VI. El proceso. La culpa; el Derecho como
punición.
El asunto de El proceso es sobradamente
conocido. Bastará a nuestros efectos una síntesis telegráfica, en dos
palabras:
Josef K., empleado de banco, despierta una mañana (como
una mañana despierta Gregor Samsa, el protagonista de La
metamorfosis, para ver que se ha convertido en insecto; siempre el
absurdo apoderándose súbitamente de lo cotidiano) y descubre que está
procesado. Él no cree haber cometido ninguna falta, y durante toda la
historia, a lo largo de sus relaciones con el indescifrable y complejo
aparato del tribunal y con los seres que en su proximidad viven, trata
de averiguar sin éxito de qué se le acusa. Finalmente, tras un
desarrollo que Kafka no llegó a elaborar por completo, el capítulo
último (que sí redactó) nos informa de que Josef K. acaba siendo
ejecutado. Mientras el verdugo le retuerce el cuchillo en el pecho, K.
piensa, y ésta es la frase que cierra el libro: "Era como si la
verguenza hubiese de sobrevivirle."
Esta elocuente afirmación final nos advierte de que,
entre los paradigmas más arriba formulados como herramientas de nuestro
análisis, en El proceso pesa de una forma fundamental el de la
culpa. A su través, se ofrecen reflexiones que sirven para la
caracterización desde la óptica kafkiana de una de las funciones que
desde su aparición como instrumento regulador de la convivencia humana
más ostensiblemente ha cumplido el Derecho: la función punitiva.
Pero nuestro estudio a propósito de esta obra va a ser
doble, ya que de ella hemos seleccionado dos fragmentos que responden a
orientaciones diversas. Ambos corresponden al capítulo VII, uno a su
inicio, en el que K. conversa con su abogado; otro a su término, donde
K. se entrevista con un pintor que tiene influencias en el tribunal por
ser el retratista oficial del mismo. De ellos, el primero atiende, más
que a la culpa y al castigo, a la descripción del Derecho objetivo
materializado en las estructuras que lo aplican y su funcionamiento, con
un sentido constructivo afin al consignado en apartados
precedentes de este trabajo. El segundo se refiere más expresamente a
los conceptos aludidos en el título de este apartado. Trataremos ambos
fragmentos por separado, el primero con mayor brevedad, para centrarnos
en el segundo.
A) Conversación con el abogado.
Este pasaje, a través de la charla que K. mantiene con
el Dr. Huld, letrado de prestigio que se encarga de su defensa, nos da
una idea verdaderamente singular de lo que es el funcionamiento del
tribunal y, como reflejo, el derecho que en él se aplica. Nos
limitaremos, por no ser excesivamente prolijos, a extractar, con ligeras
anotaciones puntuales, el contenido del fragmento, que por lo demás se
comenta por sí solo y ahonda en direcciones ya apuntadas antes en estas
líneas.
Al principio de la conversación (más propiamente
monólogo del abogado) Josef K. ya muestra su escepticismo y aburrimiento
ante las peroratas inacabables de su defensor. Éste, ajeno a la actitud
de K., empieza refiriéndose a un memorial que ha dirigido al tribunal,
respecto del que no tiene muchas esperanzas de que sea leído. Los
memoriales de los defensores se agregan a los expedientes sin más
trámite, y no se examina el expediente hasta que todo el material ha
sido reunido. Para entonces, es frecuente que el memorial se haya
traspapelado. Todo esto es lamentable, pero no debe olvidarse que el
proceso no es público, por lo que las actas del tribunal, entre ellas el
texto de la acusación, no son conocidas por abogado y acusado. Ello hace
que el primer memorial sea como una piedra tirada al azar. Sólo mucho
más adelante, cuando el proceso está más avanzado, y observando por
dónde ha discurrido, puede sospecharse con más aproximación de qué se
acusa exactamente al procesado y enviar memoriales más certeros. El
abogado se encuentra así en una posición difícil, pero hay que
tener en cuenta que la defensa no está permitida por la ley, sino
simplemente tolerada (nuevamente nos encontramos el esquema formal del
individuo como precarista), y aun sobre la interpretación de la ley en
sentido tolerante hay discusión. Los abogados están en condiciones
degradantes, la sala que tienen en el tribunal es una cueva inhóspita.
