
(Texto del pregón de la XXXIV Feria de Otoño del Libro Viejo y Antiguo de Madrid, leído el 26 de septiembre de 2024 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid).
En la vida es importante dejar constancia de aquello que nos inspira gratitud. Tal vez no haya nada que lo sea en mayor medida, ni de manera más evidente. Así que empezaré diciendo que por varias razones estoy agradecido a los organizadores por su invitación para dar el pregón de esta trigésimo cuarta Feria de Otoño del Libro Viejo y Antiguo de Madrid.
La primera tiene que ver con el número: el 34. La cifra me invita a retrotraerme a mis años adolescentes, cuando era el autobús municipal que la ostentaba el que me servía para ir hasta el paseo de Recoletos desde la calle del barrio de Cuatro Vientos donde vivía con mis padres. El detalle parecerá a más de uno peregrino, pero no lo es para mí. Por aquellos días, venía al paseo como si fuera un lugar sagrado: varios de mis primeros cuentos, inéditos, pasan en él. Y fue igualmente entonces —aunque esto sucediera en otros sitios, como la cuesta de Moyano o el Rastro, hasta donde también me llevaba el autobús 34— cuando el lector pobre que yo era inició su larga, fructífera y feliz relación con los libros de lance.
Ahora que por el capricho benevolente de la fortuna ya no soy un lector pobre ni un escritor inédito, aunque por desgracia sea mucho menos joven que entonces, comparezco ante vosotros y celebro que un otoño más los libros antiguos y viejos salgan a la calle y se expongan a la luz propicia del paseo de Recoletos para correr y desencadenar nuevas aventuras.
Me acompaña en este acto el recuerdo inevitable y todavía fresco de las horas de escritura en las que me esforcé para dar vida, como protagonista de una de mis novelas, a un hombre que se dedica, justamente, a comprar y vender libros usados, y que en ese comercio halla la paz que la memoria de sus oscuros pasos le niega. Lo agradece a su modo: escribiendo un libro que no pretende que jamás sea expuesto en una librería de novedades, sino que nace condenado a confundirse en los anaqueles de su tienda con el resto de sus fondos, para correr junto a ellos la suerte que le corresponda, y que el librero espera que sea llegar un día a su destinataria.
Podría parecer una esperanza ingenua, incluso infundada o gratuita. Seguramente se lo parecerá a todos los que ignoran el milagro que a diario se produce en los puestos de libros viejos, pequeños o grandes, y en el alma de los lectores, pobres o no tan pobres, que allí se abastecen. Todos los que hemos encontrado la felicidad en unas páginas amarillentas, todos vosotros, que veis al otro lado del mostrador brillar los ojos de quien acaba de dar con el libro que ansiaba, o con ese otro del que ni siquiera tenía noticia pero que palpita de pronto entre sus dedos como una promesa, entendemos bien que mi librero de feo y tenebroso pasado ose soñarle a su texto ese luminoso y bello futuro.
Os agradezco, por mi parte, que me dejéis participar en esta fiesta después haber tenido el atrevimiento de novelar a uno de los vuestros y no haber hecho de él, precisamente, un ejemplar ciudadano. Lo que importa aquí de su historia es esa fe y ese amor por lo que los libros contienen, que se sobreponen a todo el odio y toda la sinrazón que le envenenaron la juventud y de los que él mismo consintió en ser un instrumento. Antes de que su camino se extraviara, en los libros descubrió cuanto de salvífico hay en la conversación profunda con otros, y como en el papel impreso puede llegar a consumarse ese rito reparador. Después de dilapidar su existencia, a ellos se vuelve para redimirla.
Como dejó escrito Saemund el Sabio en la Edda Poética o Edda Mayor: «Joven fui en otro tiempo, y en mi viaje solitario me perdí. Rico me vi al encontrarme a otro caminante: es el hombre la alegría del hombre». Ya nos lo explicó Marcel Proust: el libro es la herramienta que sirve para propiciar la comunicación entre dos humanos que están solos, a pesar de estarlo. Gracias a su mediación, el caminante que escribe se reúne con el caminante que lee y viceversa, aunque no vayan por el mismo sendero o no coincidan en el tiempo; incluso si esa coincidencia es imposible porque uno de ellos ya dejó de existir.
En un libro nuevo cabe auscultar aún otra presencia humana: la de aquellos que en su día han leído el manuscrito y han creído en él para entregarlo a la imprenta. En un libro antiguo, al que escribió, al que editó y al que lee se suma todavía más gente: quienes lo poseyeron en el pasado y dejaron —o no— en sus páginas la marca visible de su lectura, quienes por lo que fuera decidieron desprenderse de él y quien lo tomó a su cargo para ofrecerlo a quien quisiera darle una nueva vida. Parafraseando a Antonio Tabucchi, un libro antiguo es un baúl lleno de gente, y creo de veras que de alguna forma toda esa gente se junta en el acto de leerlo y de ahí viene la alegría, del hombre en el hombre, que nos produce transitar por él.
Algunos de mis recuerdos lectores más dichosos provienen de libros usados. A un ejemplar adquirido en el Rastro por diez pesetas le debo el deslumbramiento de la piedra negra sobre piedra blanca de César Vallejo, a un hallazgo en el mercado de Tristán Narvaja de Montevideo la primera edición de El infierno tan temido de Juan Carlos Onetti, a una compra en vuestra feria la primera y creo que única edición del último libro de Ramón J. Sender, que él no vivió para ver.
La lista la podría alargar hasta el infinito, pero tendré que confesar que el libro viejo que más me conmueve me salió gratis: el manual de árabe marroquí de mi abuelo Lorenzo, con sus anotaciones manuscritas a lápiz. Él murió cuando yo apenas tenía cinco años, pero me basta ir a la estantería donde lo guardo para reencontrarme con él. La alegría del hombre es el hombre, la alegría del nieto es el abuelo, la del lector todos los que en las páginas del libro le salen al paso.
Recordad por favor esto cuando estéis allí, en las casetas, esperando a la clientela, poca o mucha, apasionada o indolente. Despacháis alegría, al pudiente y al apurado, al que ya sabe y al que así descubre. Y muchos os estamos agradecidos por ello.