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El 2 de marzo de 1936, el gran periodista sevillano Manuel Chaves Nogales tuvo la ocasión de hacer una de las entrevistas de su vida. Renunció a tomar notas y la transcribió luego de memoria, pero su contenido quedaría para los anales. Entre las declaraciones que recogió, me permito destacar las que siguen. «Tendré siempre presentes los intereses fundamentales de la economía de España y de Cataluña». «Gobernar no es lo mismo que trazar esquemas doctrinales sobre la política». «Yo vivo de las realidades políticas y sociales y a ellas debo atemperar mi conducta». «Respondo de hacer cumplir la ley lo mismo a los que la acepten que a los que se coloquen fuera de ella». Y a guisa de resumen final: «No vamos a esgrimir el poder como arma de combate contra los que no piensan como nosotros ni a utilizarlo para suscitar en nuestra patria una nueva convulsión».
Aunque a alguno sorprenderá, el que está tras todos esos entrecomillados no es otro que Lluís Companys i Jover, que en esas fechas acababa de hacer su regreso triunfal a Barcelona para asumir la presidencia de la reinstaurada Generalitat tras la amnistía que le había abierto las puertas del penal del Puerto de Santa María, donde cumplía condena por su rebelión de 1934. Leyendo sus palabras, se aprecia que aquella amnistía de 1936 no sólo se distingue de la de 2024 en que estaba prevista en el programa electoral del Frente Popular, y por tanto bendecida por cada uno de los votos que le dieron la victoria; también existe un matiz algo más que notorio en la actitud de los beneficiarios de la medida, empezando por el primero y más relevante de ellos. El afán de reconciliación y enmienda no puede ser más explícito.
Todo eso, en cambio, brilla por su ausencia en el prófugo mayor del independentismo del XXI y sus correligionarios, que no dejan pasar ninguna ocasión de ratificarse en su voluntad de ruptura, sus amenazas a los jueces y su tacha de ilegitimidad a la legalidad española. Nos dicen los impulsores de esta amnistía que no hay que hacer caso de tales exabruptos, destinados sólo al consumo de los feligreses, y que se verá cómo esta concesión a quien de nada se apea acabará obrando el milagro de restañar las heridas. Ojalá, y ojalá erremos los escépticos. Lo dice Chaves Nogales en su crónica de aquellos días —recogida entre otras en Cuatro historias de la República, editado en 2003 por Destino—: Cataluña «tiene hoy las libertades tanto tiempo anheladas, lo que necesita urgentemente son hombres que sepan utilizarlas».
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 12 de marzo de 2024).
Postdata: Los textos de los otros tres autores incluidos en el volumen, Camba, Pal y Gaziel, tampoco tienen desperdicio. Qué nivel, el de la prensa de aquellos días.
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No todos pueden decir que han tenido la suerte de que la vida les depare un buen profesor de filosofía. Ni siquiera todos los que han cursado alguna vez esa asignatura, pero menos aún los muchos que por culpa de la paulatina marginación del saber filosófico han visto reducido su trato con él a un roce somero o nulo.
Quien esto escribe puede sentirse afortunado. No tuve uno, sino tres buenos profesores de filosofía: Elisa Chozas, que me familiarizó con la disciplina en el bachillerato y el COU, y Juan Ramón de Páramo y Jesús Lima Torrado, que fueron mis docentes de Filosofía del Derecho. Gracias a Elisa, además, tuve el privilegio de asistir como oyente a las clases de Filosofía de la Ciencia de su maestro, Roberto Saumells, un verdadero sabio. Con todos ellos pude no sólo acceder al conocimiento, sino al placer inmenso y consolador que proporciona la filosofía.
Esa experiencia me ha permitido disfrutar todavía más de la lectura de Maestros de la felicidad, ameno y a la vez instructivo viaje por la historia del pensamiento occidental de la mano de Rafael Narbona. En su recorrido, desde la Grecia presocrática hasta nuestros días, el autor ofrece un relato en el que sintetiza las principales aportaciones de cada uno de los filósofos, a los que pone en contexto de su tiempo y de los que también nos da jugosas pinceladas biográficas. Recuerda en esto a la Historia de la Filosofía de Will Durant, pero abarcando mucho más que el estadounidense, que se limita a los pensadores más señeros.
