Lo que queda de la partida de iluminados sanguinarios que se creyeron que su alucinación a propósito de una patria valía más que la sangre derramada de un niño -de hasta cinco niños en el atentado contra la casa cuartel de Vic del 29 de mayo de 1991, cinco niños a los que los terroristas vieron perfectamente antes de hacer deslizarse hacia ellos el coche bomba que había de desmembrarlos- escribe una carta de despedida repleta de eufemismos y sandeces que no merecen mayor atención. No hay que malgastar el tiempo con las palabras de quien ha perdido la capacidad de llamar a las cosas -y en especial a sus cosas- por su nombre ni tampoco con las de quien se pronuncia desde la ignorancia y la necedad. Sin embargo, al final del texto hay un detalle que escapa al ínfimo nivel retórico y dialéctico del grueso del mensaje: nada más, y nada menos, que una metáfora.
La carta final de los terroristas -tan esperada por algunos, innecesaria, redundante o incluso grotesca para muchos-, se suponía que era una carta para anunciar, en fin, la disolución de la organización a la que pertenecieron y desde la que negaron los más elementales derechos a sus conciudadanos, amén de sostener el empeño deliberado y declarado de hacer descarrilar la democracia que tanto había costado recuperar. Y he aquí que eso es lo que hacen, pero añadiendo una precisión escalofriante: la de que se disuelven en el pueblo del que, dicen, salieron.
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