-A ver, tú, a la pizarra.
Y luego era una ecuación de segundo grado, los
antecedentes de la Primera Guerra Mundial o la fórmula de cinco
oxoácidos. Obstáculos que yo había de superar con la ciencia que en mí
hubieran podido depositar treinta minutos de lectura apresurada, durante
el recreo que todos utilizaban para recrearse y yo para hacer todo lo
que hubiera debido hacer la tarde anterior. Años después, a otra escala,
el esquema se repetiría: mis mejores -únicos- días de trabajo
intelectual serían los de los fines de semana, que ya a la desesperada
trataba de aprovechar tras haber dejado consumirse en un banco del
parque o tumbado en mi cuarto las largas tardes laborables. Pero para
satisfacción de mis examinadores siempre conté con la ambigua fortuna de
olvidar muy difícilmente los textos sobre los que en alguna ocasión
había posado mi atención o aun mi sola vista. Antes de verme introducido
en el mundo académico no recuerdo que tal ventaja o enfermedad sirviera
para nada concreto, pero una vez que fui colocado ante los libros y
comencé a ser interrogado acerca de ellos mi sobreabundante capacidad
memorística se tradujo en unos llamativos expedientes que sin esfuerzo y
a pesar de mi indolencia ingénita fui acumulando año tras año con
pasmosa regularidad. Pronto descubrí, con profundo escepticismo, que era
una especie de estrella en algo cuya capacidad de satisfacerme no
aparecía demasiado clara. Fue la primera y acaso más decisiva irrupción
que lo que me rodeaba hizo en mí para determinar qué era lo que había de
ser incluso en mi fuero íntimo, aunque ahí siempre envuelto en la duda y
la desazón más insolubles. A partir de ahí una buena parte de mi vida
estaba planeada; eso era a la vez cómodo por simple y opresivo por
irremediable. Afortunadamente, yo entonces percibía esto con bastante
vaguedad, todavía.
A la salida de clase me esperaba el primer conflicto
significativo en el que habría de poner de manifiesto mi más o menos
innata vileza. Por aquella época contaba yo trece años y tenía en casa
una carpeta bastante repleta de cartulinas blancas donde la palabra
sobresaliente se leía hasta la exasperación. También tenía un camarada
que no se parecía en absoluto a mí, con el que me compenetraba
aceptablemente para tareas capitales como la caza de lagartijas o la
fundación de clubes secretos de infelices. Hablábamos de poco o de nada
perdurable y no sabíamos el uno del otro mucho más de lo que a riesgo de
incurrir en invención nos atreviéramos a suponer o imaginar. Nos
conocíamos desde hacía siete, ocho años. No recordábamos cómo habíamos
empezado a ir juntos y de vez en cuando nos peleábamos por minucias con
auténtica saña. Nunca intercambiamos más regalo que un recordatorio de
nuestras respectivas primeras comuniones, a las que ninguno invitó al
otro a pesar de conocernos ya, por aquellas fechas, desde hacía cuatro
años. Él era más bajo y más infantil. Luego, cuando al cabo de los años
hube de reencontrarme casualmente con él, comprobé que había alcanzado
mi estatura y que ya ganaba el dinero con que comía, mientras yo seguía
memorizando y desmemorizando libros. Aquella tarde de reencuentro ambos
descubrimos que no teníamos nada que ver; pero entonces, cuando aún
teníamos trece años, nos necesitábamos. Y mientras yo trataba de zafarme
de tal necesidad, él permanecía rendido a ella. Éstos eran los términos
del conflicto.
El arma a que recurrí para saldarlo tiene varios
nombres que no deseo recordar. Para agenciármela me serví en gran medida
del sexo femenino en el empleo más sórdido, creo, de los que a lo largo
de mi vida le he dado, y me serví también de compañeros de andanza que
lamento haber tenido o, en otros casos, no comprendo por qué llegué a
tenerlos ni por qué decidí perderlos más tarde. A la salida del colegio,
en vez de irme como siempre había hecho con el camarada a apedrear
árboles o a bailar la peonza, me unía al grupo de los que había escogido
como coartada en mi tentativa de desprenderme de los últimos restos de
infancia. Recuerdo aquello como algo sencillamente brutal. Sin una
palabra, sin recurrir a excusas que no habría sabido darle, me separaba
de él y ni siquiera me volvía para ofrecer alguna sonrisa o gesto de
culpabilidad a aquella mirada que me seguía mientras me alejaba con los
otros, camino de nuevas e hipotéticas diversiones. Un día, tras posar
mis labios en una mejilla fría y recibir en mi propia mejilla el beso
tibio de unos labios que nunca llegué a querer poseer, inmerso en el
monótono rito de uno de esos juegos de adolescentes siempre destinados a
encubrir lo mismo, supe gracias a la herida de nuevas certezas que por
fin aquella niñez, el camarada, quedaba irreversiblemente atrás. También
supe que esto podía llamarse tanto superarlo como haberlo perdido, pero
no se me concedió la merced de acertar a convencerme de que me alegraba
o de llegar a estar seguro de lamentarlo. Sólo constataba que había
cambiado las pedradas y las lagartijas por las mejillas frías y los
labios calientes y que eso no tenía vuelta de hoja. Otro día muy
posterior, sin mejillas ni labios a mi alcance, mientras escuchaba al
ex-camarada casualmente reencontrado desde detrás de un vaso de cerveza,
me di cuenta de que condenándole a la mirada triste, a la separación, le
había empujado a la orfandad de cosas simples que suele constituir el
ser adulto tanto como con ello me había empujado a mí mismo. Y no pude
convencerme tampoco de que aquello fuera un mérito o una falta, ni de
que, fuera una u otra cosa, pudiera adjudicármelo o dejar de hacerlo.