Pese a esa exhaustividad, el libro nunca se hace aburrido ni fatigoso, porque tiene Rafael Narbona el acierto de jalonarlo con su propia experiencia vital, a efectos de ilustrar al lector sobre cómo la filosofía en general, y las enseñanzas concretas de cada uno de los filósofos de los que nos da cuenta, le ayudaron a construirse un espacio más luminoso y acogedor en su propia existencia, que, como todas, no está exenta de adversidades.
En este libro su autor se acredita como el excelente profesor de filosofía que fue durante años, capaz no sólo de instruir sino sobre todo de motivar a sus alumnos adolescentes y provocar su curiosidad intelectual. Pero además prueba que el buen discurrir no está reñido con la bella escritura: la claridad de sus ideas ayuda a comprender las oscuridades del ser y su lectura de los maestros, siempre humana y reparadora, enseña a vivir mejor. A quien nunca tuvo un buen profesor de filosofía, este libro le da la ocasión de subsanarlo y de descubrir el goce de pensar, al que tan poco nos invitan los tiempos aturdidos que nos toca vivir.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 27 de febrero de 2024).
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La expresión universal concreto, y la paradoja aparente que encierra, no son dos recién llegados al campo del pensamiento. Bajo ese mismo título —The Concrete Universal—, publicó en el año 1947 el profesor y crítico estadounidense W.K. Wimsatt un ensayo que después incluiría en The Verbal Icon (Kentucky University Press, 1954). En él, y a propósito de la obra poética, meditaba Wimsatt sobre cómo en un gran personaje o en una metáfora lograda se producía tal condensación de complejidad, fruto de la madurez del poeta y su dominio de la retórica —más alguna intuición excepcional, en la línea de lo ya apuntado por Plotino—, que provocaba que esa expresión, tan rotundamente individual que no permitía imaginarle alternativa, funcionara como una proyección persuasiva de significados universales.
Lo que Wimsatt captó y formuló respecto del arte literario, lo extiende Javier Gomá Lanzón en Universal concreto al terreno de la filosofía. Lo hace en sus vertientes ontológica y pragmática —o metafísica y ética—, para indagar en el ser y el deber ser de los entes que más nos conciernen —los personales, los seres humanos— con la herramienta de la ejemplaridad. Sobre ella lleva reflexionando desde hace años, y fruto de ese empeño era ya su memorable Tetralogía de la ejemplaridad, pero en este libro Gomá ha dado un paso más, de una ambición admirable: ha formulado un sistema filosófico original, sintetizándolo con una escritura clara pero a la vez literaria que cumple con la exigencia que al poeta le plantea la aproximación crítica de Wimsatt.
Si este no es un libro para todos los públicos, no será por la pretensión elitista de su autor, sino porque entre nosotros la formación, y en especial la filosófica, deja mucho que desear. Busca el filósofo —porque Gomá lo es, aunque a la vez instruya al lector— expresar sus ideas en un lenguaje natural, asequible a todo el mundo, sin más pertrechos que una noción básica de la historia de la filosofía.
No hay sitio aquí para glosar cuanto contiene. Baste decir que, sin ignorar las sombras del mundo y de la existencia, es un texto luminoso y esperanzador. Lo resume este imperativo de su Pragmática: «Obra de tal manera que tu comportamiento sea generalizable en tu círculo de influencia y desencadene en su interior un impacto civilizatorio». Nos hacen falta más universales concretos como este. La individualidad, así forjada, es el premio: el que espera, dice Gomá, a quien «envejece atravesando con plena conciencia» el camino de la vida.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 13 de febrero de 2024).
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Vivimos tiempos de grandilocuencia. Una y otra vez salen a la palestra y se adueñan del discurso público gentes movidas por impulsos viscerales, preocupadas de hacer pasar las cosas por lo que no fueron o empeñadas en que tomemos por hazañas y logros sus acciones que nacen del apuro y de la improvisación. La vehemencia y la necesidad de maquillar una realidad menos luminosa de lo que se pretende empujan fatídicamente a abusar de palabras campanudas y altisonantes. En cambio, quien nada tiene que esconder, quien ha alcanzado en el camino de la vida la sabiduría que dan la experiencia, la observación y, por qué no decirlo, la resignación ante las insuficiencias de la existencia, puede renunciar a toda pretensión de grandeza, quitarse toda importancia y tomarse el desastre con sentido del humor.
