Mi hermana siempre estaba enferma. Aparte de su extremada debilidad
gástrica, que la condenaba a no digerir una de cada dos comidas que hacía
(acarreándole, de paso, una anemia crónica), no recuerdo día de su vida de los que yo
la tuve cerca que no se lo pasara tosiendo. Que su temperatura se mantuviese durante días
un grado por encima de lo normal, o que continuamente le doliese la cabeza, nos parecían
contratiempos tan leves que apenas nos preocupábamos.
Quizá como consecuencia de su mala salud, o quizá
por una tendencia del ánimo previa a sus dolencias -si es que esto podía concebirse-, mi
hermana siempre fue una muchacha triste, demasiado pensativa. Y como efecto, a su vez, de
nuestra habituación a este temperamento predominante, sus instantes de alegría eran el
espectáculo más extraño y embriagador que en casa podía verse. Sus bromas no se
reducían nunca a las trivialidades eludibles que cualquiera de nosotros daba en lanzar
bajo el influjo de una fase optimista. En ellas afloraban, sinuosos, reflejos atroces del
infierno en que vivía, imágenes inauditas apresadas en finísimos tubos de vidrio que
ella manejaba tranquilamente, simulando ignorar un peligro al que distaba de ser ajena.
Ésa es la impresión fundamental que guardo de mi hermana: a primera vista habríase
dicho que no era consciente de su desdicha, de ninguna cosa en realidad; pero si se miraba
mejor, se advertía que no sólo tenía un conocimiento meticuloso de su dolor, sino que
éste le había abierto ojos implacables para otras muchas regiones en las que nadie más
podía penetrar. Si se obstinaba en aparentar su distracción era para no alarmarnos, o
para no alarmarse; pero quién sabe si no habría llegado a alcanzar su ciencia del
sufrimiento un grado tan alto de perfección que ni siquiera tenía que recurrir a
pretenderlo para mantener esa dicotomía permeable entre su mente y sus sensaciones. Yo
sólo puedo decir que acostumbraba a observarla largamente, acechando, en el raro fulgor
de sus ojos oscuros, la llama perenne que custodiaba el templo de un dios cruel y
hermético. A veces ella se fijaba en mí, y me ofrecía una sonrisa para alejarme, para
disuadirme de descifrar la clave de acceso a aquel templo que me tentaba más que la
belleza y la tiniebla, que era en sí la conjunción de la belleza y la tiniebla. Yo no
entendía que ella quería salvarme de tormentos que me habrían destruido. Cuando lo
entendí, insensato, inflamado por las ansias imprudentes de que a uno le carga un vago
discernimiento del deber a que está llamado, sólo deduje que quedaba acreditada la
necesidad de destruirme, y mi curiosidad por lo que se escondía en el templo creció de
tal manera que el deseo de entrar llegó a ser una obsesión. Por desgracia, mi hermana se
precipitó entonces a una larga serie de problemas, y poco más tarde su llama dejó de
señalar el rumbo. Hoy que me doy cuenta con facilidad de que empeñarme en ir tras ella
era un error -en su mundo inhóspito yo habría sucumbido sin que quedara de mí ni el
rastro, sin haber desentrañado nada-, no vacilo por eso en lamentar el fracaso de mi
tentativa de introducirme allí. Así como nunca hay un momento para acertar, porque nunca
se acierta perdurablemente, sí que hay un momento para equivocarse, único, escurridizo,
definitivo; aquél en que mi hermana estaba a punto de comenzar a desvanecerse fue el
último para zafarme de un destino inferior y miserable, sustituyendo mi prolongada
agonía en los sórdidos dominios en que habito por el fulminante estallido en manos de
algo que me sobrepasaba infinitamente; algo que, en aquel tiempo, todavía habría podido
vaciarme de mí. Pero ella no lo consintió. Prefirió irse, sin revelarme el camino, sin
abrirme la puerta, reclamada por la locura y el desastre.
Algunas tardes, si llovía y hacía frío, mi
hermana se quedaba junto a la ventana, envuelta en su chal. Sólo en esas tardes la vi
disfrutar de una paz profunda, o de algo que desde el exterior resultaba muy semejante.