Lo más importante para la defensa son las relaciones personales, no con
los tramos inferiores del funcionariado, en los que hay cierta venalidad
de la que los abogaduchos creen sacar un provecho en realidad nulo; sólo
con los funcionarios superiores esas relaciones personales son fecundas,
y esto está al alcance de pocos abogados, entre ellos el Dr. Huld.
De todos modos, el de las relaciones con los
funcionarios es un arte inseguro; a veces, parece que se ha ganado a uno
para la propia causa y al día siguiente este mismo funcionario, que sólo
unas horas antes asentía a los argumentos que se le ofrecían, produce
una decisión extremadamente perjudicial para el acusado. Ahora bien,
ayuda a los propósitos del abogado el que los jueces necesiten en
ocasiones de él. Aquí se pone de manifiesto la desventaja de una
organización judicial que establece juicios secretos: a los jueces les
falta contacto con la población; para paliar esta carencia recurren a
los abogados, pero también para completar sus conocimientos jurídicos.
"La jerarquía y el escalafón del tribunal era infinito e inabarcable
incluso para los iniciados. El procedimiento solía ser también secreto
para los funcionarios inferiores. De ahí que no pudieran seguir casi
nunca de un modo completo, en todo su desarrollo, los casos en que
trabajaban. Así pues, un asunto judicial aparece en su campo de visión
sin que sepan a menudo de dónde viene, y luego sigue su curso sin que
sepan a dónde va. (...) Sólo pueden dedicarse a la parte del proceso que
la ley delimita para ellos, y de todo lo que sigue (...) saben casi
siempre menos que la defensa..." Por eso piden consejo a los abogados, o
incluso les muestran los expedientes por lo común tan secretos,
acuciados por esta necesidad de que les asesoren, y mientras el abogado
estudia los legajos el funcionario se asoma desesperado a la ventana
(otra vez encontramos la idea de las zonas de anomia, de las fisuras en
un sistema con pretensiones de perfección tan desorbitadas que exacerba
el secreto y niega así el derecho a la objeción; una anomia que, en la
línea de la fría crueldad de las alegorías kafkianas, no proporcionará
de todos modos ningún beneficio al acusado). Por todo esto, concluye el
Dr. Huld, el acusado ha de dejar al abogado que realice su trabajo, sin
estorbarle. A este respecto, es notable que los abogados (y aun el mas
insignificante rábula participa de esta prudencia) no pretendan nunca
introducir reformas en el tribunal. Cosa distinta ocurre con los
acusados. Como cierre de este resumen, no nos resistimos a transcribir
el magnífico trozo de prosa en que Kafka describe este anhelo de
innovación de los sometidos a proceso:
"En cambio, -y esto es muy significativo- casi todos
los acusados, incluso los más lerdos, se ponen a urdir propuestas de
mejora en el mismo momento de iniciarse el proceso, y así gastan a
menudo un tiempo y unas fuerzas que podrían emplear mucho mejor en otras
cosas. Lo único acertado es adaptarse a las condiciones existentes.
Aunque fuese posible mejorar algún detalle -lo cual es una suposición
estúpida-, uno obtendría, en el mejor de los casos, alguna mejora para
los procesos futuros, pero se habría perjudicado incalculablemente a sí
mismo, puesto que habría atraído la atención del cuerpo de funcionarios,
siempre sediento de venganza. ¡Lo importante era no llamar la atención!
Obrar con calma, aunque esto fuese contra los propios deseos. Intentar
darse cuenta de que aquel inmenso organismo judicial se encuentra, en
cierto modo, en una posicion eternamente vacilante, y de que, si uno
cambia algo por su cuenta y desde su puesto, la tierra desaparece bajo
sus pies y él mismo puede despeñarse, mientras que al gran organismo le
resulta fácil encontrar otro lugar en sí mismo -puesto que todo guarda
relación- para reparar la pequeña alteración, efectuando las
sustituciones necesarias y permaneciendo inalterable, si no resulta que
todo se vuelve, cosa aún más probable, mucho más cerrado, más vigilante,
más rígido, más maligno."