Tiene uno esta sensación, terapéutica y reconfortante, al leer la última novela de Eduardo Mendoza, Tres enigmas para la Organización. Con el pretexto de una disparatada trama, en la que no faltan muertes, desapariciones y absurdos enigmas, y de la mano de los patosos agentes de un improbable e inoperante servicio de inteligencia, lanza el autor barcelonés una mirada a la vez lúcida, amarga y compasiva sobre su ciudad, sobre el país en el que vivimos, sobre el mundo que nos ha tocado en suerte y, lo que es más significativo, sobre la condición humana que nos iguala a todos y se impone a las sobreactuadas diferencias en cuyo deslinde damos en desperdiciar tantas energías.
Así lo resume el jefe de la Organización: «Si uno ha sabido enriquecer su entendimiento con lecturas sustanciosas, viajes instructivos y serenas reflexiones, al final recibe la recompensa del sabio, que consiste en comprobar que todo lo aprendido es inútil, toda experiencia tardía y toda vida es de una vulgaridad sin paliativos». Se permite Mendoza poner en negro sobre blanco la verdad más cruda, sin dejar en ningún momento de resultar amable y de ofrecernos un consuelo, el de las cosas que se ven y se tocan: su Barcelona, destartalada y delirante, es más real y memorable que esas patrias que porfían en levantar otros, sobre la base de identidades ásperas y a menudo imaginarias.
La carcajada salpica una y otra vez la lectura, pero eso no impide que el magisterio de Mendoza nos zarandee con perlas que estallan como cargas de profundidad: «La administración no abandona un asunto, son los asuntos los que abandonan a la administración». Desde sus mínimas pretensiones, nos retrata, nos repara, nos trasciende. Como sólo saben los grandes.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 31-1-24).
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Hay libros que uno va haciendo por el camino, sin terminar de entender muy bien lo que está haciendo. Uno tiene una idea, claro, incluso una suerte de designio; pero al irse acompasando a los tiempos esa idea y ese designio acaban conduciendo a algo que no esperaba.
Tal es el caso del libro que acaba de llega a las librerías, La vida es otra cosa. Recoge los dos últimos años y medio del proyecto vidas.zip, que mantuve en la web de elmundo.es desde 2009 hasta 2021. Los textos correspondientes a los diez primeros años ya los había recogido entes en Donde uno cae, que con sus mil páginas es el más monumental de mis libros. Este no es tan voluminoso, pero a cambio recoge un bienio singular. Entre 2019 y 2021 sucedieron muchas cosas, incluso podría decirse que en el bienio en cuestión entramos siendo unos y salimos siendo otros. Entre medias, una pandemia, pero en estas páginas no sólo se trata del virus, su zarpazo y sus consecuencias.
Están, sí, la irrupción de la enfermedad, las zozobras iniciales, las semanas del confinamiento, las tentativas de volver a la normalidad y el regreso a algo que se le parecía, aunque ya no volvería a serlo del todo. Pero no sólo eso. En 2019 había certezas que en 2021 ya no existían. En 2021 todos, el que más y el que menos, albergábamos en la cabeza y el corazón ideas y sentimientos que en 2019 no teníamos o manteníamos postergados o adormecidos. Y en cuanto a los hechos históricos del periodo, por citar sólo uno en 2019 en Kabul había un Gobierno prooccidental y en otoño de 2021 un emirato islámico dirigido por los talibanes, a quienes se había expulsado del poder veinte años antes.
Como consecuencia de todo esto, el libro es un viaje, semana a semana, por un tiempo de transformaciones, conmociones y tomas de conciencia. Desde la perspectiva de un individuo, claro está, que vale lo que vale y no más que eso. Lo que puedo asegurar es que traté de estar atento a lo que sucedía, y creo que el atestado que contiene este libro no resulta del todo inútil.
Así espero que lo valoren los lectores. Por cierto: el título se lo debo a uno de mis maestros, Juan Carlos Onetti. Es una frase de Tiempo de abrazar, una de sus primeras obras. Le debía ese homenaje.
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Tiene uno la sospecha de que las personas verdaderamente altruistas, es decir, aquellas que tienen como afán primordial el bienestar de otros, se aplican de tal modo a procurarlo que por lo general no les queda mucho tiempo para nada más. En particular, que les resulta difícil, por no decir imposible, compatibilizar ese empeño con el medro propio, singularmente con los esfuerzos de toda índole que exige alcanzar y ejercer cualquier clase de poder. Ante alguien que ha prosperado en cualquier organización, hasta auparse a los estrados desde los que se dirige la vida de otros, debemos suponer que una parte no despreciable de sus energías las ha invertido en autopromocionarse, y que es si acaso con el excedente con el que atiende a los demás. En casos extremos, el excedente es escaso, o nulo, y entonces pasa lo que pasa.
