Eriste, Valle de Benasque, 1 de agosto de 2004.
Este año, dejando que mande el instinto, una semana
de montaña. Por alguna razón no del todo comprensible, me gusta subir
alturas. Torres, acantilados, montañas, igual da. Con un poco más de
tiempo y abnegación, habría sido alpinista.Venir a los Pirineos era
una asignatura pendiente desde hace años que por fin hemos cumplido
éste, y con mucho gusto, aunque un servidor haya tenido que subir a
todas partes llevando a hombros a un niño de dos años y medio y 15
kilos de peso inquieto, circunstancia que hace que cualquier ruta
montañera eleve al menos en un grado su dureza y dificultad.
Durante un par de días, además, un regalo
inesperado: compartir la estancia con Carlos Castán y su familia.
Carlos, además de uno de los escritores españoles de más talento del
presente, es una persona encantadora, como su mujer, Teresa. Y tanto
ellos como nosotros poseemos el entrenamiento (cada vez más escaso, en
esta época llena de despreocupados peterpanes) que se requiere
para sobrellevar la convivencia con niños pequeños, jalonada de
rabietas, somnolencias inoportunas, percances diversos y
conversaciones intermitentes o drásticamente truncadas por alguno de
los avatares anteriores. Así que no nos han agobiado los
inconvenientes y hemos encontrado en cambio no pocas ventajas en la
conjunción, porque los niños se distraen entre sí, y en general les
viene bien compartir espacios.
La conversación con Carlos (un tipo tan singular
como para haber aprendido a leer solo a los tres años, o como para
haber llegado poco después a la conclusión de que Dios hizo la nada
sacando punta a los lapiceros hasta consumirlos) me ha aportado la
frase que me queda como vestigio más lúcido y significativo de estas
vacaciones. No es suya, sino, según cuenta, de un anónimo lugareño de
estos valles pirenaicos oscenses, que cuando llegaron los primeros
montañeros, y uno de ellos le declaró su intención de subir al pico
tal, le advirtió con tanta sencillez como sincera preocupación por
evitarle decepciones al forastero: "Allí arriba no hay nada, ¿eh?"
Cuántas duras ascensiones asumimos, los locos que
habitamos este mundo, para llegar adonde no hay nada, ni siquiera las
vistas o la gratificación por el cansancio que, al menos, cosecha el
que corona una montaña. El instinto trepador: tara humana incurable.
Chiclana de la Frontera, Cádiz, 10 de agosto.
Hoy es San Lorenzo, mi santo, el santo humorista,
el que martirizado en una parrilla pidió que le dieran la vuelta
porque de ese lado ya estaba hecho, si hay que creer la leyenda (y por
qué no, para eso están precisamente las leyendas, para dar carta de
naturaleza y plaza en la realidad a los hechos inverosímiles e
improbables).
Hoy dice el periódico que el gobernador iraquí de
Nayaf ha dado permiso para que las tropas americanas entren en el
mausoleo de Alí a desalojar a Muqtada el Sáder y sus milicianos chiíes
del Ejército del Mahdi. Dejando al margen la formulación humorística
de la noticia (del tipo el vigilante jurado de la sede del
Santander Central Hispano ha dado permiso para que entre en el garaje
el coche de Emilio Botín), la cosa no tiene maldita la gracia.
Muqtada ya huele a mártir, que es precisamente el ascenso que andaba
buscando, y las fotografías de los restos humeantes del mausoleo serán
banderín de enganche mucho más eficaz que los rambos que van
haciendo la leva por cuenta del Pentágono por los barrios marginales
estadounidenses.
Mientras tanto, en la playa de la Barrosa, retozan
sobre las olas de un plácido día gris los rubios retoños de la clase
bien madrileña. Siempre que vengo a este pueblo recuerdo que mi amigo
Frank Smith lo llama Majadahonda-sur-mer, y me pregunto cómo he
llegado a acomodarme a esto, sin jugar al golf ni compartir casi nada
con la gente que aquí viene a pasar el veraneo: será mi placer por
sentirme extranjero y marciano, o que después de todo la playa no está
muy atestada, es buena y no demasiado peligrosa para los niños.
