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29 agosto, 2021

Prefijo +34

El o la protagonista de esta historia está ahora mismo en Badghis, en Herat, en Kabul, o en algún lugar a medio camino. Su país ha vuelto a caer en las manos que hace veinte años lo manejaban: las de una partida de fundamentalistas —que sean islámicos es lo de menos, también nuestro personaje profesa la fe musulmana— con la firme resolución de sumirlo en la noche más tenebrosa. No la que ya instauraron tiempo atrás, con la limitación de medios entonces a su alcance, sino otra aún peor. Para eso cuentan con los recursos que les han proporcionado los extranjeros cándidos que aspiraron a darle a Afganistán una forma que sólo existía en su imaginación y que ni la tierra ni la gente aludidas con ese nombre llegaron a adquirir jamás.

Los resortes que ahora manejan los fanáticos barbados son realmente pavorosos. Un arsenal de armas tan modernas como nunca soñaron, abandonado en su huida por el ejército de pega y sin espíritu —es decir, sin el primero de los requisitos— que pertrecharon e instruyeron los occidentales. Archivos físicos y digitales con toda la información de la población, incluida la de quienes cooperaron con los forasteros, arrebatados al Gobierno que se disolvió a la misma velocidad que el ejército y la policía. Y esa herramienta insuperable de inteligencia y amedrentamiento, las redes sociales, que en el colmo de la contradicción les pone en las manos el mismo Occidente que afirma condenarlos.

El o la protagonista de esta historia los conoce bien. Si tiene la edad suficiente, porque ya vio cómo se las gastaban antes de 2001, y hay ideas y comportamientos que no suelen evolucionar. Si es aún joven, porque nunca en estos veinte años se fueron los que hoy reclaman el poder y el país con soltura de propietarios. Seguían ahí, intrigando, asediando, atentando, y ya disponiendo en los vastos huecos que dejaba la acción gubernamental.

Por eso, y porque en algún momento colaboró con los que vinieron de fuera y sabe que esa circunstancia es conocida, vive cada hora con angustia y no tiene más esperanza de escapar al peor de los destinos que encontrar una manera de dejar atrás su país. Si está en Kabul, se le ofrece una rendija angosta y terrible: ese aeropuerto rodeado de checkpoints talibanes por los que no le queda otra que cruzar y acreditarse como traidor. Y confiar en que los que lo guardan lo sigan pasando por alto, en aplicación del frágil acuerdo que mantienen con sus acérrimos enemigos, los extranjeros que han enviado miles de soldados y despachan a diario cazabombarderos para retener por la disuasión de las armas la pista convertida en última y única vía de escape.

En cualquier momento a los vencedores de la guerra de los veinte años les dejará de convenir el arreglo, o se cansarán, o bien puede suceder que uno de ellos se harte y decida por sí una represalia que, aunque se conozca, nadie castigará. Y con todo, el que está en Kabul es el que tiene suerte, el que todavía puede concebir una posibilidad de eludir la ira del emirato, aunque a todos los efectos se encuentre a merced de sus cancerberos.

El espanto lo vive quien está en Herat, Qala-i-Now o algún otro remoto punto de la geografía afgana, a cientos de kilómetros del aeropuerto transformado en último bastión. En agenda de su teléfono guarda un número con el prefijo +34, el de España: el de un militar, cooperante, contratista, periodista o diplomático con el que trabajó en algún momento a lo largo de los veinte años anteriores y llegó a hacer amistad. Desde el 15 de agosto, desde antes incluso, y mientras le queda saldo, cobertura y luz para recargar el móvil, no para de enviar mensajes de socorro, que al otro lado, detrás de esos números, reciben personas que nada pueden hacer para salvarlos. A la desesperación de quien les escribe tan sólo pueden responder con la impotencia.

Lo peor de todo es que llevaban mucho tiempo avisándolo.

(Publicado en elmundo.es el 22 de agosto de 2021).

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