Era entonces cuando la tenía más a mi disposición, y procuraba, con avaricia, no
desaprovechar estas oportunidades. Me sentaba junto a ella y esperaba. Al cabo de unos
minutos, tras haberme escrutado larga, indulgentemente, empezaba a hablarme, no como me
hablaban todos, recurriendo a traducciones inhábiles que trataban de ser convenientes a
mi edad, sino con el único idioma que utilizaba, el mismo para un anciano que para mí,
inusual para todos. Su voz era grave y a la vez frágil, a causa de sus dificultades
respiratorias, y sin embargo articulaba con toda limpieza cada sonido, construyendo un
discurso parsimonioso, metódico en su sintaxis y en su ritmo. No obstante mi febril
atención, era poco lo que retenía de cuanto ella me contaba, y nada lo que ahora podría
reconstruir. No importaban los significados concretos de sus palabras; importaba el tono,
la liturgia, aquellas eses pulcras que comunicaban la certeza de no estar en el mundo
cotidiano, sino flotando en otro más nítido, tanto más precioso en cuanto que la maga
que me guiaba había de esquivar una legión de siluetas diabólicas mientras sus susurros
me acariciaban sin prisa. Porque ella me hablaba con afecto, e incluso deslizaba de cuando
en cuando las yemas de sus dedos fríos por mi frente. Pero yo nunca pude decidir si me
quería. Hoy sólo podría apostar desde el rencor que le guardo por haberme dejado solo,
desde la indefensión y el apocamiento de no haberla comprendido. No merece la pena
empañar de fango lo único seguro: yo la quise, sin desmayos, sin cálculo.
Burladas mis aspiraciones de compartir con ella su
reino impenetrable, hube de resignarme a vivir junto a la frontera, contentándome con
atisbos borrosos que constituyeron, con todo, mis más genuinas experiencias de lo
sagrado. Y fue sobre ellos que saboreé después, desgarrándome, la hiel que vierten en
el paladar del devoto la barbarie y la profanación.
Presagiando mi futura supeditación a las meras
sombras de los seres y los hechos -con la que habría de venir a dar la razón, muy a mi
pesar, al ridículo mito platónico-, lo que más daño me hacía de mi hermana no era su
propio martirio, que no alcanzaba a figurarme, sino sus secuelas perceptibles. Me he
referido a su voz, a su calma cautelosa. Pero por sobre toda otra huella, me turbaban las
huellas que mostraba su cuerpo, tan pequeño y lánguido. Su cara, hecha de rasgos
desvaídos, nunca miraba al cielo; todo lo más la apuntaba a la altura de los labios de
su interlocutor, que infaliblemente había de reprimir un estremecimiento en las
contadísimas ocasiones en que se encontraba con sus ojos de sentenciada, enormes y casi
negros. Sus brazos eran delgados hasta inspirar angustia, largos en proporción a su
tamaño, rematados por unas manos afiladas que jamás vi temblar, ni en lo peor de la
fiebre. Del resto, a excepción del cuello, trenzado de músculos apenas encubiertos por
el esmalte translúcido de la piel, era muy poco o nada lo que sus ropas solían permitir
que se observara. Debo a una ruin estratagema, de la que me cuesta arrepentirme -porque
ella fue avara de sí conmigo, y yo la necesitaba como aire-, poder desvelar aquí algo
más. Describir sus piernas, tenues estelas opalinas tendidas entre el suelo y su vientre,
donde demarcaban las orillas de una tupida noche azulada que emulaba, en otra calidad más
precisa, las ondas de su cabellera. Evocar la concisión de sus nalgas, las afloraciones
esqueléticas de su costado, de sus caderas, de su pecho de niña en el que sobresalía
escasa la carne blanda y rizada de unos pezones rosa. Anotar el desánimo con que ella se
contemplaba, mientras el agua resbalaba sobre el cuarzo vulnerable de sus miembros. He
soñado demasiado esta escena, con morosidad de segundos y exactitud de milímetros, para
olvidar el más insignificante de sus extremos. Pero mientras mi hermana lavaba su
desnudez prohibida que yo, desaprensivo, estaba violando con mi espionaje, experimenté
una clase de deseo que nada tenía en común con el que, en otros lugares y épocas, me
llevó a esa práctica que bien analizada no consiste más que en expeler fluidos más o
menos a destiempo. Ella era mi hermana, y era además la vestal que guardaba la entrada
del enigma. Sólo envilecido por los años y los reveses pude, mucho después del instante
en que capturé aquella imagen, emplearla como instrumento de instintos tan fraudulentos.