Como el pueblo científico de Sobre la
cuestión de las leyes, en este trozo parece llegarse a la irrehuible
conclusión de que la salida para el sujeto es la resignación, o más
exactamente, ya que aquí no hay salida (el proceso es inexorable, el
tribunal se encuentra en "una posición eternamente vacilante", otra
visión kafkiana del abismo), ella es la actitud menos perniciosa. Una
vez más hay que hacer notar que esta invitación a conformarse (hecha por
un personaje en cierta medida ridiculizado, como es el Dr. Huld, pero
con un razonamiento nada ridículo) no depaupera toda la crítica que la
antecede (y obsérvese de qué precisa inspiración jurídica son algunos de
sus elementos, por ejemplo, la descalificación del proceso penal
inquisitivo y secreto, cuya abolición no es algo que podamos decir que
data de muchos siglos en nuestro derecho y en los de nuestro entorno).
Kafka denuncia, arremete incluso, con la violencia que late bajo su
mesurado retrato del infierno. Termina flaqueando porque asume el lugar
del individuo ante la omnipotencia de la realidad adversa; de quien,
débil para el mero reto de subsistir, ya ha cumplido con creces su deber
contando lo que ha visto y sólo implora derrumbarse.
B) Entrevista con el pintor.
Esta entrevista, como la anterior con el abogado, se
inscribe dentro de los esfuerzos de K. por profundizar en el
conocimiento del tribunal que le ha procesado y de los criterios que
rigen su situación. El pintor ha heredado el cargo de retratista del
tribunal. Ello le permite conocer a muchos jueces y le dota de una
influencia que K. trata de emplear en su favor. Resumimos a continuación
su coloquio.
La conversación se inicia con una pregunta del pintor
que sorprende a K.: "¿Es usted inocente?" Sobreponiéndose a su sorpresa,
K. responde con decisión: "Sí." De lo que el pintor deduce: "Entonces el
asunto es sencillísimo." K. menea la cabeza y hace notar que el tribunal
se pierde en una infinidad de sutilezas y "acabará sacándose de
cualquier parte, de donde al principio no había absolutamente nada, una
gran culpa." Agrega K. que, como sabrá el pintor, es dificilísimo hacer
abandonar al tribunal la convicción de que el acusado es culpable.
"¿Dificilísimo? Jamás es posible hacer abandonar sus convicciones al
tribunal", repone el pintor. No obstante, el pintor se muestra
convencido de sus posibilidades de ayudar a K. El tribunal es
inaccesible a las pruebas que uno presenta ante él, pero "las cosas
funcionan de modo muy distinto en todo aquello que, en este aspecto, se
intenta al margen del tribunal público." Nuevamente, como el abogado ya
le revelase a K., el dato de las relaciones personales con los jueces,
para las que el pintor está especialmente caracterizado, se erige en un
factor esencial. Acto seguido, el pintor se dispone a explicar a K. los
pasos que va a dar en su ayuda. Pero previamente necesita saber qué
clase de liberación desea. Existen tres tipos: absolución real,
absolución aparente y aplazamiento. La absolución real es sin duda lo
mejor, pero ni él ni nadie tiene influencia para obtenerla. Tal vez lo
único decisivo para ella sea la inocencia del acusado, y puesto que K.