Una mitad del mundo se hace pedazos y la otra se
refresca. Siempre fue así (Kafka yendo a nadar el día que se declaró
la Gran Guerra). Confieso mi culpa: también yo he estado hoy saltando
olas.
Chiclana de la Frontera, Cádiz, 15 de agosto.
Hoy reflexionaba sobre la nimiedad de los Juegos
Olímpicos. Pensaba ejercer mi objeción de conciencia contra el
nauseabundo negocio del deporte, hasta que descubrí que en el hotel
donde me alojo los esfuerzos de los atletas sirven a la mayoría de los
clientes como pasatiempo para sobrellevar el sopor de la siesta, y
concluí que algo tan insignificante no merecía ninguna ferocidad por
mi parte (hoy sesteé yo mismo viendo perder a un judoka español).
Getafe, 5 de septiembre.
Se acabaron las Olimpiadas, que esta vez han estado
bien sosas. España ha sacado la magra cosecha habitual de medallas en
deportes preferentemente improbables y la no menos habitual decepción
de las eliminaciones de los deportes de equipo. Todo tan vulgar y
rutinario que queda en total evidencia el descomunal despliegue
informativo alrededor. Ah, tiempos de grandes envases huecos.
Muqtada no se dejó matar, tampoco los americanos se
atrevieron a reventarlo con el mausoleo de Alí. Al final todos se
pusieron a marear en busca de la salida que proporcionara mejor
propaganda para sus respectivas causas y ganó el clérigo, porque no se
ha rendido, sino que ha aceptado el requerimiento del patriarca chií,
Alí al Sistani, para desalojar la ciudad santa. Sistani se apunta así
la autoridad moral y la capacidad de resolución de la que han mostrado
carecer los marines y el gobierno títere de Bagdad. Muqtada se apunta
el prestigio de haberle plantado cara a los yanquis y sube en el
escalafón con miras a la sucesión de Sistani. Todo queda entre ellos.
Ni aposta se podría haber hecho peor. Alguien me cuenta que el
avispero de Nayaf lo agitaron en abril los mercenarios civiles del Tío
Sam porque las tropas españolas contemporizaban demasiado con la
población local (las siglas del nombre militar de la agrupación de
tropas españolas, BMNPU, dieron lugar al nombre humorístico de Winnie
The Pooh, porque eran tan inocuas, decían, como el tierno osito). Los
españoles no tomaban medidas para disolver los tribunales paralelos en
los que se aplicaba la Sharía, como les ordenaban los americanos, y el
Pentágono reventó el statu quo con la incursión de unos
mercenarios civiles que secuestraron al segundo de Muqtada. El 4 de
abril los españoles tuvieron que abrir fuego contra la población
enfurecida, sí; pero eso no impidió que al final toda la Brigada
Winnie the Pooh volviera a casa. Y ahora Nayaf está en ruinas pero
Muqtada es más fuerte. Mientras los partidarios de Bush aúllan su
júbilo en la convención de Nueva York, en los suburbios ya pueden irse
preparando a suministrar más carne de cañón para la gran causa
petroimperial. La chapuza de Irak suma y sigue.
(Por cierto, Kerry cada día se da más aire de
loser. Pobretico.)
Hoy, qué pocas cosas alentadoras tienen estos
tiempos, recuentan los cadáveres de la escuela de Osetia del Norte.
