Nos lo ha contado, para iluminación de indecisos y malestar de quienes aún andan en la convicción de que los jueces se han permitido el exceso de encarcelar a unos pobres pacifistas sólo por sus ideas, un humilde policía local de Badalona. No se ha parado a hacer un juicio, a calificar conductas ajenas o a dar su opinión, lo que como testigo ni le incumbe ni tendría el menor valor que se esforzara en hacer. Tan sólo ha señalado un hecho: cuando estaba rodeado por decenas de personas enfurecidas, que le impedían cumplir con su deber y ejercer la autoridad que tenía legalmente encomendada, por allí apareció Jordi Cuixart. Se apoyó en el coche patrulla y dijo: «Este coche de aquí no se mueve». Con el aplomo y la certidumbre de quien manda. O lo que es lo mismo, de quien puede ejercer sobre la autoridad la fuerza necesaria para anularla y someterla a su designio.
Ese gesto tan perentorio, esa frase inequívoca, vuelan en mil pedazos la elaborada y seráfica imagen de apóstol de la no violencia que se ha esmerado en cultivar el interesado desde que lo pusieron en prisión provisional, en una indisimulada tentativa de emular a algún que otro recluso insigne con vistas a que un día le entreguen en Oslo la misma medalla conmemorativa. Y es que el policía local de Badalona era allí la autoridad legal y a la vez democrática, reducida a la irrelevancia por quien no tenía otra investidura ni otra legitimidad que su capacidad de agitar a una muchedumbre dispuesta a suplantar por su ira —y por el afán de realizar su sueño identitario— lo estipulado en las leyes válidamente aprobadas, con el voto de los representantes electos de la ciudadanía y con pleno respeto a las reglas del juego.
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