es inocente, quizá debiera confiar en que la alcanzará sin la
cooperación de nadie. Ante esta exposición K. primero se siente aturdido
y luego hace ver al pintor que en sus palabras hay, aparentemente,
contradicción. Antes le había dicho que el tribunal era inaccesible a
toda prueba, luego había limitado esta apreciación al tribunal público,
y ahora dice que el inocente no necesita ayuda ante él. Otra
contradicción está en que antes aseguraba que podía influirse
personalmente en los jueces y ahora afirma que para la absolución real
no sirven las influencias. A lo que el pintor contesta: "Estamos
hablando de dos cosas distintas, de lo que dice la ley y de lo que yo he
experimentado personalmente; no debe usted confundirlas. La ley, que por
otra parte no he leído, dice, por un lado, que el inocente será
absuelto, como es lógico; por otro lado, no dice que los jueces puedan
dejarse influir. No obstante, yo he experimentado justamente lo
contrario. Jamás he tenido noticia de una absolución real, pero sí
la he tenido de muchas influencias. Naturalmente es posible que no
haya existido inocencia en ninguno de los casos que he conocido. Pero,
¿no le parece improbable? ¿Ni un solo caso de inocencia en tantos
procesos?" K., amargamente, observa: "Esto no hace más que confirmar la
opinión que tengo ya del tribunal (...). Un solo verdugo podría
sustituir a todo el tribunal." El pintor le aconseja que no generalice,
que sólo le ha hablado de su experiencia. En otras épocas, se dice, ha
habido absoluciones, extremo difícil de comprobar porque las decisiones
finales del tribunal no se publican; ni siquiera los jueces
tienen acceso a ellas. Pero hay leyendas al respecto, que "es indudable
que contienen algo de verdad, y además son muy bonitas." K. pregunta si
pueden aducirse tales leyendas ante el tribunal. El pintor se echa a
reír. "No, no se puede."
Desestimada por tanto la opción de la absolución real,
el pintor se centra en las otras dos, la aparente y el aplazamiento. La
primera exige un esfuerzo concentrado pero temporal; el segundo un
esfuerzo mucho menor pero permanente. Para la primera es necesario
redactar una declaración, cuyo texto le ha sido transmitido al pintor
por su padre y es totalmente intocable. Con esta declaración habría que
ir recabando el apoyo del mayor número posible de jueces, a los que el
pintor explicaría que K. es inocente. Cuando reuniera una cantidad
suficiente de firmas de jueces iría con ellas al juez que conoce del
caso de K. Entonces todo evoluciona deprisa. Con la garantía de un buen
número de sus compañeros el juez puede absolverle sin cuidado, y lo
haría, para complacer al pintor y a otros conocidos suyos. K. quedaría
libre. Pero sólo aparentemente. Los jueces inferiores, que son los que
el pintor conoce, no pueden absolver de modo definitivo, prerrogativa
exclusiva del tribunal supremo, completamente inaccesible: "No sabemos
cómo van las cosas allí, y, dicho sea de paso, no queremos saberlo." K.
se vería con la absolución aparente momentáneamente separado de su
acusación, pero ésta continuaría flotando sobre él. El expediente no
desaparece (como ocurre en la absolución real), sigue circulando. "Los
caminos que sigue son insondables (...). Un día, cuando nadie lo espera,
cualquier juez toma en sus manos el expediente, se da cuenta de que en
dicho caso la acusación sigue viva y ordena inmediatamente el arresto."
Así, empieza de nuevo el proceso, y habrá que repetir los esfuerzos
antes hechos, para lograr una segunda absolución aparente, respecto de
la que los jueces no están desfavorablemente predispuestos por el nuevo
procesamiento, ya que éste era a todas luces previsible. "Pero esta
segunda absolución, sin duda, tampoco es definitiva", apunta K. "Claro
que no, a la segunda absolución sigue el tercer arresto, al tercer
arresto la cuarta absolución, y así sucesivamente."
Percibiendo que la absolución aparente no es del agrado
de K., el pintor le detalla las características del aplazamiento. Para
éste no hay que gastar tantas energías, pero es necesaria una mayor
atención. No hay que perder de vista el proceso, hay que presentarse
ante el juez a intervalos regulares, e intentar conservar su buena
disposición. Si no se descuida nada, el proceso no pasará de esta fase,
el acusado sigue sometido al proceso, pero está tan libre de una condena
como si estuviese en libertad, con la ventaja sobre la absolución
aparente de que su futuro es menos impreciso; el acusado no tiene que
temer los arrestos repentinos, por ejemplo. Aunque tiene sus
inconvenientes: el proceso ha de notarse desde el exterior, hay que
hacer pesquisas, interrogatorios; para todo ello, sin embargo, el
acusado puede concertar, incluso, las fechas que le sean más cómodas.