Unos 350, nada menos. Muchos de ellos niños. Los terroristas no
dudaron en tirotear a los chiquillos por la espalda cuando trataron de
huir, ni en dejarlos sin agua hasta forzarlos a beber sus orines
mientras duró el secuestro. Uno de los captores, a una madre que pedía
clemencia, le replicó que ahora llorasen ellas, igual que antes habían
llorado sus madres. Ayer una viñeta de Forges evidenciaba la
desorientación y la incomprensión que tenemos ante el fenómeno del
terrorismo suicida: "¿qué patria esperan construir secuestrando
niños?", se pregunta el dibujante con admirable y pasmoso candor. ¿Es
que no nos damos cuenta de que no pretenden construir nada? Sólo
quieren devolver una parte del golpe, antes de que terminen de
aniquilarlos. Les han matado a los maridos (las suicidas chechenas son
casi todas viudas), a los padres, a los hijos. Es lo malo que tiene
humillar al adversario, y persuadirle de que su inferioridad es tan
irremediable que su causa está perdida. Deja de luchar por la victoria
para luchar por la venganza, lo que le hace infinitamente más cruel y
peligroso.
Valverde, El Hierro, 16 de septiembre.
A veces, resulta maravilloso perder de vista a la
Humanidad. Por el periódico que compro y hojeo deprisa todos los días,
sé que en Irak siguen rompiendo el país, que W. Bush avanza hacia su
victoria electoral y que en España el asunto estrella la comisión del
11-M.
Pero durante estos días, francamente, paso. Escribo
estas líneas en un balcón que da a una playa de roca negra. Las olas
rompen a apenas veinte metros de donde me encuentro. Estoy en un lugar
maravilloso, en el culo del mundo, o por lo menos el culo del país:
constituye su territorio más occidental y durante siglos fue el
meridiano cero y el fin de la tierra conocida. Entre conos de
volcanes, pinares frondosos, vastas extensiones de lava petrificada o
las espectaculares vistas de su Mar de las Calmas, esta isla permite
olvidarse de los semejantes, reencontrarse con uno mismo y volver a
percibir la soledad cósmica que en realidad nos conforma y que cada
día dejamos que nos oculte un batiburrillo de naderías. Fiel a mi
querencia de los confines, he bajado hasta el faro de Orchilla, vigía
solitario junto a un hermoso cono volcánico en medio de un paisaje
extraterrestre. Ése es el punto más al oeste de este absurdo pedazo de
universo que provisionalmente sigue recibiendo el nombre de España, y
que pese a todo, y aun constándome lo poco que de real tienen los
linderos y las adscripciones nacionales, me sigue inspirando algún
cariño y alguna noción de pertenencia. Le embarga a uno cierta
emoción, qué narices, al contemplar el océano y el atardecer desde
ahí, sabiendo que en ese borde se acaba el país y ya sólo queda agua
hasta América. Sobre todo porque allí no hay ni un alma, porque nadie
salvo el faro vigila el límite, porque todo es soledad y horizonte.
Getafe, 22 de septiembre.
Un virus que anda por los colegios, para dar la
bienvenida al nuevo curso a los alumnos y a sus progenitores, ha
entrado en casa y se ha dignado obsequiarme una pequeña
gastroenteritis. Nada grave, un poco de malestar y de ayuno, pero por
la flojera añadida no he apuntado inmediatamente, como quería, lo
acaecido anteayer, 20 de septiembre. Invitado por Jesús, un buen
amigo, acudí a Almería a la celebración del LXXXIV aniversario de la
fundación de la Legión. No sé quién va a leer este diario, pero ya
cuento con que, si lo leen ciertas personas, en este preciso punto
darán en alzar las cejas. Para quienes tal hagan va destinada ante
todo esta anotación.