Algunas horas más tarde anochecía, y entonces era
aquel segmento de mi ya agonizante infancia que no pude arrancarme
mediante un proceso de premeditación semiconsciente como el que acabo de
describir. Hermosa, entre terrible y forzosamente hermosa como el mar
era aquella ciudad nocturna, madre de todas las ciudades nocturnas que
luego han sido, por cuyas calles desiertas avanzaba yo sin prisa, con
aquella primera conciencia de lo mágico, camino de la academia. Aún hoy
no estoy seguro de haber aprendido allí demasiado inglés, ese idioma que
nunca he sabido sino escuchar y a duras penas leer en los libros sin
sentimiento que en él suelen estar escritos. Pero tengo otras cosas más
ciertas que agradecerle o al menos reconocerle que le debo a la
academia. Comenzando por aquella posibilidad de noctambulismo que me
brindaba, casi la única que a mi edad era factible a pesar de la
indulgencia de mis padres. Luego estaba o estuvo Chus, según se hacía
llamar, aunque eso fue más tarde, un año después del tiempo al que me
estoy refiriendo. Chus, ojos siempre apagados por un sueño sin origen,
tez pálida y pechos firmes de los que tan extensamente se alimentó mi
despertar en el asunto. Sólo sé que hacía cuarto de Medicina y que daba
aquellas clases para pagarse la carrera; que se fue o me fui sin llegar
a decirle, como sucedió con tantos. Pero en aquel tiempo la academia era
esencialmente otra, una ninfa más joven cuyo nombre jamás averigüé.
Extraña afección infantil sin propósito ni táctica, mera, obstinada
contemplación en cuyo sostenimiento se persigue, con todo el denuedo de
que se es capaz, sin éxito, una explicación a un misterio que con toda
seguridad no es la amada pero que tampoco ha de saberse nunca a ciencia
cierta en qué consiste. Ah no, de ella no planeé zafarme, jamás osé
resistirme a la continua necesidad de mirarla que me poseía. No habría
abandonado aquella región de la infancia, de no ser porque el tránsito
del envejecimiento no es algo optativo. Nunca me habría alejado de aquel
no obtener, no disfrutar, no comprender.
Su erotismo se nutría de ser silenciosa, vestir
uniforme de colegio de monjas, tener el pelo liso. Tan sólo conservo de
ella dos imágenes: una, sentada en las escaleras a la puerta de la
academia, junto a un niño espantosamente semejante a ella, primera
percepción acaso del turbio encanto de la androginia; otra, en la clase,
con algo más de color en las mejillas pálidas a causa de la calefacción
y la luz amarillenta, escuchando con atención inquebrantable las
explicaciones acerca del modo de conjugar el condicional o el futuro,
I would, I will behold you. Era fría como un metal, como una inmensa
distancia, como el apego mismo que yo le tenía. Inmune, inmutable,
invulnerable a mi contemplación, partícula altiva capaz de mostrar su
posición sin ver alterada su velocidad a despecho de la mirada
analítica, de Heisenberg, de todos los creyentes en su principio. Era
tan ajena a mí que no habría podido dejar de amarla, en aquel tiempo en
que yo todavía amaba porque no sabía que la redención es un engaño, una
emboscada que uno se tiende. Supongo que más tarde, cuando las caderas
se le abrieran como alas de mariposa y le florecieran los pechos
entonces incipientes, su inaccesibilidad y la gelidez de sus ojos se
traducirían en un carácter frígido y escéptico en el que irían a
encallar algunos de los desorientados que de tales mujeres precisan. Sin
amarla, porque a esas alturas no me habría sido posible, de
encontrármela entonces seguramente no habría dado con el modo de
expulsarla de mis sueños más inhóspitos, de mis más incondicionales
rendiciones. Pero no volví a verla.
Cómo la perdí es algo que hoy se hurta a mi memoria
como entonces se hurtó a mi atención. Un día fui y ya no estaba, o quizá
fui yo el que dejó de ir. No recuerdo un momento preciso, una sensación
puntual de sentirme desposeído de ella, de su imagen para ser más
exactos. Perderla fue un proceso como el de cambiar la voz o verse libre
de las pecas. Un día, mucho después de todo, cuando todo se había
sumergido demasiado irreparablemente en el pasado, me acordé sin motivo
aparente de que ella había existido y me di cuenta de que ya no existía,
de que su imagen sólo sería en adelante pasto de mentiras o sueños
indóciles. Como sucede a menudo, nunca sino hasta aquel momento, y ya
nunca más a partir de él, supe con la justeza necesaria todas las cosas
arbitraria o ineludiblemente bellas que ella era. Fue por un instante
con una nitidez absoluta, ante mí, sobre mí, en mí, por todas partes: la
mirada reticente de sus ojos de color indeciso, el tenue vello de las
mejillas, la tersa rectitud de sus costados, la blancura de sus muslos
rompiendo contra el negro implacable de las medias de colegio de monjas
que cubrían sus piernas hasta las rodillas. Expuesto, franco, todo lo
que de ella no había sido más que suposición o atisbo: lo esencial. Y
como conclusión de incomprensible sentido el recuerdo de que su hermano,
el andrógino, tenía la curiosa manía de jamás limitarse a decir back
o after; siempre se prolongaba, tal vez por una temprana
preocupación métrica, hasta afterwards o backwards. Todo
esto fue así, indudable, durante un segundo caprichoso, difícil de
aprehender. Y luego ya no fue nada más, sino el inicio y posterior
desarrollo de la ilusión insegura que es en definitiva lo que aquí he
escrito.