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Capítulo 1
No, no se preocupe, lo entiendo perfectamente. Tiene usted que
reconstruirlo todo, con detalles precisos, por muy evidente que les
parezca, por muy categórica que sea mi confesión. Yo
podría ser perfectamente, aunque las circunstancias sugieran
otra cosa, uno de esos tarados que cuando ven pasar un crimen cerca
gustan de adjudicárselo, por el afán de salir en la tele
o cualquier otra avería mental. O podría querer cargar
con el mochuelo para encubrir la culpabilidad de otra persona a la que
deseara proteger. Está claro que a cierta persona ya no tengo
nada de que protegerla, pero quedan los chicos. Sí,
podría estar culpándome yo, que a fin de cuentas ya lo
tengo todo perdido, para librarlos a ellos. Es un buen punto, se lo
reconozco.
Por eso necesitan que les diga con toda exactitud todo lo que
pasó, qué fue lo que hizo, lo que hice, cómo,
dónde y cuándo sucedió cada cosa. Seguro que
tienen en alguna parte un micrófono y que todo esto que estoy
diciendo se está quedando ya grabado. Así que les
haré el relato del tirón, lo más completo que
pueda y sepa, sin ocultarles nada que puedan necesitar para creer que
lo que les estoy diciendo es la verdad, comprobable y consistente, y
para que se la presenten a sus jefes, a su señoría o al
lucero del alba. Voy a ayudarles. Siento que se lo debo.
Imagino que ya conocen los antecedentes del caso. Al menos los que
quedan en los papeles, o en los ordenadores, que es donde lo
tendrán todo guardado ahora y de donde lo habrán sacado
en cuanto comprobaron las identidades. No saben lo que hubo antes:
todos los gritos, todos los insultos, todos los malos modos y todas las
amenazas que ella dejó pasar antes de poner la primera denuncia.
En persona, aprovechando las entregas y recogidas de los chicos, o por
teléfono, con el menor pretexto. De algunos de estos abusos me
enteré, de muchos imagino que no. Ahora a lo mejor me preguntan
por qué lo dejó, por qué lo dejé correr.
Sí, veo la tele. Sí, oigo lo que dicen los anuncios, la
ministra y toda la patulea de bienintencionados reformadores de la
sociedad. Y ella también veía y oía. Pero
aguantó una y otra vez sin denunciar porque no quería
echarle encima el buldózer de la ley y de la justicia si
podía evitarlo. Me decía que sólo era su mal
carácter, su poca cabeza, que ya lo conocía y que por
cuatro voces y cinco sandeces no se sentía con derecho a
triturarlo, a que le plantaran una orden de alejamiento, le pusieran
crudo ver a sus hijos y con un poco de mala suerte algo más.
Esto es muy pequeño, aquí todos nos conocemos.
Decía que no quería convertirlo en un apestado porque
fuera un bocazas. Que cómo se lo iba a justificar después
a sus hijos. Y así siguió tragando sus chulerías,
sus salidas de tiesto y sus despropósitos.
Pero el tipo cruzó la raya. El día que osó ponerle
la mano encima, la cosa ya no tenía marcha atrás.
Porque eso sí que podría justificarlo ante sus hijos: muy
zotes tenían que ser para no entender que eso no lo podía
consentir, ni su madre ni nadie. Y desde luego, yo no iba a pasar por
alto aquello, por mucho que me lo pidiera. Me la llevé directa
al cuartelillo y al cafre le tocó chupar calabozo, sentarse
delante del juez y comerse la primera condena y la orden de alejamiento
que con tanto sacrificio ella había estado evitando. Se puso
como una hiena, y no se privó de amenazarla ya en la acera del
juzgado. Le advertí que no siguiera por ahí, que si malo
era ya lo que tenía encima, peor era el talego. Le dije que no
fuera gilipollas, que no le iba a pasar una, y que acercarse a ella,
dirigirle la palabra o mandarle un simple SMS, como le había
dicho la jueza, era quebrantamiento de la orden, delito de
desobediencia y pasaporte para el trullo. Y que no íbamos a
dejar de hacerlo efectivo, en cuanto nos diera ocasión. Pero el
tío era gilipollas. A veces no se puede evitar, te toca alguien
así, y entonces todo va de culo hasta el desastre. La
siguió llamando, poniéndole mensajes al móvil. Los
fuimos guardando todos, dándole un poco de margen, repitiendo
los avisos. A su propio móvil, incluso, para que quedara
registrado también. El día que se plantó en el
portal, me dije y le dije que se había acabado. Tenía
media docena de testigos. Tres se me rajaron, pero otros tres no.
