Desde pequeño, se me perdonará esta tara, he creído
que antes que formular una teoría o expresar una opinión, resulta
preferible contar un cuento. Las teorías son siempre refutadas por
otras mejor fundadas, las opiniones han de partir de conocimientos
incompletos y por tanto están abocadas a ser, cuando menos,
parcialmente erróneas. Un cuento tan sólo es, y no convence de nada a
nadie, pero tampoco lleva a nadie a error.
Por eso, una vez más, prefiero contar un cuento.
Érase una vez un novelista que concibió una novela.
No era algo nuevo para él, había escrito diecisiete antes. Pero esa
novela, esa historia, sí era nueva y única y sentía tanta necesidad de
escribirla como si fuera la primera. Y se puso a ello. Durante meses
trabajó por ella, se documentó, viajó dentro y fuera de su país para
conocer los escenarios de su ficción, para amarrar todos los detalles.
Después, dedicó largas horas en su cuarto a escribirla y pulirla. Sin
pesarle, porque en cada momento de ese esfuerzo tenía la felicidad de
estar haciendo aquello que amaba y de estar contando lo que anhelaba
contar, aunque se trataba de una historia áspera y difícil, que temía
que, por referirse a otro tiempo y otro mundo, no interesaría a mucha
gente.
Cuando sintió que la novela ya empezaba a estar
hecha (tenía título, estaba escrito el grueso del texto y planeado lo
demás), el novelista, que lo era profesional, le pidió a su agente, en
quien confiaba para ello, que le fuera buscando el mejor editor. Y su
agente, que también era una profesional, lo hizo. Habló con varios,
les sometió el material ya terminado que el escritor le facilitó, y
constató el interés de algunos. Uno de ellos, en concreto, organizaba
un premio literario comercial, y le dijo a la agente que si la novela
estaba a tiempo, bien podía concurrir a él, donde a su juicio no
dejaría de tener opciones. El novelista sopesó la invitación, cuando
se la comunicó su agente. El libro podía estar a tiempo. El premio
ayudaría a su difusión. Pensó que la naturaleza de la historia, la
dureza extrema de algunos de sus pasajes y el asunto antiguo le
restaban posibilidades de cara a ganar un premio comercial como aquél.
Pero, por qué no probar. A quién estaba ofendiendo, a quién robaba
probando. Probó. Y entre las novelas que recibió el jurado de ese
premio para leer como finalistas, estaba la suya. Hasta aquí, todo
bien.
El novelista, como luego se vería, cometió entre
tanto una equivocación. Como nadie le había prometido nada, y como
tenía razones para pensar que el jurado del premio podía no elegir su
novela, decidió mantener abiertas las negociaciones con otro editor de
los interesados, a fin de no perder esa oportunidad de publicarla. Se
cuidó mucho de firmar contrato alguno sobre una novela ya presentada a
un premio, y de comprometerla en firme siquiera verbalmente. Pero el
hecho de que no rechazara la posibilidad, y de que ese editor ya
hubiera publicado otros muchos libros suyos, hizo a alguien pensar que
podía irla anunciando como futura novedad editorial, porque el trato
se cerraría. El novelista, a quien no enviaban los avances de
novedades de la editorial, nunca imaginó que tal sucediera. Pero
sucedió.
Después de que el jurado del premio recibiera las
novelas finalistas, y un par de semanas antes del fallo, un periodista
publicó un artículo en el que afirmaba que el ganador del premio sería
nuestro novelista, con una novela de temática idéntica a la que en
efecto había presentado. Al leerlo, entre otras cosas, el novelista
pensó que con esa filtración de una noticia que a él no le constaba
(le constaba ser finalista, nada más), sólo podían disminuir sus
posibilidades de terminar siendo ganador.
Al final, pese a la crudeza de la novela, a las
filtraciones y a las suspicacias, todos los miembros del jurado
votaron por ella, otorgándole al novelista un breve espacio de
felicidad. Porque su trabajo era recompensado, y su ilusión al
escribir su obra iba a ser compartida por los lectores. Creyó tener
derecho a ello.
Poco duró la dicha. A partir de aquí, el novelista,
que había ingeniado y escrito el principio de la historia, empezó a
sentirse atrapado en un cuento ajeno. El mismo periodista publicó un
segundo artículo jactándose de haber acertado quién sería el ganador,
donde daba a entender que el premio había sido amañado porque esa
novela ya había sido contratada por otra editorial, según probaba su
avance de novedades, y que al ser ambas parte del mismo grupo, todo
obedecía a un enjuague dentro de éste. Al novelista le llamaron para
que confirmara o desmintiera la noticia. Y la desmintió con firmeza,
la que le permitía saber que nadie podría nunca enseñar ese contrato
que no había firmado. Creyó que sería suficiente, que nadie pensaría
que iba por ahí pactando cosas que no cumplía o aceptando que le
amañaran premios. Pero en los meses siguientes de una larga gira de
promoción se encontró una y otra vez a personas que daban por sentado
que era cómplice y beneficiario consciente de una inmoralidad. Junto a
ello, y junto al cansancio de la gira, le tocó desayunarse con
críticas de todos los colores, cosa a la que estaba acostumbrado y
aceptaba, pero esta vez fue diferente. Un crítico (y a la vez autor de
un par de novelas de escasa circulación) no se contentaba con censurar
la novela, sino que le tildaba de deshonesto. Otro, sin decir que
escribiera mal, o que careciera de conocimiento del oficio, o incluso
de instinto, lo volvía a atacar personalmente, llamándole con sorna
"profesional" (este crítico solía mostrarse así de sarcástico con los
libros importantes del grupo editorial que publicó la novela, y cuando
se creyó que podía mofarse también de los de otro grupo, se quedó en
paro). En resumen, al cabo de los meses, el novelista casi perdió la
alegría de haber logrado escribir el libro que en mala hora había
cometido la ingenuidad de presentar a un premio comercial.
Éste es, tal cual sucedió, el cuento de la
experiencia de un novelista profesional, el que suscribe, en un premio
comercial, el Primavera de 2004. Por fortuna, los lectores que se
conmovieron con la novela, y que generosamente me fueron mandando sus
mensajes, me ayudaron a escribirle un final menos amargo. Pero he
creído que debía relatarlo, y aquí empieza la opinión (y por tanto lo
que menos vale de estas líneas), porque considero que de una vez debía
contarse la verdad de la historia de uno de estos premios, sin tontas
hipocresías ni aspavientos de novicia. Así es como va esto, al menos
yo lo viví una vez así y no me avergüenzo de haberlo hecho. Ya está
bien de oscuridades necias y de malicias igualmente necias, y sobre
todo de afirmaciones de hechos sin probar que acaban siendo simples
calumnias.
Ahora bien, dicho lo anterior, creo que nunca más
me presentaré a un premio comercial (no lo juro para no tener que
enfrentarme a un juramento quebrantado, como ya le pasó a alguno,
porque tengo hijos que pueden pasar necesidades). Prefiero volver a mi
cuento. Que es soñar novelas y escribirlas.