Desde hace algún tiempo ya nos ha quedado claro que en la escala de valores de quienes se proponen independizar a una Cataluña hecha a su medida de una España teñida siempre con los tonos más oscuros el fin justifica los medios. Ya antes de las maniobras de coacción y amenaza acontecidas en las dos últimas semanas, y bendecidas por el independentismo con un silencio cómplice que recuerda otros tiempos y otros lugares, dejaron ver su predisposición a convivir con todo tipo de extorsiones; eso sí, convenientemente invisibilizadas, gracias a las varias cortinas de humo que el Gobierno central, con entusiasmo digno de mejor empresa, les ha ayudado una y otra vez a interponer.
El mecanismo preferido para imponer su agenda ha sido la utilización de multitudes en apariencia acéfalas, de las que con insistencia se decía que eran espontáneas e incontrolables, pero que en la práctica se han comportado tan disciplinadamente como la organización más jerarquizada y militarizada que pueda acudirle a la mente al lector. Como tal organismo reaccionaron en septiembre del año pasado para acudir a rodear, secuestrar y amedrentar a una comitiva judicial, y después para disolverse cuando a los impulsores del motín se les hizo notar que aquello podía tener las consecuencias que finalmente ha tenido.
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