K., con la cabeza dolorida, se levanta y se dispone a
marcharse. El pintor, como resumen final, le dice: "Ambos métodos tienen
en común que impiden la condena del acusado". "Pero también impiden la
absolución real", dice K. en voz baja, como si se avergonzara de haberlo
advertido. "Ha captado usted el punto esencial del asunto", concluye el
pintor.
A través de esta prolija exposición, que abarca quince
páginas y de la que hemos creído necesario dar un testimonio lo más
pormenorizado posible, Kafka nos ofrece una caracterización de la culpa
fundamentadora del castigo que merece un análisis detenido. Partimos de
la premisa de que K. es inocente, o de ella parte él. Y a lo largo del
discurso del pintor comprobamos que ese dato individual, subjetivo,
queda completamente derogado por la calificación despiadada del orden
objetivo que apunta en un sentido contrario, mediante dos vías: la
inicial acusación, indestructible; y los modos de solución que al
acusado se ofrecen, ambos asentados sobre una admisión de la culpa por
el sujeto y una renuncia a la real absolución (a lo que Josef K. no se
pliega, con la tenacidad que raya en un heroísmo al que no llega el K.
de El castillo, dada la mayor angustia de la situación del
procesado; la consecuencia será el trágico final de Josef K.). En
definitiva, el tribunal (que simboliza el orden externo y, a nuestros
efectos, también el Derecho), en virtud de sus peculiares y reprobables
mecanismos, imputa la culpa al sujeto y consustancia a éste con ella a
despecho de la convicción íntima del procesado de que la acusación es
infundada. El orden objetivo humilla al sujeto, una vez más en el
alegórico universo kafkiano. De la actuación del tribunal inferimos que
el Derecho no toma en consideración al individuo, carece de una
inspiración teleológica que ubique en él un valor protegible; toda su
finalidad es imponer sus designios, cuya fuente no parece estar en mucho
más que en una inercia absurda (o en el mejor de los casos, fortuita), y
cuyo respaldo no deriva sino del hecho de disponer de un aparato con
capacidad para imponerse al súbdito. El Derecho vuelve a ser fuerza
desnuda, brutal, arbitraria.
No es difícil relacionar esta concepción de la culpa
(cuya génesis es extrínseca al individuo, pero que acaba apoderándose de
él con la efectividad de lo previo e inmemorial) con la experiencia
vital de Kafka (de la que en relación con El proceso fines Elias
Canetti ha seleccionado su relación con Felice Bauer, que le arrojó a
frecuentes circunstancias en las que se sentía inequívocamente culpable
sin localizar en sí la causa de esa culpa). También resulta inmediato
asociar el esquema expuesto con la idea hebraica del pecado
original, anterior a toda conducta y conciencia del sujeto. En este
sentido, podemos estimar que este pasaje abre posibilidades de
interpretación metafísica y existencial tanto o mucho más fértiles que
la jurídica que aquí se realiza. Parece oportuno traer a colación la
definición del pecado original que Kafka nos proporciona en unas
anotaciones halladas en un cuaderno de 1920: "El pecado original,
la vieja culpa del hombre, consiste en el reproche que formula y en que
reincide, de haber sido él la víctima de la culpa y del pecado
original." El hombre es, por así decir, naturalmente culpable. La
culpa no es suya como individuo, pero sí como miembro de la especie, y
esta culpa genérica se convierte en una culpa personal al no
aceptar la imposición superior de esa culpa que le es inherente, al
formular la queja de su irresponsabilidad por lo que se le atribuye.