Fue una interesante experiencia. Los actos
castrenses son vistosos y emotivos, como corresponde a la gente
sentimental que casi todos los militares son en el fondo. Pero al
margen de ese aliciente, tuve otro mucho más instructivo: ver de cerca
de quienes hoy componen la Legión, a quienes son los sucesores de esos
novios de la muerte que se hicieron un hueco, no demasiado
halagüeño, en el imaginario colectivo español. En general se trata de
gente joven, ocioso es decir que ninguno con pinta de ser hijo de
arquitecto o notario, mayoritariamente españoles y hombres pero con
una porción nada desdeñable de extranjeros (en torno al 30 por ciento)
y de mujeres (en torno al 10 por ciento). Las mujeres, por la novedad,
son lo más llamativo, claro. Muchas son sudamericanas, sobre todo de
Ecuador (800 euros al mes y permiso de residencia automático son a sus
ojos dos buenas razones para alistarse). Como son bajitas (muchas
apenas superan el metro y medio) son ellas las que componen las
últimas filas de las formaciones, dando así un aire casi entrañable a
la retaguardia de esta Legión posmoderna. Otras son españolas, se nota
que de origen más bien humilde y algunas un tanto exageradas en su
marcialidad, como para compensar la desventaja femenina en un entorno
tradicionalmente masculino. En general resultan más desgarbadas y dan
peor resultado como soldados que los hombres, por la inferior
condición física y las servidumbres fisiológicas de su sexo (en la
dura y pesada formación de tres horas al solazo almeriense se
desmayaron no pocas; de una de ellas me contaron que estaba
amamantando). Pero también reparé en una morena de considerable
estatura y planta casi majestuosa, que además de desfilar mucho mejor
que la mayoría de sus compañeros tenía en la mirada y el gesto una
determinación impresionante (luego, tras el acto, durante el festejo y
el desparrame etílico subsiguientes, pasé cerca de ella, en la caseta
de su bandera, y vi más de cerca esos ojos, dos incendios de color
miel tras los que se adivinaba un alma cuando menos extraña).
Esta gente es la que tenemos en primera línea, los
reclutados para ir a comerse los marrones que nadie se quiere comer.
Se suele pensar de ellos que son tarados, o escoria, o ambas cosas. Si
le dices a algún intelectual al uso que te conmueve su suerte, cuando
el gobierno de turno los manda a una guerra con o sin razón, lo más
que te responderá es que se apuntan voluntarios y que se jodan.
Pero lo digo: me conmueve su suerte, y tras
haberles visto encajar mansamente la hueca arenga de un general que
nunca irá a arriesgarse con ellos, haberles oído cantar sus himnos de
retórica anticuada y haber compartido con ellos su cerveza, su leche
de pantera y su modesto rancho, me parecen gente mucho mejor que
quienes los desprecian. Son acogedores, generosos, y en el fondo late
en casi todos, junto a la necesidad más o menos acuciante, una
ingenuidad que los lleva a asumir el sacrificio que nadie más asume ni
asumiría. Lo que me avergüenza es vivir en un país donde, si vienen
mal dadas, serán un puñado de mujeres inmigrantes y un puñado de
chavales irreflexivos, o cándidos, o sin otra oportunidad, quienes
pongan la cara para que se la rompan, mientras los ciudadanos hechos y
derechos, los que se hinchan a la menor para exigir su condición de
tales, se esconden detrás de ellos. Como lo siento, lo digo: o no va
nadie, o vamos todos. Algunas veces, el medio es lo injusto.
(La imagen del día: dos jóvenes legionarios de
uniforme, hombre y mujer, abrazados, ella empujando un carrito con un
bebé).
(Otro dato ilustrativo: los soldados que para
evitar atentados patrullan por las vías del tren en Majadahonda, no
pocos de ellos tras haberse jugado la vida en Irak, tienen que
soportar que los niñatos de las urbanizaciones próximas los insulten y
se rían de ellos).
Varsovia, 9 de diciembre.
Por una vez en mi vida me siento algo profeta. Han
sido dos meses sin dejarme caer por este diario tan caótico y tan
irregular que me está saliendo, y antes de proseguir me ha parecido
una mínima precaución saludable releer lo que había escrito hasta
aquí. He visto cómo vaticinaba la derrota de Kerry, la reconversión
del Ejército del Mahdi en fantasma triunfante y la putrefacción de
Irak. Vale, tampoco tiene tanto mérito. Todo se veía venir a la legua.
