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27 diciembre, 2018

El latín del siglo XXI (una utopía razonada)

 

 

Hace tres días apareció en El País un artículo con este título, a cuya lectura remito ahora desde la distancia. Comienza así:

La idea le surgió a quien suscribe leyendo el otro día la muy interesante y sugestiva reflexión del filósofo Jürgen Habermas publicada en EL PAÍS bajo el título ¿Hacia dónde va Europa?. Apunta Habermas que una de las mayores dificultades que tiene Europa para consolidarse como sujeto político capaz de afrontar con éxito sus contradicciones internas y sus desafíos exteriores es la falta de una opinión pública europea ante la que respondan sus dirigentes. Los líderes europeos, o quienes giran como tales en ausencia de algo mejor, solo piensan en sus opiniones públicas nacionales, cuya dinámica corriente poco contribuye a fortalecer la unidad continental; más bien tiende a tirar de ellos en sentido contrario, con una inercia centrífuga que enquista los problemas y los recelos entre europeos y priva a Europa de la aptitud de tratar de tú a tú con otras potencias globales.

Esta falta de una opinión pública europea tiene múltiples causas, pero hay una instrumental que resulta especialmente determinante: no tenemos los europeos una lengua común en la que desarrollar ese debate público que nos incluya de forma solidaria a todos. Por poner un ejemplo: si algún día se instaurara el cargo de presidente de la UE elegido por sufragio universal, un debate entre los candidatos tendría que hacerse con traducción simultánea, y para la mayoría de los electores sonaría en una lengua que percibiría como ajena. Mal comienzo, que permite dudar que esos debates fueran tan influyentes como los que se producen entre quienes aspiran a ocupar la Casa Blanca.

Quien quiera leer el resto, lo tiene aquí.

No era más que una reflexión sobre el valor de la lengua en la construcción del debate público, y una tentativa de imaginar una solución. Utópica, el texto lo advierte nada menos que dos veces. Con el valor que la utopía tiene, de proyecto o paradigma ideal y de difícil o imposible realización.

Las reacciones han sido diversas, pero me ha llamado la atención que algunas hayan sido airadas, como si la lengua, cualquier lengua, fuera un vehículo maligno. Me ha llamado la atención sobre todo esta. Habla de imperialismo y supremacismo, lo que le hace a uno preguntarse si quien escribe ha leído o entendido algo, entre otras cosas porque una de las razones por las que se abona la posibilidad —utópica, insisto— de que el español fuera lengua oficial de Europa es el hecho de que España no ostenta dentro del club europeo un peso predominante. Otra cosa es que moleste que el castellano o español tenga la pujanza que tiene, pero eso ya tiene poco que ver —y cada vez menos— con los españoles o su gobierno, que tan poco apoya la lengua oficial de todos. Mucho más apoyo tienen otras lenguas españolas por parte de otros gobiernos españoles; sin ir más lejos, la catalana.

Me gustaría que el debate girara más en torno al fondo del asunto. Que se resume en dos preguntas:

  • ¿Es indeseable que Europa tenga una lengua común para articular en ella su debate público, como lo pueden hacer otras grandes potencias como Estados Unidos, China. Rusia o Japón?
  • ¿Existe una lengua alternativa al español para encarnar ese —reitero, utópico hoy por hoy—  vehículo idiomático común con mejores argumentos?

Estoy dispuesto a escucharlos, de veras. Incluso los que puedan postular al catalán —por el que reitero aquí mi estima sin reservas— para esa función. Y de paso, añado uno respecto del español que no me cupo en la extensión del artículo: el español es una de las lenguas cuyo estudio como lengua extranjera en múltiples países más crece espontáneamente —el Instituto Cervantes es una organización bastante débil para explicar ese auge, comparado con el Goethe o la Alliance Française—. El que suscribe ha podido comprobarlo con la invitación a encontrarse con alumnos que lo cursaban dentro del sistema educativo oficial en países tan dispares como Australia,  Estados Unidos, India, Marruecos, Egipto, Hungría, Italia, Polonia, Ucrania, Grecia, Albania, Bulgaria o Noruega. Por no hablar de Francia, donde he podido comprobar varias veces, con chavales de secundaria que leían mis libros en español, el interés y el nivel que allí tiene la enseñanza del idioma en que escribo estas líneas.

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