Evidente es el mensaje en las palabras que el padre le dirige a
Georg Bendemann al final de la narración La condena: "Es cierto
que eras un niño inocente, pero mucho más cierto es que también fuiste
un ser diabólico. Y por tanto escúchame: ahora te condeno a morir
ahogado." El padre aquí, Yahvé respecto al pecado original, el tribunal
en El proceso: otros tantos símbolos utilizables como encarnación
del orden que decreta la maldad del sujeto, como evocación del Derecho
cuya impiedad patentizan. Además del absoluto sacrificio de la justicia
que se produce en el sistema judicial descrito por Kafka, un sistema que
se hace acreedor a toda la crítica que suscita su funcionamiento por
motivaciones de influencia personal o automatismo burocrático (crítica
que puede utilizarse siquiera sea de modo parcial en relación a los
sistemas jurídicos empíricamente observables), otro elemento de interés
para un análisis desde el Derecho, quizá el más relevante, en parte ya
denunciado por el concepto de culpa, es el de la desposesión
de la norma que sufren los sometidos a ella. Esto ya ha sido
comentado al anotar otras obras de Kafka. El Derecho no pertenece a
aquéllos sobre los que actúa, sino a una incierta y oscura casta
"sacerdotal" que se guía por una intención indescifrable. La máquina
judicial no actúa para los individuos; se "alimenta" de ellos, como si
fueran un combustible que precisa hacer circular de uno a otro de sus
negociados, para nutrir una actividad justificada en sí misma o
en nada, según podemos sospechar. No hace falta explicitar que en este
aspecto la crítica de Kafka es muy dura. El resultado es que la
inocencia no existe. La dialéctica entre el convencimiento psicológico
del individuo de su no culpabilidad y la afirmación puramente normativa
en sentido contrario que emite el tribunal (en función de su discutible
mecánica), se resuelve, incluso en un plano ontológico, a favor del
último. La inocencia queda como una idea sobre la que sólo hay leyendas
"muy bonitas." Contienen algo de verdad, dice el pintor, pero en lo que
tiene efícacia práctica esa verdad es inoperante y, por tanto,
prescindible.
El formalismo desmesurado e inútil, la desvinculación
entre el aparato y el justiciable, la objetivación implacable e
indiscriminada de los casos singulares que ante el tribunal se
presentan, arrojan como consecuencia esta atroz conclusión que bien
pudiera corresponder a la época, o al estado, en que el Derecho no
existía o era de una imperfección escandalosa. Una evolución
desarrollada desatentamente desde aquel estadio primitivo ha devuelto a
él lo jurídico, que por tanto merece un poco o un mucho menos tal
denominación sobre una base que no sea la de la mera coercibilidad.
Parece Kafka plantear la duda de si lo que reconocemos como Derecho no
posee otro atributo crucial que el del poder con que se impone (con lo
que quizá debiera reorientarse el concepto de Derecho hacia ese
contenido, colegiría un positivista), y nos desmoraliza sobre la
cuestión de si el Derecho así configurado consigue aquello que tanto
valoran los habitantes del pueblo sometido a la nobleza en Sobre la
cuestión de las leyes: la seguridad y la certeza. Lo único realmente
seguro es el castigo.
En su breve pero muy profundo trabajo acerca de Kafka
en el décimo aniversario de su muerte, antes citado en estas páginas,
Walter Benjamin sintetiza con gran acierto las aplicaciones de esta
metáfora kafkiana. Transcribimos un párrafo que muy bien viene a resumir
y enriquecer lo tratado en este apartado.
"Los tribunales tienen códigos, pero códigos que no se
pueden ver. ‘Es parte de este sistema el que uno sea condenado sin
saberlo’, piensa K. En la prehistoria las leyes y las normas definidas
permanecen como leyes no escritas. El hombre puede violarlas sin saberlo
y así incurrir en el castigo. Pero pese a la crueldad con que puede
herir a quien no se lo espera, el castigo, en el sentido del Derecho, no
es un azar sino un destino, que se revela aquí en su ambigüedad. Ya
Hermann Cohen, en un rápido análisis de la concepción antigua del
destino, lo ha definido como ‘un conocimiento al cual es imposible
sustraerse’ y ‘cuyos mismos ordenamientos parecen originar y producir
esa infracción, esa desviación.’ Lo mismo vale para la justicia
que procede contra K. Este procedimiento judicial nos conduce mucho más
allá de los tiempos de la legislación de las Doce Tablas, a una
prehistoria sobre la cual el derecho escrito fue una de las primeras
victorias. Aquí el derecho escrito se encuentra por cierto en los
códigos, pero secretamente, y en base a ellos la prehistoria ejerce
un dominio tanto más ilimitado."