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9 octubre, 2021

Macrobotellón

Un fantasma recorre España. Pese a todas las divisiones y fracturas que se manifiestan en su seno a diario —territoriales, ideológicas, generacionales y socioeconómicas—, la cohesiona de norte a sur y de este a oeste, desde quienes más se proclaman españoles hasta quienes menos dicen y sienten serlo. Con su pujanza viene a desmentir las diferencias que ocupan el día a día y los discursos de quienes nos gobiernan, exterioriza otros desajustes a los que nadie parece atender demasiado y certifica, como pocos otros fenómenos, nuestra condena a salir adelante o hundirnos juntos, arrastrados por el impulso común que nos constituye y nos destituye, que nos eleva y nos desmorona.

Este fantasma tiene ya nombre: macrobotellón. Se practica en la Cataluña independentista, en la Euskadi abertzale y en el Madrid que condensa según su presidenta por aclamación las esencias de España. En la primera desemboca en agresiones a los Mossos d’Esquadra, en la segunda a los de la Ertzaintza y en la Villa y Corte a la Policía Nacional. Eso es lo único que varía, las insignias y el color de la gorra de los servidores del orden que en cada caso se ven desbordados e impotentes. El despiporre y las leyes infringidas, el desahogo de los practicantes y el castigo al vecindario que lo padece son exactamente los mismos.

Después de cada batalla campal nocturna, a mayor gloria de la impregnación etílica masiva, amanece el nuevo día sobre el paisaje de desperdicios que deja la refriega y trae el parte de las lesiones, detenciones y otras consecuencias. A mediodía, con el telediario, se nos ofrecen las imágenes de ese movimiento social imparable, que propone el desparrame noctívago y callejero, la revolución de los gintonics de garrafa, como enmienda furibunda a la totalidad de los remedios y las propuestas que los padres y las madres de la patria les ofrecen a sus disconformes hijos.

«Nos habéis encerrado, nos condenáis a la vida precaria, el piso compartido, el cambio climático, la injusticia lacerante de asistir a la prosperidad ilimitada de los más prósperos y la ruina inexorable de los menos favorecidos, sumidos en un abismo de promesas incumplidas, desesperanza y descrédito de todo lo que no sirve a la ganancia continua de los jugadores de ventaja. Por eso nos alzamos, y alzamos nuestro cubata, en repulsa de lo que sois, lo que hacéis y lo que nos ofrecéis. He aquí nuestro grito, nuestra respuesta airada, que asestamos a nuestros hígados, a la paz vecinal, al descanso nocturno, a la limpieza de las calles donde nos arrojáis, a la integridad del mobiliario urbano».

Salen por miles, lo que coloca a los policías en inferioridad y en el dilema de intervenir para causar males mayores o limitarse a mirar para que el monstruo que se ha despertado desahogue su ira y se vaya, antes o después, a dormir la mona. Quienes los mandan, los únicos que parecen interpelados por el desafío —en ningún ayuntamiento y ningún gobierno le envidian el cargo al concejal de Seguridad o al responsable de Interior—, se debaten entre atender a las reclamaciones del vecindario harto de ver campar a sus anchas a los vándalos o esperar a que la fiera suelte el gas, las discotecas reabran hasta las seis y todo se arregle por sí solo. La terapia favorita de los médicos prudentes y los políticos con afán de resistir en el puesto, que a veces, sin embargo, acaba con la muerte del paciente o la putrefacción del problema y la pérdida inevitable de la poltrona concernida.

Los periodistas acercan cada fin de semana el micrófono a los revolucionarios. No todos son jóvenes, o lo que se entendía por jóvenes antes de que la adolescencia se prolongara hasta la quinta década. Los mas coinciden en decir que necesitan salir, aprovechar su juventud, tener la sensación de que han vivido, antes de precipitarse a la vida sórdida y miserable que parece aguardarles cuando se hagan adultos. Tanto desarrollo, tanto Estado del bienestar, tantos cacharritos, para llegar a esto.

(Publicado en elmundo.es el 27 de septiembre de 2021).

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