Dentro de los presuntos altruistas hay una subespecie que resulta especialmente influyente, por su capacidad para alterar el curso de los acontecimientos. Se trata de los rebeldes, los que se alzan contra un estado de cosas previo y consiguen arrastrar a otros a la lucha por la causa, ya se trate de la liberación de los oprimidos o de una patria irredenta. En este colectivo, a partir de su experiencia de primera mano durante sus años juveniles de militancia en la izquierda mexicana, se inspira el profesor Ciro Murayama para escribir su novela Infamia, que se presenta con este subtítulo: «El poder corrompe hasta a los rebeldes». Tras la lectura, uno se atrevería a decir que en los rebeldes que acreditan su capacidad de alcanzar el poder existe un riesgo añadido: el que se deriva de su determinación para vencer los obstáculos.
Infamia es una ficción, pero está inspirada en hechos que no tienen nada de ficticios. Como el desvío de fondos destinados a programas sociales, el apoderamiento de cantidades entregadas a cuenta por trabajadores humildes para adquirir viviendas o, el colmo, el ínfimo nivel de calcio y la contaminación por bacterias fecales de la leche suministrada a los desfavorecidos. Son hazañas que cabe apuntarles a los mismos que tiempo atrás clamaban contra los abusos del PRI, y que al llegar al poder se condujeron con la misma o mayor falta de escrúpulos. Nos invita el relato de Murayama, a través de su galería de personajes, a una reflexión perturbadora: a los rebeldes corruptos, como a los triunfadores, si uno sabe observarlos, se los conoce en la línea de salida. Antes, incluso, de que tengan la ocasión de corromperse.
Quien les otorgue el poder, no se llame luego a engaño.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 16 de febrero de 2023).
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No es mala idea comenzar este año con una lectura que a la vez que resulta instructiva y amena sirve para asomarse a una de las cuestiones cruciales de nuestro presente y nuestro futuro ya inmediato. En Artificial (La nueva inteligencia y el contorno de lo humano), el eficaz tándem formado por el neurocientífico Mariano Sigman y el economista Santiago Bilinkis nos aproxima al estado actual de la inteligencia artificial (IA), a través de un texto que aúna el valor divulgativo para explicar qué son y de dónde vienen las herramientas ahora en boga, como ChatGPT, con el análisis riguroso de su impacto ya observable, los dilemas que plantea y los riesgos y oportunidades que suscita su desarrollo futuro.
Sin caer en la fobia a la novedad ni en el deslumbramiento acrítico, Sigman y Bilinkis cartografían el repertorio de logros que la IA ya acredita y señalan los rincones oscuros donde aguardan agazapadas sus posibles contraindicaciones. Es verdad que la IA ha batido ya a los seres humanos en campos como el juego chino del Go, ingeniando jugadas sensacionales que no se le habían ocurrido a ningún humano y que hoy enseñan los maestros de la disciplina. Pero también incurre en pifias considerables, como las alucinaciones y las invenciones de ChatGPT o la incorporación de toscos sesgos a partir de los materiales con que se entrena.
Parece ya evidente que la IA va a ganar terreno y a desplazar a los seres humanos en campos que creíamos que nos estaban reservados: programa, escribe, dibuja, resuelve problemas, y cada vez lo hace con mejor criterio. ¿Llegará incluso a superar a los artistas humanos? Hay al menos dos aspectos en los que nos aventaja: se le ocurrirán cosas sorprendentes y efectivas que a nosotros no se nos pasan por la cabeza —como ya hizo en el Go— y tiene la capacidad de aprender de nosotros y acumular tal cantidad de datos sobre nuestras inclinaciones que no le costará hackearnos, como hoy en día lo hacen ya con innegable éxito las redes sociales para atraparnos en su malla de estímulos.
La duda es hasta dónde le permitirá esta última habilidad hacernos olvidar que el hombre, como advierte la Edda Poética, encuentra el regocijo en el hombre. Es nuestra aptitud para sentir dolor y placer, alegría y tristeza, miedo e ilusión, que la máquina no tiene, la que nos faculta para despertar la emoción en otros a través del arte. ¿Lograrán las redes neuronales, que por ahora se limitan a parasitar la creación humana preexistente, sofisticarse hasta el punto de hacernos preferir sus emociones fingidas?
