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28 septiembre, 2024

Humildes identidades

Vivimos en una era con sobredosis de identidad. Buena parte de la conversación que nos salpica a todos, lo queramos o no, tiene que ver con cómo o con qué se siente alguien y con su necesidad de verse más y mejor reconocido en ese sentimiento que tiene de su propio ser. La demanda puede transcurrir por los cauces de lo razonable, por la vía de reclamar que el sentir así afirmado no sea objeto de escarnio o desprecio; o bien, y esto sucede con triste frecuencia, deslizarse por las torrenteras de lo abusivo, al imponer al resto el deber de someterse a la identidad en cuestión, y a las exigencias que en su virtud tengan a bien plantearse, como si de un imperativo categórico se tratara.

Uno de los dominios en los que la reivindicación identitaria tiende a formularse de manera más fatigosa es el relativo a la procedencia geográfica, accidente existencial al que se atribuye un valor por lo común desproporcionado, sobre todo si se tiene en cuenta cómo se formaron los pueblos —con y sin Estado— que hoy conocemos: gracias a una suma de guerras, migraciones forzadas e invasiones con derroche de violencia que una y otra vez pasaron por encima de los humanos más vulnerables.

Por esta y otras razones, prefiere uno esas identidades de base territorial que optan por la humildad, que renuncian a dar a sus agravios —todos los tenemos— la condición de méritos condecorables y que hasta tienden a la prudencia a la hora de expresar el legítimo y comprensible afecto a la propia tierra. Esa es la sensación que he tenido mientras leía El hombre sin rostro, la última novela del murciano —de Yecla— Claudio Cerdán, en la que además de una pulcra y solvente trama criminal, hay una sutil y comedida declaración de amor por la Región de Murcia, que es el escenario en el que trajinan sus polis y sus malos.

Cerdán, además de saber armar una historia y servirla en una prosa trabajada y sin excesos morbosos pese a lo peliagudo del asunto —una trama de secuestros y abusos con niños como víctimas—, tiene además la elegancia de invitarnos a querer y apreciar su tierra sin restregárnosla, sin esgrimirla contra nada ni contra nadie y sin inflamaciones ni alharacas. Simplemente la mira, la cuenta y nos dice que está ahí —en toda su diversidad, no siempre bien conocida— al tiempo que localiza en ella, sin complejos, una narración que podría suceder en cualquier sitio, si bien allí tiene un cariz particular: «Nunca llovía en Murcia. La última vez murió gente». Más identidades de estas, por favor.

(Publicado en diarios del grupo Vocento el 10 de septiembre de 2024).

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