Todas las ideas condenadas a perder la Historia tienen algo en común: su desdén hacia el sufrimiento de los niños. Si hemos de creer el relato del Nuevo Testamento, Herodes el Grande mandó matarlos para preservar su reino: el resultado fue que a su muerte los romanos lo trocearon entre sus hijos, para hacerlo débil y procurar su extinción. Luego los propios romanos dieron en perseguir, menores incluidos, a quienes le rezaban al Dios encarnado en aquel niño del que Herodes pretendía deshacerse con su matanza: el fruto de sus desvelos fue que los cristianos se las apañaron para terminar derribando de sus pedestales a los dioses de Roma e imponiendo su creencia al Imperio.
Abundan los ejemplos más recientes: no hay imagen más contundente del carácter perdedor del nazismo que las de los niños judíos en los guetos y los campos, o las de los mismísimos niños alemanes rubios con uniforme negro arrojados contra las cadenas de los carros soviéticos en Berlín, en un sacrificio tan cruel y demente como a la postre inútil para defenderlo. Como lo es de la desesperación y de la condena a la nada del Daesh su afán por convertir en verdugos a criaturas de diez años, que es tanto como hacerlos muertos vivientes para los restos.
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