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 2 de enero de 2024).
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Hay entre los muchos personajes extraordinarios a cuyas biografías nos acerca Plutarco en sus inagotables e instructivas Vidas paralelas uno que destaca por su carácter, no ya singular, sino excepcional entre los suyos y aun opuesto a la idiosincrasia de la ciudad que lo vio nacer. Se trata del espartano Lisandro, que sin ser rey llegó a marcar su política en la paz y en la guerra más que si lo hubiera sido. Lo hizo gracias al ascendiente que llegó a tener sobre los monarcas bajo los que sirvió y a su firme determinación para llevar adelante las campañas en las que por aquellos años del siglo V antes de Cristo se encontraba inmersa Esparta, más algunas otras a las que el propio Lisandro arrastró a sus conciudadanos movido por su febril ambición.
A él se debe la victoria final en la interminable guerra del Peloponeso contra Atenas, con el descalabro final de su flota en Egospótamos, la conquista de la polis ática y la demolición de los muros que la unían con su puerto del Pireo. Sometida así su gran rival, Lisandro no dejó de embarcarse en otras campañas, contra otros griegos y aun contra los persas, cuyo imperio llegó a pensar que podría menoscabar aprovechando la inercia triunfal que lo impulsaba. Poco a poco fue así llegando al límite de sus fuerzas y de su fortuna, hasta que pereció de la forma más necia tratando de apoderarse de la ciudad griega de Haliarto, trance en el que traspuso sus murallas con tan mal tino que las puertas se cerraron tras él y fue una presa fácil para sus defensores.
Además de sus victorias, hicieron famoso a Lisandro sus sentencias, que Plutarco recoge oportunamente. En especial, las que tienen que ver con su personalísima relación con la verdad, que era mucho más flexible que la típica del carácter espartano, un pueblo que se preciaba de ir siempre de frente. «No creía que la verdad fuese por naturaleza preferible a la mentira» —escribe Plutarco—, sino que por el provecho discernía el aprecio que había de darse a una y a otra». Y a los que le afeaban hacer con engaños la guerra «los mandaba a paseo, diciendo que donde no alcanzaba la piel de león, se había de coser un poco de la de zorra». En cuanto al valor que tenía para él la palabra dada, «era su opinión» —refiere el cronista— «que a los niños se los había de engañar con dados, y a los hombres, con juramentos».
Si atendemos a los resultados, cierto es que la estrategia le funcionó una y otra vez. Cabe dudar, empero, que la fiebre que lo poseía acabara siendo benéfica, para él y para su ciudad.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 19 de diciembre de 2023).
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«Confiamos en nuestros soldados para ver si se les ocurría cómo reconstruir dos países musulmanes destrozados, y para que lo hicieran bajo los disparos de los locales enfurecidos». La cita es del general estadounidense Daniel P. Bolger, tomada de su libro Why we lost —o lo que es lo mismo, Por qué perdimos—, un descarnado análisis en primera persona de los motivos por los que la estrategia de su país fracasó tanto en Afganistán como en Irak. Según él, consistió en poco más que en mantener la presión y perder gente en la vana esperanza de que de algún modo algo mejoraría. Y aunque no les escatima las culpas a los políticos que los dirigieron, afronta su propia responsabilidad sin buscar excusas: sostiene que esa era la guerra que los generales de su generación podían perder. «Y la perdimos», concluye.
En este 2023 en el que se cumple el veinte aniversario de la invasión de Irak, en estos días en que se recuerda el primer y más grave resultado fatídico para España de aquella estrategia —la muerte de un agente del CNI en Bagdad y otros siete en una emboscada en Latifiya—, resulta perturbadora la lectura de un libro publicado en 2018 en Estados Unidos y recién traducido en Méjico al español. Se titula Bagdad noir y es una antología de ficción criminal escrita por autores iraquíes contemporáneos. Hay también relatos firmados por un iraní o un estadounidense, pero ambos han vivido en la ciudad sobre la que escriben.
