de lo común. Lo
atendía un grupo de camareras desorganizadas, aunque simpáticas. Entre
la concurrencia había muchos con aspecto de estudiantes. Una mulata con
gruesas gafas subrayaba un libro en la mesa de nuestra izquierda. La
música era una mezcla heterogénea, tan pronto rap como Dinah
Washington cantando I Get a Kick Out of You:
I get no kick from champagne,
mere alcohol doesn’t thrill me at all...
-Me mata esta música. ¿Y a ti? -interrogó Adrienne.
-Esta música y algunas películas son lo que me une a
América.
-Di una película, por ejemplo.
-Retorno al pasado.
-No falla. A todos los hombres les chiflan las
zorras. Pero sólo en las películas, claro.
-A mí lo que me interesa es la historia entre Robert
Mitchum y su ayudante mudo.
-Así que vas más allá. Infrecuente.
Adrienne se quedó callada, estudiándome como si
estuviera midiendo lo alto o lo hondo que podía ser lo que hubiera
detrás de mi máscara.
-Ya estamos en un café -dije, para zafarme-. De acuerdo
con tu plan ideal nos falta la poesía. ¿Quién es tu poeta preferido?
-Baudelaire. Tan ingenuo, tan amoroso -y añadió, con un
francés esmerado-: Mais l’amour n’est q’un matelas d’aiguilles, fait
pour donner à boire a ces cruelles filles. También me enloquece
García Lorca. Por eso me he citado contigo. ¿Le lees a menudo?
-Apenas. En España la poesía es cosa de maricas. Eso le
llamaban a García Lorca, por ejemplo. El libro de donde saqué los versos
lo escribió aquí, en Nueva York. Lo leí porque me interesaba lo que
pensó de este lugar otro español, hace tantos años. Es un libro bastante
airado. Casi nadie lo sabe, porque a la gente le despista que García
Lorca naciera en Andalucía. Pero era un andaluz trágico. Los otros no
sirven para mucho.
-¿Madrid es Andalucía? -indagó, con sincera
ignorancia.
-No. Aunque yo soy medio andaluz.
-¿Trágico?
-Si hace falta.
Siempre cabe que esté descaminado, pero creo que fue en
ese momento, porque no se me ocurre que pudiera ser en otro, cuando
Adrienne terminó de tomar su decisión. Al menos, fue entonces cuando se
procuró, sin titubear, el primer contacto físico, pasando la yema de uno
de sus dedos delgados y lechosos por el arco negro de mis cejas.
La acompañé a su apartamento de Central Park West.
Cuando dio la dirección al taxista no pude ocultar mi sobresalto. Debía
ser un apartamento de seis o siete mil dólares al mes, lo que revelaba
que Adrienne era rica. Bajé con ella y en la puerta me dispuse a admitir
que allí acababa todo.
-Si quieres, podemos vernos otro día -ensayé, porque
era obligado y también porque lo deseaba, aunque no tuviera
esperanza.
-¿No vas a subir?
-¿La primera noche? -alegué, por prudencia.
Adrienne rió.
-Puede que no haya otra noche.
Subí con ella. Nada más entrar, obedeciendo el mismo
impulso que sufren tantos neoyorquinos, Adrienne puso en marcha el
reproductor de discos compactos. Mientras yo admiraba su apartamento,
unas diez veces mayor que el mío y bastante mejor amueblado, sonaron en
unos altavoces invisibles unos aplausos y la voz de un hombre que
decía:
-Buenas noches a todos. Me gustaría saludar a mi
madre.
-Jaco Pastorius -explicó Adrienne-. ¿Lo conoces?
-No.
-Es un concierto que grabó el día de su cumpleaños. ¿No
te parece adorable, acordarse lo primero de su madre? Casi todos olvidan
que es una hazaña de la madre lo que se conmemora con el cumpleaños.
Hizo avanzar el disco. De pronto arrancó una animosa
melodía con derroche de trompetas, cuyo compás Adrienne siguió con sus
índices extendidos.
-¿Cómo se llama esto? -pregunté.
-Liberty City. Me gusta oírla de noche, viendo
el parque.
La vista que había al otro lado de sus ventanas era de
veras fastuosa, lo suficiente como para merecer la presumible renta. Al
tiempo que la orquesta se desbandaba, desgarrando aquella melodía
uniforme hasta hacerle adquirir la soltura del jazz, Adrienne comenzó a
desvestirse, como debía hacerlo, pensé, para los otros hombres que
respondían a su anuncio. La vi salir, blanca y engañosamente frágil, de
debajo de su jersey rojo y de su falda oscura. Quizá no tuve que hacerlo
(aunque ella era bonita, como prometía su reclamo), pero cuando me
invitó prescindí de todo y traté de ser sólo lo que ella esperaba.
De madrugada, Adrienne salió a despedirme al rellano.
Abrazada a mí, pasando despacio la mano sobre mis cabellos, pronunció
afectuosamente su advertencia:
-Si alguna vez quiero volver a verte, te llamaré. Si
vienes por aquí sin que yo te haya llamado, el portero te impedirá
entrar. Si te quedas en la puerta, telefoneará a la policía. Si alguna
vez me sigues, pagaré a alguien para que te haga daño.
No había sido en toda la noche tan dulce como cuando
dijo las dos últimas palabras, hurt you. Conforme se abrió la
puerta del ascensor me metió dentro, y antes de que se cerrara y nos
separase me envió un beso soplando sobre la palma de su mano abierta.
Durante muchos días después pensé que aquel leve beso soplado era todo
el recibimiento que la ciudad vacía había de darme. Así era el invierno,
en el corazón helado de Liberty City. En cuanto a Adrienne, no me llamó
nunca.