APÉNDICE DE 1999
Aunque no es muy deportivo y por eso mismo no deja de
parecerme en extremo censurable, creo que por otras razones debo
incurrir en la indelicadeza de apuntar en qué difieren y coinciden el
universitario de 22 años que redactó las páginas que anteceden y el
individuo que soy ahora, con diez años más de recorrido.
Comienzo por las diferencias. No son muchas. Supongo
que hoy procuraría emplear un lenguaje menos contaminado por la jerga
que tanto se valora en el mundo universitario, y en especial en las
facultades de Derecho. Como la verdad es que esa jerga rara vez oculta
nada de importancia, confío en que las muestras que salpican el texto no
obsten de manera irreparable a su comprensión. Otra cosa que no haría es
considerar el discurso de Kafka tan cruel y pesimista. No me cabe duda
de que el pesimismo y la crueldad son recursos que Kafka empleó
deliberadamente y que tienen mucho que ver con su visión del mundo. Pero
Kafka no es sólo eso, y ocultar el resto contribuye a proyectar una
imagen de él que no por extendida resulta menos infiel. Hay en Kafka
otros dos rasgos, que afloran incluso en las obras y en los fragmentos
comentados a lo largo de este trabajo y que terminan de redondear su
valor: el humor y la fe. Un humor expresado como ironía sutil, pero
siempre presente, incluso en los momentos más tenebrosos. Y una fe
apenas recompensada, pero por eso mismo mucho más heroica. En algún otro
lugar, parafraseando el título de dos de sus relatos, me he referido a
Kafka como Un artista de la fe. Y sin duda que lo era. Su
minucioso inventario de los túneles cegados de la modernidad no tiene,
en el fondo, otra razón que descartarlos en favor de aquellos otros que
sí ofrecen una luz al final: la sensibilidad que la naturaleza nos ha
dado para nombrar el horror y la injusticia; el arte que para él, como
para otros, fue una forma de redención.
Dejando aparte lo anterior, los diez años transcurridos
y las cosas que en ellos he visto, muchas de ellas en el ejercicio
profesional del Derecho, no hacen sino confirmarme en las conclusiones
que en 1989 saqué a partir de las narraciones kafkianas. Sigo creyendo
que El proceso o Sobre la cuestión de las leyes, bajo su
disfraz literario, son, entre otras muchas cosas, un lúcido alegato
contra vicios espantosos que la realidad de los sistemas jurídicos de
nuestro tiempo no ha conseguido desterrar satisfactoriamente: el
favorecimiento del poderoso, la humillación del débil, el secretismo, la
opacidad, la disparatada ineficacia, la desviación de los principios que
inspiran la promulgación de las normas en beneficio de quienes las
aplican, la maldita inercia burocrática bajo la que la justicia se pudre
ante la abulia de quienes más deberían sentirse escandalizados.
Naturalmente, no siempre es así. Yo me he encontrado
con funcionarios laboriosos y abnegados, con jueces generosos en
esfuerzo y comprensión hacia las personas que acuden ante ellos, con
profesionales que sienten su deber como administradores de justicia y
que ponen toda su energía y su inteligencia en cumplirlo. Pero
desdichadamente debo decir que no son esa inmensa mayoría que cabría
desear. Muchos, por contra, parecen acatar la rutina judicial como un
enojoso destino que les permite llegar a fin de mes, no tan holgadamente
como quisieran (ahí están las protestas por su poco sueldo de
funcionarios que disfrutan de una renta, dicho sea de paso, superior a
la del promedio de la población, aunque esté por debajo de la de los
privilegiados a los que se consideran con derecho a equipararse). Por
eso en los juzgados los asuntos se tramitan desganadamente, en las
vistas (salvo excepciones, como las de los casos ilustres que afectan a
los pudientes) rara vez se tiene el tiempo debido para examinar las
pruebas y argumentar sobre ellas, y a la postre todo se resume en un
trasiego de papel que apenas sirve para resolver los problemas de la
sociedad.
Suele alegarse que los juzgados están saturados, que la
gente acude demasiado a ellos. Es como si un médico operara a bulto
porque tiene demasiados pacientes, y reclamara en represalia por nuestra
inmoderada afición a ir al hospital que aceptáramos como normal que se
le murieran, digamos, el sesenta por ciento de los que pasaran por el
quirófano. Dejando aparte que ya no se sabe qué parte del atasco de
asuntos en los juzgados se debe a la desidia y la incuria de años, nunca
es justificación el exceso de trabajo para hacerlo todo rematadamente
mal. Quizá nadie está esperando que el sistema judicial resuelva de aquí
a mañana todo lo que tiene pendiente. Quizá sólo se trata de esperar que
empiece a resolver algo con rigor y eficacia, y que a partir de ahí
prosiga la tarea. No es imposible. Cualquier profesional del Derecho
tiene la experiencia de tal o cual magistrado que, naturalmente con
esfuerzo, es capaz día a día de acercarse al ideal de hacer justicia con
quienes acuden a pedírsela. Se trata de que sean algunos más los que se
nieguen a aceptar que el sistema no tiene remedio y empiecen por
arreglar su pequeña parcela de él.
Para eso, como Kafka muestra en sus historias
terribles, hace falta a veces una buena ración de coraje. Y sobre todo,
hace falta algo que a estas alturas parece escasear: vocación. Nadie
puede exigirle vocación, posiblemente, a un obrero de una cadena de
montaje o a un repartidor de pizzas a domicilio. Pero a alguien que
trabaja impartiendo justicia a sus conciudadanos, que le sostienen
económicamente (con lo que la sociedad puede en cada momento destinar a
ello, mientras hace esperar a muchas personas que necesitan un
tratamiento costoso o una intervención quirúrgica), a alguien a quien
nadie obligó a vestir la toga, no sólo puede exigírsele tal vocación,
sino que cabe exigírsela en un grado máximo. Y si no la tiene, que no
siga usurpando el puesto: que salga a la calle a ganarse la vida como
abogado. Si es bueno y anda listo, podrá ganar más dinero,
seguramente.
Un sistema judicial inoperante, que sólo reclama
recursos y nunca asume de forma seria y efectiva compromisos ni
responsabilidades frente a los ciudadanos (no está de más recordar que
la prevaricación, según la doctrina de cierto alto tribunal, sólo se
produce cuando la injusticia es "grosera y escandalosa"), se convierte
en un cáncer que lastra, cuando no impide, el avance de una sociedad; un
Leviatán que despoja más que protege al individuo. Contra esas
maquinarias devoradoras y destructivas está dirigida la crítica
implícita en toda la obra literaria de Kafka. Y aunque hay que admitir
que la situación en la mayoría de los países avanzados, a finales del
siglo XX, no es tan atroz como la que él relata, hará muy mal el jurista
que piense que esas aberraciones son felizmente fruto del pasado. Aún
siguen ahí, y resurgirán siempre que nos descuidemos. Porque no proceden
de la maldad, sino de la indiferencia, que es la fuente más frecuente
del despotismo.
Madrid, octubre de 1999