Mis amigos estadounidenses (tengo uno en Tejas y otro en Wisconsin) me
dicen que están pensando seriamente emigrar a Canadá. En fin, todo se
irá recolocando. Ahora W (W is for woe, dice uno de mis amigos)
puede mostrar la magnanimidad del vencedor, a quien todos acuden a
socorrer, como es costumbre. Aunque parece que este hombre está hecho
de una pasta especial: sigue con el disparate en ese país que
estúpidamente desmanteló (ni los rusos cometieron ese error con la
Alemania nazi, dejaron a los alcaldes y la policía del antiguo
régimen, con la sola indicación de que en adelante obedecían al
coronel soviético en vez del gauleiter del Partido). Y ahora la
jefa de la cosa exterior será la inquietante Condoleezza. La verdad es
que más vale dejar esto en paz. Queden todas las menciones al respecto
como testimonio de que este diario se compuso bajo el imperio
americano y en las fechas de una de sus mayores torpezas. Y conste que
no soy un súbdito resentido de ese imperio: los americanos me parecen
admirables en muchas cosas y lo que lamento es que desaprovechen la
oportunidad de que disponen de ser el primer imperio humano y
realmente memorable que ha conocido la Humanidad.
Viene a cuento, de todas formas, hablar de los
americanos aquí donde me encuentro, en esta Varsovia invernal y
postcomunista. Los polacos son el pueblo más fervientemente proyanqui
que me he encontrado, y uno admite que no les faltan razones, o más
bien que no les faltan razones para odiar a los rusos y a los
comunistas (es en la afirmación contra esos dos caracteres donde
florece su proamericanismo ultraliberal). Podría hablar de muchas
cosas, es una ciudad muy estimulante, pese a lo que digan las guías
turísticas y pese a la eficacia con que los alemanes la destruyeron y
la torpeza con que los estalinistas (dejando a salvo la Ciudad Vieja o
Stare Miasto) la reedificaron. Pero me referiré a dos detalles
que llaman la atención. Porque son físicos, y lo físico siempre es más
elocuente.
Uno es el aspecto del centro comercial y de
negocios de la ciudad. Se ha desarrollado en torno al Palacio de la
Cultura y las Ciencias, un mastodonte de unos 250 metros de altura, e
inmensa base, que regaló Stalin al pueblo (según dicen los polacos,
cobrándoles religiosamente a ellos su coste). Tras la caída del telón,
se dudó si demolerlo, pero al parecer la resultaba caro (hacía falta
mucho explosivo) y en lo alto están las antenas de la televisión, que
no era fácil poner en otro sitio. Así que lo conservaron, y la verdad
es que no queda mal del todo. Por lo menos uno tiene siempre una
referencia para no perderse en la ciudad, sobre todo de noche, cuando
lo iluminan y hasta parece resultón. Pero para humillarlo lo han
rodeado de torres enormes, casi tan altas como él, y que son la
mayoría hoteles de cadenas norteamericanas. El paisaje urbano
resultante es curioso, y el gesto, digno de interpretación
psicoanalítico-histórica.
El otro detalle que mencionaré es el culto
diferencial al pasado que se realiza en torno a dos famosas prisiones
de la ciudad. La de Pawiak, centro de transferencia hacia los campos
de exterminio nazis, tanto de los judíos como de los rebeldes polacos
contra la ocupación alemana, tiene un museo bastante cuidado. La de la
Ciudadela, ubicada en la fortaleza construida por los rusos en la
década de 1830 para dominar la ciudad, tiene también su museo, pero
está bastante abandonado, salvo una parte dedicada a los prisioneros
polacos en los gulags soviéticos. Se da mucho menos peso, en cambio, a
la epopeya de los patriotas polacos, muchos de ellos socialistas, que
lucharon contra los zares entre fines del XIX y principios del XX, y
que casi invariablemente iban a dar con sus huesos a la Ciudadela.