Por eso, y por algo que narraré a continuación, me lastimaba lo indecible cierta frase
que Néstor, ignorante del mal que me producía -yo nunca le hablé de mi hermana, ni de
lo que ella había sido para mí-, repetía jocosamente a propósito de cierta persona:
-Está tan salido el cabrón que si le soltaran en
un cuento lo primero que haría sería follarse al hada.
Aquella sentencia malévola expresaba demasiado
certeramente, con toda su intención burlona, la tragedia inconmensurable a que hube de
asistir antes de que mi hermana se marchase para siempre. Se me parte el alma al rememorar
aquellas ceremonias de profanación, monstruosas como no pudieron serlo mis fantasías
eróticas; ceremonias que eran reales y en las que era ella, mi hermana, la que se
entregaba, lúbrica, a la infamia más absoluta. Como el nazareno que se siente Dios y se
ofrece a los hombres para que le atormenten y aniquilen, mi hermana, concienzudamente, en
un holocausto cuya finalidad se me ocultaba, empezó a pasar por los brazos de los
individuos más brutales que se cruzaron por su camino. A mí primero me llegaron los
rumores, luego la mofa general. Un día, trastornado por la ira, la seguí. Todavía me
ahoga la rabia cuando la veo en mi cerebro, manoseada por un gorila aparatoso, moviéndose
como una anguila dentro de su abrazo, suplicando extática que la golpease. La vigilé
otras veces, y la oí gemir como una puerca debajo de tantos sementales resudados que no
podría echar la cuenta. En alguna ocasión ella me descubría, agazapado entre los
arbustos, y me lanzaba, sonriente, aviesas miradas que significaban que todo estaba bajo
control, que se daba perfecta cuenta de lo que estaba haciendo. Luego, cuando llegaba a
casa, me saludaba con complicidad y me pasaba por el rostro el dorso de su mano arañada y
sucia de hombre. Yo, desolado, corría a acostarme. Sobre la almohada empapada de
lágrimas soñaba con frecuencia -muerto de asco, sin la lóbrega premeditación con que
más tarde lo haría- que la follaba yo también. Y soñaba esa palabra, follar,
que era la que decían todos para designar lo que habían hecho con ella, y por eso evité
yo decirla en ninguna circunstancia y me dolía cuando Néstor la pronunciaba en su
chiste.
Al final, su cuerpo eternamente endeble se había
vuelto tan escueto que costaba cazarle el perfil. En el semblante cadavérico, unos ojos
inmensos, vivaces como en los mejores días, atestiguaban que mi hermana seguía
gobernando la situación, o creyendo que la gobernaba. De lo que no dudaré, como no dudé
entonces, es de que ella buscó el resultado que acabó consiguiendo. Alguien o algo la
llamó, desde un ignoto rincón de su país tenebroso; y ella, gozosa, tenaz, acudió. Y
yo hube de odiarla no sólo por haberme abandonado, sino por no explicarme el motivo y
dejarme aún más humillado de lo que ya estaba a causa de sus muchos secretos anteriores.
No voy a detenerme en referir esos pequeños
procedimientos lúgubres con que la vida alarga fastidiosamente lo que ya ha concluido
antes, en los que comparecí de forma muy superficial, absorto en mi cólera enturbiada de
amargura. Basta con poner que ella murió, que fue en diciembre y que el viento aullaba
cuando la cubrieron de tierra. Yo no había cumplido los quince años.