Así fue como lo mandamos, con todo el dolor de nuestro
corazón, o bueno, quizá no tanto, a conocer la
cárcel. No podía quejarse de que no se lo hubieran
advertido, o de que no se lo había ganado. Pero les
mentiría si les dijera que eso me dejó satisfecho. Cuando
lo sacaron esposado del segundo juicio, camino de prisión, tuve
la sensación de que habíamos desencadenado algo que ya no
iba a parar. Y mirando todo aquel montaje, la parafernalia de jueces
desbordados y de guardias y policías otro tanto, y disculpen,
viendo el amontonamiento de papel y de historias chungas que
había en aquellos juzgados, me temí que estábamos
más indefensos y más en peligro que antes de
haber puesto en marcha la presunta maquinaria justiciera.
Salió a los seis o siete meses, ya no recuerdo bien. Por buena
conducta. Yo no sé qué tienen los hijos de perra y los
zumbados, sea lo que fuera éste, que para mí que era las
dos cosas, que cuando no están machacando a sus víctimas
indefensas, cuando tienen encima una bota que les aprieta el cuello a
base de bien, se portan siempre como angelitos. No tardamos en
enterarnos de que andaba otra vez por el pueblo. Su gente hizo los
deberes, no voy a decir que no. Los que podían hacer. El
sargento jefe del puesto fue a verlo y todo. Le dijo que estaban encima
de él. Que si volvía a hacer una tontería esta vez
le iban a caer años. Que no fuera capullo. Vino luego a
contárselo a ella, todo un detalle. Pero eso era todo lo que
podía hacer, el sargento, y no era, ni mucho menos lo que
hacía falta que se hiciera para pararlo. Mala pata y a
fastidiarse. Y nos fastidiamos. Nos organizamos para que ella no fuera
nunca sola a ninguna parte. La llevaba al trabajo. La recogía.
Por suerte por mi trabajo yo tengo cierta flexibilidad de horario y eso
ayudaba. Tanto si iba a hacer la compra, como si iba a ver a su
hermana, como si iba a la peluquería o a depilarse, me llevaba
de guardaespaldas.
Así fue, y así lo logramos mantener, hasta ayer mismo.
Alguna vez me pareció verle, pero no podría
asegurárselo. Supongo que estaba al acecho, pero que al darse
cuenta de que no podía atacar con ventaja, lo fue posponiendo.
Debió entender, aun con sus pocas luces, que primero
tendría que quitarme a mí de en medio, y que en eso
podía perder el tiempo que necesitaba para rematar la faena; si
es que lograba desembarazarse de mí, que eso estaba por ver.
Pero como ustedes bien saben, anteayer me vi transitoriamente
incapacitado para seguir con mis labores de protección. El tipo
acabó enterándose, ya les digo, esto es demasiado
pequeño, y para mí que ni se lo pensó. Supo que
tendría que hacerlo antes del mediodía, porque no
podía estar seguro de que yo no estuviera de regreso por la
tarde. Y se plantó allí. Lo que no sé, eso
deberán decírselo los chicos, es cómo
entró. No sé si tocó el timbre, si
aprovechó un descuido, si los siguió, si los
esperó en el rellano del piso de arriba y en cuanto oyó
las llaves bajó en tromba y se metió dentro del piso. En
lo poco que yo pude hablar con los chicos, no fueron capaces de
aclarármelo, por el shock que tenían encima. Y
quizá habría debido, pero no pude quedarme a hablar
despacio con ellos. Después de que pasara todo, hubo un tiempo
en el que mis actos no obedecían del todo a mi voluntad, sino a
una fuerza superior a mí. No lo digo para exculparme, no se
preocupen. En todo momento supe lo que estaba pasando, lo que estaba
haciendo. Y quise hacerlo.