Todo lo que huele a rojo está proscrito en la Polonia actual. Se
entiende, naturalmente (Stalin no pudo hacerles más daño), pero uno
piensa, ¿qué culpa tenían aquellos pobres que se dejaron la salud, la
libertad o la vida, cuando el socialismo no era todavía execrable?
Getafe, 16 de diciembre.
Todo el mundo habla de la comparecencia de Pilar
Manjón, la portavoz de las víctimas del 11-M, en la comisión
parlamentaria del Congreso. Confieso que me emocionó, como a
cualquiera, oírla. Que me pareció que dejaba en ridículo a Acebes, a
Aznar, y también a Zapatero, con sus coros de turiferarios y palmeros
y sus maratonianas sesiones para ver quien batía el récord de horas
parloteando redundancias (como niños pequeños). Lo de esta mujer fue
tan sencillamente conmovedor que costará olvidarlo. Pero en esta
unanimidad con que ahora la entronizan y halagan hay una trampa.
Después harán con ella como con la lluvia. Olvidarse de que está ahí y
seguir cada uno a lo suyo (y en sus trece) como si tal cosa...
Getafe, 31 de diciembre.
Se acaba el año. Y menudo año. Sólo faltaba un
maremoto, que por lo que a estas alturas dicen, debe de haber causado
más de 100.000 muertos. Nos ha pillado de vacaciones, y la solidaridad
se moviliza aún como con desgana. Jopé, si es que estamos con la tripa
llena y con plan para pasarlo bien... ¿Habrá que hacer notar que el
11-S, por el que hemos puesto el mundo boca arriba, o boca abajo, es
una broma comparado con esto? Occidente parece ante todo preocupado
por los turistas atrapados allí; mucho menos por los amarillos (o
amarillentos) que se quedaron sin nada y por los países arruinados. La
verdad es que este mundo da lástima. Ya sé que debería hablar de mi
vida, para eso sirve un diario, pero... ¿Tiene interes decir que hoy
pienso acostarme temprano y mañana subir a primera hora a la montaña,
donde espero que no haya nadie?
¿O que miraré dónde hay una de esas cuentas para
hacer donativos a los damnificados y el lunes meteré unos cuantos
euros mientras me siento ciudadano inútil de un mundo regido por
idiotas?
No, mejor no. Feliz 2005. Para los que quedamos.
Getafe, 1 de enero de 2005.
Acabo de venir de la montaña, de La Morcuera, donde
iba Azaña a relajarse y donde suelo llevar a los niños a jugar, sin
que nos estorben los adictos al esquí (allí no hay pistas). Hoy, la
verdad, no nos ha estorbado nadie. Hemos llegado sobre las 10 y hemos
estado hasta las doce solos, tirándonos con el trineo por una
pendiente helada. Un día radiante, lleno de sol y oxígeno allí arriba,
y por obra y gracia de la inversión térmica, más suave en la cumbre
(catorce grados) que aquí abajo. Se lo han pasado bomba, y debo
reconocer que yo también con ellos. Una buena manera de empezar el
año.
Portugalete, 14 de enero.
