Rosa estaba lo bastante cerca como para distinguir el
brillo en los ojos de él, la pronunciación trabajosa con que ella aún se
expresaba en castellano. Sólo viéndolos, pensó, la historia podía
deducirse con una aproximación que resultaba casi excesiva. No debería
poderse averiguar tanto a primer vistazo; todos los seres humanos,
también ellos, tenían derecho a resultar un poco menos transparentes, un
poco más misteriosos. Pero qué se le iba a hacer. Qué se podía imaginar,
al verlos así, tan acaramelados, cogiéndose la mano sobre la mesa, en la
penumbra de aquella cafetería de una próspera población onubense. Qué no
iba a maliciarse cualquiera al oírle a él, con su acentazo local, y a
ella, con su indisimulable deje eslavo; al verlos, él ya un poco fondón
y con las entradas despejándole una buena porción de cráneo (aunque se
arreglara los pelos supervivientes para reducir el efecto), y ella, un
ángel rubio veinteañero y espigado, abarcándolo y perdonándolo todo con
el límpido espejo azul de sus ojos tallados por los fríos del norte.
Podía preguntar al azar a cualquier parroquiano que nunca hubiera oído
hablar de ellos, y seguro que atinaba a figurarse cómo había llegado a
suceder.
Conjeturaría que ella había venido un día en un
autobús desvencijado, con varias decenas de compatriotas, atraída por el
reclamo inmediato de la campaña de la fresa pero también, secretamente,
por un sueño algo más vago y a la vez más crucial. Que él, por los
cauces que seguían aquellos negocios, la había empleado, junto a otras,
para recolectar el fruto de sus explotaciones; quizá por lo legal, con
los permisos y todo eso, o quizá no, pero tampoco este detalle
introducía mucha diferencia. A partir de ahí, ya sólo faltaba que se
diera la ocasión, que siempre se acaba dando, cuando ambos tienen
razones para avenirse y deseos o interés de hacerlo. Los motivos de ella
estaban claros, y era su modesto privilegio no necesitar pensárselos
mucho: todos los hombres tenían sus cosas, y ya guardaba mala memoria de
unos pocos; éste, para variar, le prometía algo concreto y tangible. En
cuanto al ímpetu que a él le movía, acaso fuera intrínseco a su
naturaleza de macho mamífero: tras una vida trabajando como un cabrón,
ahora iba viento en popa y el dinero le corría entre los dedos, pero el
tiempo también; le quedaba menos para darse gustos, y en casa le
aguardaban estímulos menguantes y reproches crecientes, eso que van
criando los años.
La chica le ayudó a salvar los escrúpulos. Sin
necesidad de haberlo estudiado, sabía dónde y cómo rendirle; y sin
perfidia ni maldad alguna, lo hizo. Con la misma naturalidad con que cae
la lluvia. Aquella agua fresca en el rostro fue para él una redención
demasiado poderosa como para no desear que durase algo más que una
tormenta. Luego hubo algunos trámites, algún dolor, alguna culpa. Pero
tras superarlos, podía irse a navegar por el mar en calma de aquellos
ojos azules. Zarpó el marinero.
Ah, el marinero. Había sido joven, había rebosado
energía, había desafiado a las tempestades. Nunca había sido muy
delicado, pero había sido ingenuo y algún día había derrochado una
locura generosa, enternecedora. Mientras los miraba desde su rincón, no
lo dudaba; aunque ahora, qué remedio, muchos lo considerasen mezquino y
ventajista. ¿No merecía tales adjetivos aprovecharse de la necesidad,
coger la fresa jugosa, rehuir los viejos compromisos? Pero había que
fijarse en sus ojos. Se fijó. Aquel destello. No, no era ni mejor ni
peor de lo que había sido antes; o en fin, no había empeorado más de lo
que el tiempo nos empeora a todos. Sólo tenía miedo. Sólo estaba solo.
Sólo quería creer la mentira de que podía salvarse. Como cualquiera.
Rosa lo sabía bien. Habían sido
treinta y tres años juntos.