Quiso la fatalidad que llegara apenas cinco minutos tarde. Si hubiera
terminado cinco minutos antes de arreglar los papeles, si hubiera
habido algo menos de tráfico, si hubiera corrido más en
la autovía… Pero no, llegué a esa hora. Las tres y
cuarto, calculo. A tiempo, sólo, para encontrarlo ya todo hecho.
Para oír los gritos de la chica, para ver cómo el chico
intentaba en vano hacerle daño a su padre; para verla a ella en
el suelo, ya medio desangrada. Y lo siguiente que vi fueron los ojos de
él.
Me miraba de frente, el muy cabrón, mientras paraba los
inofensivos golpes del chaval. Y su boca quizá no, pero sus ojos
sonreían. Porque se la había jugado, me la había
jugado: nos la había jugado a todos. Entonces me acerqué
y me metí entre él y el crío. El instinto de
proteger al chico, supongo. Lo aparté como pude hacia el
salón y le pedí que se quedara ahí. El padre
estaba en la cocina, apoyado sobre la encimera, a apenas dos metros del
cuerpo de ella. Me agaché sobre mi mujer muerta y algo me
pidió sacarle el cuchillo que tenía todavía
clavado en mitad del pecho y cerrarle los ojos. Sí, ya sé
que no se debe hacer. Ya sé que no debería haber tocado
ninguna de las dos cosas. Pero no era mi cerebro el que decidía,
o no la parte que podría haber admitido la necesidad de seguir
ese protocolo de ustedes. Para mí en ese momento, toda la ley y
la justicia, que no habían sabido protegerla, no valían
una mierda. Con perdón.
Después de sacar el cuchillo, me quedé mirando la hoja
manchada de sangre, sin poder creerlo. Sin poder creer que era de ella.
Entonces el tipo habló. Dos palabras: “Te jodes”. Lo
miré durante una fracción de segundo, mientras la sangre
se repartía a presión por mis venas hasta hacerme
reventar los músculos. Lo siguiente fue saltar como una ballesta
y enterrarle el cuchillo en las costillas. No se lo esperaba. Se lo
tragó como un muñeco. Y como un muñeco se fue al
suelo. Me
volví a los chicos y les dije que avisaran, que yo tenía
algo que hacer. Y me fui.
Y ahora, agente, es cuando me toca contarle cómo hice lo otro.
Aunque no espero que lo entienda. Ni falta que hace.
Capítulo 2
Por dónde iba… Ah, sí, ahora es cuando me toca
contarles la parte peor. Peor para mí, quiero decir. No espero
librarme de lo primero, ni siquiera pienso intentarlo, pero sé
que de esto otro no tengo ni la más mínima posibilidad de
eludir mi responsabilidad. Y sin embargo, tal y como yo lo siento,
tengo tanta excusa como para lo de él. O incluso más.
Porque no dejo de pensar que sin la intervención de esa
descerebrada todo habría podido evitarse. Mi mujer no
estaría muerta, yo no habría tenido que clavarle un
cuchillo a su asesino, y ahora mismo ustedes y yo no estaríamos
aquí contando cadáveres y calculando cuántos
años me voy a pasar en prisión. Si se hubiera estado
quieta, si no hubiera querido aprovecharse de esa ventaja sucia y
miserable... Pero les digo lo que ya les dije de él. Hay gente
que es así, que no puede dejar pasar la ocasión de joder
al prójimo. Y por mucho que uno intente razonar con ella, por
mucho que uno intente reconducir la situación, ya sabes que te
la clavarán, y lo harán cuando más pueda
perjudicarte. Es su naturaleza y tienen que atenerse a ella, aunque no
causen más que destrozos.
Imagino que en este caso sus archivos también les han dado una
parte de la información. Haré como antes. Les
contaré lo que hubo antes de lo que registra su burocracia. Esa
mujer y yo convivimos durante cerca de dos años, hasta que
descubrimos que no estábamos hechos, ni mucho menos, el uno para
el otro. De esto hace tres años, más o menos. La historia
nunca debió haber empezado, pero ya saben: a veces uno no anda
tan atento como debiera, se deja llevar por el impulso, y cuando se
quiere dar cuenta está metido en un fregado que le cuesta
deshacer. En este caso cometí varios errores, aparte del de
meterme bajo el mismo techo con ella: el más lamentable de
todos, comprar a medias el techo en cuestión. Eso tuvo como
efecto secundario que cuando nos separamos, después de repartir
discos, libros y ropa, se nos quedara pendiente el asunto del piso.
