Todos hemos hecho alguna vez un chiste malo y nos ha caído el castigo correspondiente: que nadie se ría. Es una pena justa y proporcionada, que reprime adecuadamente al chistoso que comete la falta imperdonable de no tener gracia. Si bien se mira, no es necesario más: quien así ve retribuida su tentativa de parecer ingenioso toma nota y si es algo sensato se preocupa para la próxima vez de no conducirse con la misma torpeza.
Otra forma de fallar con un chiste, algo más espinosa, es resultarle ofensivo a quien lo escucha. El humorista virtuoso no necesita hacer sangre de nadie para arrancarle una sonrisa a su público, y si la respuesta a una broma es que alguien se siente agredido la gracia queda ensombrecida por ese borrón. En esos casos es lógico, y también apropiado, que al bromista se le haga saber que su chascarrillo ha pinchado en hueso y le ha servido para dejar de hacer amigos. Incluso es normal, y no puede el cómico quejarse por ello, que aquellos a quienes no les guste la ofensa en cuestión, por sí mismos o por lo que pueda afectar a otros, y aunque hasta entonces le distinguieran con su favor, le abandonen, le vuelvan la espalda o le retiren el patrocinio.
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