Vine ayer, para dar una conferencia. Confieso que
durante el acto me sentí bastante espeso y poco chispeante, aunque
puedo alegar en mi descargo que por obra de un par de incidentes
infantil-nocturnos andaba bastante falto de sueño. La gente de
Portugalete, muy hospitalaria y atenta. Me llevaron después a cenar a
un sitio muy agradable. Aquí debo decir que se trataba de la primera
teniente de alcalde y dos concejales, todos ellos del PP, y por tanto
amenazados y con escoltas. Vaya pues por delante para ellos mi
admiración por su valor cívico, y debo anotar que no olvidemos, ahora
que parecen abrirse horizontes (si no es la enésima falsa alarma) que
esta gente se la ha estado jugando durante años para que los que viven
del terror no impusieran su agenda. En la cena, sin embargo, cometí un
error que ahora lamento. Hablé con ellos con la franqueza con la que
lo hago con mis amigos del PP de Madrid, y lo hice sobre dos asuntos
espinosos: la colaboración con el PNV en la primera legislatura de los
populares (1996-2000), donde concedieron al nacionalismo vasco lo que
ahora le reprochan a ZP conceder a Carod (y más); y la terrible
equivocación del 11-M, al empeñarse en dar como probable lo que sabían
que era muy poco probable pero les beneficiaba, y negarse a declarar
la alta probabilidad, que les constaba desde muy pronto, de que las
cosas hubieran sido de otro modo que no les beneficiaba tanto. No digo
que sea técnicamente mentir, pero estoy convencido de que eso hubo y
de que no fue honesto por parte del Gobierno. Y así se lo dije a
ellos, que por lo que vi en seguida no estaban dispuestos a aceptar
otra interpretación que la del atraco electoral socialista con ayuda
de infiltrados en la policía que engañaron a Acebes. Una explicación
precaria a mi juicio, pero quizá debí entender que ellos la
considerarían artículo de fe y en atención a las duras circunstancias
en que se hace política en el país Vasco (y más desde el PP) debería
haberme abstenido de entrar en el asunto. Lo hice por sinceridad y
honradez, y porque creo que siempre, como lealtad hacia el
interlocutor, se puede y debe decir lo que se piensa. Pero quizá esta
regla conozca sus excepciones. En todo caso, quede aquí mi gratitud al
ayuntamiento de Portugalete, y a los tres concejales que lo
representaron en esa cena, por su atención, hospitalidad y paciencia
con el idiota escritor que les visitó el 13 de enero. Y mi ferviente
deseo de que pronto puedan pasear por la calle sin escolta.
Almería, 8 de febrero.
He vuelto a Almería para hacer un reportaje sobre
la vida de las legionarias. No voy a contarlo aquí (para eso está el
reportaje). Sólo anotaré algo que quizá descoloque a alguno: mientras
veía a dos de ellas (una malagueña rubia y de ojos azules y una
colombiana de raza negra) en medio de un ejercicio de despliegue en
población junto a sus compañeros, he podido apreciar la singular
belleza que tiene la táctica del pelotón de infantería. Ocho hombres
(y mujeres, aquí) que van cada uno cuidando de los demás, y
encomendándose a sus compañeros cada vez que ofrecen blanco. Había una
meticulosa y conmovedora forma de afecto (¿y por qué no decir amor?)
en el modo en que el cabo avisaba a los soldados cuando se exponían,
al no reparar en el hueco de una ventana o una puerta a su espalda. Es
lo que hace grande la condición humana: mirar por otros.
Getafe, 13 de febrero.
Esta madrugada ha ardido (de hecho, sigue ardiendo)
el edificio Windsor, uno de los rascacielos de Madrid. En ese edificio
trabajé durante tres años, la mayor parte de ellos en un despacho en
la planta 21, donde ha comenzado el fuego y desde donde veía todos los
días los más hermosos atardeceres que recuerdo de Madrid (el sol
poniente incendiando las montañas de la sierra de Guadarrama). Sic
transit... Pero no siento pena. Ver una parte de mi vida devorada
por el fuego se me asemeja más a un rito de purificación.
Getafe, 1 de marzo.
Hace mucho frío, en Irak mataron ayer de una tacada
a 130 personas y el Líbano se está viniendo abajo (recuerdo, cómo no
hacerlo, la tibia noche de Beirut). Aquí todos se pelean por todo, y
la Constitución Europea fue aprobada con un 60 por ciento de
abstención. Voy a recordar algo alentador, que no apunté en su día:
hace diez días, en Budapest, un grupo de chicos húngaros recitando el
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y después preguntándome por
uno de mis libros, que habían leído en español. Y lo malo de ser feo,
ex católico y sentimental (como decía aquél): por poco no eché una
lágrima. A pesar de todo, podríamos hacer de éste un mundo de veras
hermoso. Por primera vez acaso en la Historia, podríamos...