Ella alegó que no tenía otro sitio donde ir, mientras que
yo, por mis ingresos, sí podría hacer frente al coste de
un alquiler. En resumen, acordamos que ella tendría un plazo de
tres años para desalojar el piso, y que durante ese tiempo se
haría cargo de toda la hipoteca. Un negocio redondo para ella,
porque gracias a que yo había enterrado en el piso buena parte
de mis ahorros, la mensualidad del préstamo era bastante
asequible. Pero preferí limitar en el tiempo el perjuicio, y
también, supongo, posponer el conflicto. Bastante tormentoso
había sido ya el final. Confiaba en que, si le daba un tiempo
para encajarlo, llegado el día podríamos poner el piso a
la venta, repartir
el dinero y zanjar la historia.
Que había metido la pata hasta la ingle lo comprobé bien
pronto. El banco seguía cargando la letra en mi cuenta, por lo
que ella, en teoría, debía hacerme cada mes una
transferencia para compensarlo. No lo hizo ni una sola vez, en estos
tres años. Ya sé que eso no me va a disculpar de nada,
pero vayan al banco y compruébenlo, para que vean que no les
miento. Yo aguanté estoicamente, recordándole, eso
sí, que cuando se cumplieran los tres años
exigiría el acuerdo y pediría por vía judicial la
venta del piso, si hacía falta, así que más le
valía espabilarse. Eso no podía perdonárselo.
Bastante me había tomado ya el pelo.
Esperé a que faltara un mes. Entonces, como me aconsejó
el abogado, le puse un burofax. Me llamó tan pronto como lo
recibió, poniéndome a parir en términos que les
ahorraré. Por desgracia no tengo grabada la llamada. Sí
tengo algunos SMS de esos días, si miran mi móvil los
encontrarán, y si no recuerdo mal alguna que otra lindeza hay en
ellos. Pero sorprendentemente, a los dos días me llamó
más tranquila. Me dijo que sentía haber perdido los
nervios, y que si podíamos vernos para tratar de solucionar el
asunto de forma amistosa. ¿Debería haber desconfiado? No
sé, tal vez. Pero tampoco me imaginaba que llegara a tanto.
Sabía que tenía mal carácter, que estaba
descentrada, que perdía los papeles con facilidad. Pero lo que
no imaginaba era que podía ser una serpiente calculadora. Ni de
lejos.
De modo que acudí a la cita. Para ser conciliador, y como mi
trabajo me obliga a desplazarme a menudo cerca de su barrio, quedamos
en su zona. Un local público, intuí que eso era una
precaución mínima, para no verme atrapado en una
situación desagradable. Si se le iba la olla, con levantarme y
marcharme estaba al cabo de la calle. No lo vi venir. No
imaginé, imbécil de mí, que ella lo quería
así para tener testigos. Y no unos testigos al azar. Sino los
suyos. Los que le servirían para redondear la trampa que me
había tendido y en la que caí como un pardillo. Eso es lo
que más me fastidia, la verdad.
La conversación digamos normal no duró más de
cinco minutos. De pronto, puso ojos de fiera y me echó las
uñas a la cara. Lo hizo en absoluto silencio, lo que demuestra
hasta qué punto lo había planeado. Cuando la
agarré para protegerme, empezó a gritar como una posesa
pidiendo ayuda. Que la iba a matar, que me quitaran de encima de ella.
Un par de tipos se abalanzaron sobre mí. Yo tenía
entendido que la gente se lo pensaba más a la hora de meterse en
peleas ajenas. Supongo que yo tuve mala suerte, o que
coincidió que uno de los tíos me sacaba dos
cabezas, que viene a ser una forma de lo mismo.
Verme reducido en el suelo no le sirvió para dejar de gritar,
sino todo lo contrario. Redobló la actuación. Que si no
tenía que haber confiado en mí, que ya estaba harta, que
no me aguantaba una amenaza más, que esta vez se me había
caído el pelo y me iba a denunciar. No sé muy bien lo que
acerté a balbucear, de tan anonadado como estaba. Supongo que
algo sobre los tres surcos que me había abierto en la mejilla, y
que sólo la había sujetado para protegerme. Me dio igual.