Hay un relato situado en la época de Sadam, el de la iraquí Layla Qasrani, que nos acerca al horror de la represión bajo el régimen del Baaz: un disidente que planea escapar del país se encuentra con su mujer asesinada a hachazos; el crimen se lo adjudican a otro opositor al que la único testigo de los hechos reconoce como autor bajo amenaza de la policía secreta, y al que seguidamente ejecutan. En otras narraciones se nos muestra la Bagdad posterior a la invasión angloestadounidense: una ciudad sin ley donde las mafias y las milicias armadas —que a veces se confunden— aterrorizan a la ciudadanía indefensa.
Así se ve en las historias que aportan el iraquí Nassif Falak y el iraní Salar Abdoh. Este último desliza la más demoledora caracterización del Irak post-Sadam: «un orinal destinado a bombear petróleo». Y más inquietante aún es el cuadro que pinta el periodista y exmilitar estadounidense Roy Scranton. En su narración, un compatriota suyo hace de enlace entre la mafia de Bagdad y un jefe del Dáesh en Mosul. Eso sí que es una novela negra, y no las que acostumbramos a leer por estos pagos.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 5 de diciembre de 2023).
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El derecho, entendido como la realización concreta y racional de la justicia en una sociedad, nunca lo tiene fácil. Esto es así a menos que se comparta la definición que de lo justo nos ofrece el sofista Trasímaco en la República de Platón: aquello que conviene al más fuerte. A partir de esa aceptación, el derecho se realizaría siempre, ya que como bien razona Trasímaco, si lo justo es «lo que conviene al Gobierno establecido», en tanto este tenga la fuerza quedará asegurada su efectividad. Sin embargo, si postulamos que lo justo es otra cosa, aquello que conviene al bien común de los gobernados y a la legítima aspiración individual de cada uno de ellos, la cuestión se complica y el combate está servido.
Quizá nadie vio mejor esta necesidad de fajarse por lo que es justo que el jurista alemán Rudolf von Ihering, que en su clásico opúsculo La lucha por el derecho (Der Kampf ums Recht) propone con singular limpieza de pensamiento y prosa persuasiva que el despliegue efectivo del derecho en la realidad es siempre una cuestión polémica, en la que incumbe al individuo y a la sociedad mantenerse firmes en la defensa de su sentimiento de justicia y donde cualquier claudicación, por mínima que parezca, conduce el desmoronamiento del conjunto. «Mi derecho es todo el derecho» —llega a decir—; «defendiéndolo, defiendo todo el derecho que ha sido lesionado al lesionar el mío».
Para Ihering, resulta esencial que las instituciones estén «en armonía con el sentimiento jurídico nacional», como según él lo estaban en Roma, porque de otro modo lo que se fomenta es el recurso a la justicia privada, o lo que es lo mismo, el descrédito del derecho y la huida de él.
El fracaso del derecho lo describe Ihering en estos términos: «Cuando las fuerzas limitadas del individuo se estrellan contra instituciones que le dispensan a la arbitrariedad una protección que, al mismo tiempo, le niegan al derecho, es evidente que la tempestad descargará sus iras sobre el causante». El resultado no puede ser otro que la pérdida de reputación exterior y la erosión de la firmeza interior del Estado, que es lo que según el jurista alemán se garantiza preservando la efectividad del derecho.
Por eso resulta tan delicado excepcionar con algunos lo que el derecho prescribe para todos, y corre un alto riesgo quien como el sofista Trasímaco lo fía todo a la fuerza que el gobierno otorga. Ya puede estar muy seguro de que eso bastará como sostén, hacia dentro y hacia fuera. Menoscabar el derecho invita a cada cual a luchar por lo que siente como justo del peor modo posible.
(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 21 de noviembre de 2023).
Postdata: Leyendo a Plutarco doy con esta variante de la idea de Trasímaco enunciada por Lisandro, el general y político espartano, con ocasión de un pleito por el deslinde con una polis vecina: «Quien manda con la espada alega mejor derecho sobre los mojones de su término». Hay quien hoy cambia la espada por otra forma de preponderancia, pero el fondo sigue siendo el mismo.
Sobre el asunto que inspira marginalmente el texto, la amnistía, me han pedido mi opinión y la he dado tanto en El Mundo como en una Tercera de ABC. En esta última recurro al precedente de la resolución de la Asamblea ateniense acerca de Mitilene, al que ya aludí en 2019, como aquí puede leerse. Es decir, que creo que los indultos o las amnistías no son inadmisibles como mecanismo —excepcional— para superar situaciones traumáticas con disenso político de fondo; pero en un Estado democrático y de derecho son herramienta delicada que exige mayor finura en su uso.
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