No es mejor que
sucedan a los hombres cuantas cosas quieren.
HERÁCLITO
Para M. A.
Ahora que todo ha ocurrido y hemos decepcionado
cualquier expectativa, una idea nos corroe interminablemente el
cerebro: cómo hacérselo entender a nadie. Nada nos obliga a hacernos
inteligibles; en rigor es muy probable que ser entendidos no nos sea
útil en modo alguno, y desde luego no constituye un objetivo del que
nuestra naturaleza nos mueva a encaprichamos; y, sin embargo, las
actuales circunstancias han venido a convertir el asunto en un reto
arduo de desatender. Sólo el que alguien ajeno llegue a comprender
que hubo razones puede resarcirnos, así sea en una miserable medida,
de ser incapaces nosotros de sustentar tal creencia. No es éste, por
otra parte, un expediente insólito.
Llevábamos tanto, siempre, aguardando. Consumiendo
días largos, malas noches, consumiéndonos la misma piel de los dedos
y el agua de los ojos en la espera. Y cuando al fin llegó el calor,
no hubo nadie que dejara de sentir su venida como una suerte de
vituperio, como una herida a deshora. Nos lo hemos preguntado de
todas las formas posibles: ¿Se debió a lo imprevisto del suceso, a
que ocurrió en un momento insospechado en el que acaso lo más cómodo
hubiera sido que todo siguiera como estaba? ¿Nos habíamos hecho
demasiado al frío, o, para ser más exactos, a resistir el frío
aguardando con una fe vaga el calor que probablemente no iba a
venir? ¿O es que de ningún modo nuestro carácter toleraba el calor,
y sólo el aburrimiento o el infortunio nos había enturbiado la
visión hasta el punto de creer algo tan contrario? Todo puede ser y
tal vez nada baste a descifrar por completo la paradoja.
Fue, por lo demás, un buen espectáculo. Silencioso,
inexorable. El hielo menguando a redondeadas reminiscencias de sus
anteriores formas, el aflorar de las plantas, la perplejidad de la
tierra que quedaba al descubierto. La luz. El agua. Eramos al fin
llamados a mezclarnos con lo que en el pasado sólo se nos había
permitido escudriñar, encogidos de tristeza y prevenidos contra su
hostilidad armada de carámbanos. El mundo ahora nos invitaba, nos
acogería. Y salimos. Salimos y nos vimos los unos a los otros como
seres irreales, anacrónicos, bufos. Todos aún enfundados en ropas
que se habían vuelto innecesarias, torpes paquetones incapaces de
mantener la dirección en el campo abierto que nunca habían explorado
nuestros pasos. Todo debía ser bueno, todo se nos brindaba, había
cesado la condena; y nosotros, los ex presidiarios, sentíamos menos
el sabor de la libertad que el amargor acuciante de no saber qué
hacer con ella. Había tiempo y era como si no lo hubiera, estábamos
al principio, y era como si nos quedara un segundo insuficiente para
apurar a la desesperada las heces de nuestra fortuna.
Habríamos debido pensar que nos sería posible aprender y todo lo que
hicimos fue rendimos a la angustia y el oprobio de descubrir
que ignorábamos las nuevas reglas.
Nadie pronunció una palabra. Todos advertíamos que
aquello era absurdo y que no nos resultaba propicio. Tales
impresiones nunca se comunican, por temor de hacerlas irrefutables o
porque ya lo son y no es preciso revolcarse en el lodo de
padecerlas. Primero nos miramos, luego nos rehuimos las miradas, más
tarde todos sentimos deseos de correr a refugiamos, de cerrar los
ojos y tratar de convencernos de que no había sucedido nada, de que
el frío persistía y aún teníamos alguna razón de ser como
inevitablemente éramos.
Todo chorreaba melancolía. Descubrimos cuánto más
amábamos a los antiguos enemigos moribundos que a los intrusos que
venían a ponerse de nuestro lado. O, por decirlo más
desapasionadamente, cuánto menos nos costaba simpatizar con los que
se iban -a pesar de haberlos enfrentado durante tanto tiempo- que
hacerlo con estos pretensos aliados a los que nunca habíamos
pertenecido. A ratos era desolador. Contemplar impotentes cómo las
siempre turbadoras diosas de hielo sucumbían, derretidas con un
último gesto de fastidio y orgullo asomado al rostro en una sopa
inútil donde ya no perduraban sus espíritus. Nos habían herido, nos
habíamos herido largamente con ellas; no habíamos tenido su ayuda,
nos habían despreciado o nos ignoraban, eran estériles y ficticias;
pero nos habían dado un sentido -así fuera arbitrario, irrisorio-
que nos era imposible extraer de los regazos cálidos que venían a
reemplazarlas. Habríamos debido saber, habríamos debido, en tanto
que nacidos, y a pesar de nuestra historia, acertar a vivir. Mas no
estuvimos a la altura de las circunstancias o algo en nuestro
interior se complació en negarse en cuanto le fue posible afirmar,
quizá para justificar del modo más sencillo posible toda la
resignación acumulada cuando no había otra alternativa. Fuimos
coherentes o fuimos imbéciles o fuimos ambas cosas. Soslayamos
nuestro deber o lo afrontamos hasta el heroísmo. Ahora todo resulta
igualmente legítimo, igualmente inservible.
Siempre hemos tenido mala suerte. Pasada la
desorientación inicial, los más reflexivos comenzaron a tratar de
delimitar la desgracia que por fuerza encerraba todo aquello. Podía
ser el que acabáramos acostumbrándonos, a pesar del amargo comienzo,
y que cuando empezáramos a apreciar la nueva situación, el frío
volviera y nos encontrara sin defensas y con el enemigo adicional de
la nostalgia del calor atacándonos desde dentro. Podía ser el que el
calor fuera en realidad duradero, pero que nunca consiguiéramos
adaptarnos porque nuestra espera y nuestro deseo de él hubieran sido
erróneos. Por último, podía ocurrir que el calor durara, que nos
adaptáramos, y que esto supusiera la satisfacción, pero no nuestra
satisfacción, porque nosotros no podíamos ser satisfechos, sino la
de otros que vinieran a suplantarnos y asfixiaran al que habíamos
sido. No podíamos caer en la trampa de rendirnos a algo que iba a
abandonarnos, no podíamos pretender sentirnos colmados por algo que
no nos servía, no podíamos aceptar un bienestar que nos exigiera
renunciar a nosotros. Fue entonces, llegados todos a estas
conclusiones, cuando nos dimos cuenta de que ya estaba decidido. No;
aunque hubiera venido al fin el calor, aunque decepcionáramos,
aunque ni nosotros ni nadie lo entendiera, la condena, sutil,
fatídica, no dejaría de pesar sobre nosotros.