Como consecuencia del hundimiento de buena parte del tinglado político y económico vigente hasta hace unos años, y gracias al trabajo inestimable de unos cuantos jueces, fiscales e investigadores de policía judicial, no son pocos los personajes de relieve, en su día distinguidos como próceres, que han dado con su osamenta en la cárcel y se han visto convertidos en reclusos. Antiguos ministros, diputados, senadores, consejeros, alcaldes, concejales, presidentes de comunidad autónoma, incluso todo un vicepresidente del gobierno y el cuñado del jefe del Estado. Tras las averiguaciones oportunas y previa tramitación del juicio correspondiente, todos ellos han ido encontrando su aposento en el sistema penitenciario y allí continúan muchos de ellos.
Pudo no ser rápido el proceso que acabó estableciendo sus responsabilidades penales, pero una vez que estas quedaron acreditadas y fijadas en sentencia firme, la pesada maquinaria de la justicia prosiguió su curso implacable y los enfrentó al cumplimiento de sus condenas. No puede decirse que se hayan beneficiado de un trato de favor: ni a la hora de concederles permisos o suavizaciones de su régimen de privación de libertad ni a la de tener en cuenta, por ejemplo, sus problemas de salud. Diríase que tanto los jueces como quienes deben asegurar el cumplimiento de la pena han sido conscientes de la gravedad y la lesividad de sus acciones ilícitas, con las que defraudaron la confianza de los ciudadanos y erosionaron el bien común.
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De vergüenza.