Me retuvieron hasta que llegó la policía, que me
llevó esposado. El resto del protocolo ya se lo saben. Noche de
calabozo y al día siguiente a disposición del juzgado. Y
como imaginan, todas mis protestas de inocencia, inútiles,
frente a la presunción de que la mujer no miente y sus testigos.
Creo que no todos estaban amañados, pero entre la vehemencia de
los que sí, y el testimonio de los que no de que me
habían visto agarrándola, me cayó la condena.
Ahora pienso que la estrategia correcta había sido comerme los
arañazos y salir corriendo. Pero entiéndanlo, ésa
no es la reacción instintiva, ni tampoco lo que un hombre normal
está mentalizado para hacer ante una mujer, o ante alguien
físicamente más débil. Deberían educarnos
en la huida a tiempo, porque lo cierto es que hoy día una mujer
histérica y sin conciencia es mucho más peligrosa que un
macarra de dos metros con un bate de béisbol.
Lo que me ayudó fue no tener antecedentes y que la jueza fuera
una tía bregada y poco impresionable. Me plantó la orden
de alejamiento y una condena mínima que no tuviera que cumplir.
Me advirtió lo que me acarrearía quebrantar esa orden y
que la próxima vez ya tendría antecedentes y no me
libraría de la cárcel. Asentí como en una
pesadilla. Del piso, y de cómo iba a hacer para sacarla de
allí, me olvidé. Aunque era evidente que había
encontrado la manera de defenderse de mi reclamación. Me
había parado de un cañonazo, del que ahora tenía
que reponerme como pudiera. Al oír la sentencia, ella no dijo ni
mu. Ya tenía lo que necesitaba, aunque a lo mejor la
decepcionó un poco que no me entrullaran. Me fui sin mirarla,
aturdido, y cogí un taxi para ir a recoger el coche de donde lo
había aparcado la víspera. Estaba deseando volver a casa
para sentarme y pensar. Pero al llegar a casa, ya saben lo que me
encontré.
Y aquí vuelvo al momento en que salí del piso,
después de acabar con el asesino de mi mujer. Me fui directo al
coche, y una vez dentro conduje a toda velocidad hacia la que
había sido mi casa. Bueno, todavía lo era, sobre el
papel, aunque fuera ella la que viviera allí. Podría
haber intentado otra cosa, pero llamé sin más a la
puerta. Ella, confiada, me abrió. En su gesto brillaba la
prepotencia del vencedor. Me miró desafiante y me
preguntó si no había tenido suficiente. O si es que
tenía alguna oferta que hacerle, en cuyo caso estaba dispuesta a
escucharme.
Le dije que no tenía nada que ofrecerle y me respondió
que entonces para qué iba a tocarle las narices. Que estaba
harta de mi jeta de imbécil, que yo era un mierda y que me lo
repetía a la cara todas las veces que hiciera falta y que a ver
si tenía huevos de responder, que se pondría a gritar y
saldría un vecino y ya estaría bien jodido. Le dije
despacio que por su culpa esa mañana yo no había estado
donde tenía que estar. Y que de alguna forma tenía que
pagarlo. Se rió y me dijo que qué le iba a hacer. Le dije
que algo que me había aguantado muchas veces, pero que ya no
tenía sentido seguirme aguantando. Y entonces le planté
el puñetazo en mitad de la cara. Lo del golpe en la cabeza, al
caer, fue mala pata. Pero crean ustedes lo que quieran. Ya sé
que tengo plan para los próximos veinte años. Me crean o
no.
***
El teniente miró a la sargento Chamorro.
–Lo has oído como yo –dijo–. Qué te
dice tu olfato.
–Que antes de nada hay que comprobar lo que puede
comprobarse –respondió la sargento–. Y luego, el
sujeto parece coherente, pero también es listo para fabricar un
cuento. En fin, que me alegro de que este caso no sea mío. Y que
como yo estoy aquí de vacaciones, ahora me vuelvo a la playa.
Con su permiso y sintiendo no poder serle de más ayuda, mi
teniente.
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